La modernización de la Administración pública

AutorIrene Belmonte Martín
Páginas31-64

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1. El escenario del fenómeno modernizador: las transformaciones de su entorno

Resulta innegable que las sociedades actuales están atravesando un profundo y constante proceso de transformación. Aunque los procesos de cambio son un componente intrínseco en el devenir histórico de las comunidades sociales y en el desarrollo de la humanidad, los cambios de las últimas décadas se caracterizan, y se diferencian de todo lo acaecido, por la "forma en que la trayectoria y el destino colectivo de los pueblos está cada vez más determinada por procesos complejos que rebasan sus fronteras* (Held, 2000: 4) y la rapidez en el tiempo con que se absorben dichos procesos en las sociedades (Giddens, 1994). Tanto es así que incluso se ha venido admitiendo que la sociedad se desplaza a través de un entorno moderno líquido caracterizado por la incertidumbre que genera una identidad continuamente por determinar y agitado por la desvinculación, la discontinuidad y el olvido (Bauman, 2006). El retorno de la incertidumbre ha caracterizado la modernización reflexiva, en el sentido de que supone la auto-confrontación con sus propios conflictos, asociados a la responsabilidad distributiva, que genera esta sociedad del riesgo (Beck, 1994).

En este capítulo se pretende analizar los diferentes cambios multidimensio-nales en las sociedades de los países llamados desarrollados que, por un lado, inciden profundamente en el contexto de las Administraciones públicas y que justifican que estas tomen medidas de ajuste y de modernización. Para ello, se ha considerado como referencia el planteamiento que Manuel Villoria presenta en su obra titulada La modernización de la Administración como instrumento al servicio de la democracia (1996). Y es que, como plantea uno de los fundadores de la disciplina de la Ciencia de la Administración en España, Mariano Baena (1976: 8), "existe una clara interrelación entre la estructura administrativa y la realidad social de un país determinado", ya que la Administración pública no es, y mucho menos ha de ser considerada, algo ajeno y distinto (un compartimento estanco) de nuestra realidad social.

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El fenómeno de modernización ha sido analizado desde numerosas perspectivas históricas; de hecho, la teoría de la modernización se basa en la propia idea del progreso humano (Inglehart y Wenzel, 2006: 21) intrínseco a su historia de racionalización, dominación y superación, pero quizá no es hasta principios de los años cincuenta del siglo pasado cuando las ciencias sociales, y en particular la Ciencia Política, empiezan a aplicar la teoría general de modernización en lo que se refiere a los estudios de política comparada (Hun-tington, 1971)1.

Así, se introduce un primer escalón de la teoría de la modernización2, que es la racionalidad, que se complementa con encontrar una idea o perspectiva diferente y, consecuentemente, "las políticas de modernización no deben tener otro objetivo que eliminar de obstáculos la ruta de la razón, suprimiendo las reglamentaciones, defensas corporativistas o las barreras económicas, creando la seguridad y previsibilidad que necesita el empresario [aquí, la autora sustituiría por ciudadanía] y formando gestores y operadores competentes y concienzudos. Esta idea puede parecer trivial; no lo es, dado que la gran mayoría de los países del mundo se ha adentrado por vías de modernización muy diferentes" (Touraine, 1993: 25).

Las contradicciones culturales del capitalismo, cuestionado tanto desde la izquierda como desde la derecha ideológica (González Hernández, 2000: 14, citando a Bell, 1973), los cambios en los modelos de relación económica entre los países, empresas y particulares; la competencia internacional (Giddens,

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1994), la nueva fórmula más abierta de estructura social (Inglehart, 1998), los conflictos en la redistribución de la riqueza (Beck, 1994), la globalización (Beck, 1998; Held, 2000), la precariedad y la incertidumbre constantes (Bau-man, 2006) y, en definitiva, el paso de la era industrial a la nueva era digital (Osborne y Gaebler, 1994; Fernández-Shaw, 1997; Castells, 2001) están modificando las pautas de comportamiento en las relaciones entre personas (físicas o jurídicas ).

La nueva era fluye a través de un movimiento constante y permeable a nuevas concepciones en las relaciones humanas, en el trabajo y en la organización social que afecta al Estado y a las Administraciones públicas, obligándolas a reconsiderar su papel y tareas (Canales, 2002: 57). Este dinamismo está alterando la concepción del entorno, sus expectativas o la percepción de los asuntos cotidianos, vitales o los excepcionales hacia una necesidad de rapidez e inmediatez en la sucesión, toma de decisiones o incluso resolución de los acontecimientos. Tanto es así que todo ello afecta también a las expectativas que la ciudadanía tiene del sector público.

En cualquier caso, si entendemos la modernización como el proceso continuo simplemente, de adaptación (ya sea por parte del Estado, la Administración pública, las personas...) a las cambiantes realidades del entorno, deberá hacer frente a las constantes transformaciones que provienen de su sociedad, del mudable entramado tecnológico, de la economía y del sistema político en el que está inmersa.

1.1. Las transformaciones sociales y tecnológicas

Resultan más que evidentes los cambios que han experimentado nuestras sociedades en los últimos años. La racionalidad, el empoderamiento, la globa-lización y la sociedad informacional son los factores que han hecho nuestras relaciones mucho más complejas y que pasaremos a sintetizar en las siguientes líneas.

La construcción de un modelo ideal de estructura social y de una mejor forma de gobierno en su más amplia acepción, que incluso contempla las innovaciones tecnológicas, forma parte del pensamiento político clásico, que se plasma tanto en La República de Platón como en Utopía de Tomás Moro (Bar-badillo, 2006: 339). Aun sin que merezcan ser dejadas de lado las aportaciones igualitarias, pragmáticas, de justicia, ideales y utópicas de esta rama de la filosofía política clásica, la concepción de modernización más extendida en los países occidentales, incluso desde la Ilustración, es la que la asocia estrechamente con la racionalización (Habermas, 1988). La idea más amplia de la sociedad racional es la de que la razón no solo ordena la actividad técnica, sino también el gobierno de los hombres y la administración de las cosas, alejando

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la vida personal y colectiva de los antiguamente denominados fines últimos y vinculándola a la secularización3 (Touraine, 1993). Las distintas visiones de racionalidad resultan útiles para buscar un nuevo sentido a la modernización, que incluiría la autolimitación inteligente (reducción de la incertidumbre que complementa la lógica con un enfoque no lineal marcado por la intuición) y la mejora en las condiciones de vida, que derivaría en lo que conocemos como los modelos del Estado de bienestar (Villoria, 1997).

El Estado de bienestar, con sus avances sociales y diversas críticas4, es el escenario en el que se producen las transformaciones que hacen compatible la economía de mercado con la democracia (Esping-Andersen, 1993), que surge del esfuerzo por identificar los desequilibrios democráticos y así articular consiguientemente las respuestas y prevenciones a los trastornos y escaseces presentes y futuros (Meny y Thoenig, 1992). El desarrollo del Estado de bienestar, que ha generado un nuevo diseño de las estructuras de clases hacia la mesocra-tización -en la que el predominio de la clase social del cuello blanco (white collar) es la consecuencia de la movilidad social ascendente desde la clase de cuello azul-, conduce a una población socialmente más heterogénea y menos tolerante con el Estado (Inglehart y Wenzel, 2005: 63). Son las nuevas clases sociales las que subrayan la crisis del Estado de bienestar (Streeck y Thelen, 2010), aunque esta incluye muchas más dimensiones (además de la política, se expresan claramente la económica, la demográfica y la social).

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La nueva concepción de sociedad se orienta hacia las personas, no solo porque su consideración y su formación son los ejes centrales para el correcto funcionamiento de las organizaciones, tanto públicas como privadas (Chiave-nato,1993; Villoria y Del Pino, 2009), sino también porque se está produciendo un incremento de la presencia de la ciudadanía en la toma de decisiones por medio de la participación (redes de gobernanza), hasta el punto de asumirse que la determinación y la búsqueda del interés general no es exclusiva de los poderes públicos, sino que también corresponde hacerlo a las sociedades en las que se vertebra y en las que se socializan las personas (Bell, 2006)5. Resulta corriente hablar de un nuevo concepto deseable, el empoderamiento, que mide la capacidad de control o influencia que tiene la ciudadanía sobre sus fuerzas personales, políticas, económicas y sociales que, de otro modo, zarandearían continuamente su trayectoria vital. En definitiva, "estar empoderado significa ser capaz de actuar de manera efectiva conforme a las elecciones realizadas, lo que, a su vez, supone la capacidad de influir en la amplitud de opciones disponibles y en los contextos sociales en los que se eligen y se materializan tales opciones [...] tratando de convertir la convivencia humana en un...

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