Globalización y modernidad. La vía del constitucionalismo cosmopolita

AutorAlfonso de Julios-Campuzano
CargoUniversidad de Sevilla
Páginas13-36

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I La globalización y la vigencia de la modernidad

Puede que globalización no sea una palabra particularmente atractiva o elegante. Pero absolutamente nadie que quiera entender nuestras perspectivas... puede ignorarla1. Con estas palabras, Anthony Giddens, el célebre sociólogo, director de la London School of Economics and Political Science, trata de poner de relieve el valor de la globalización como clave explicativa de nuestro tiempo.

La globalización representa, como sostiene Octavio Ianni, un nuevo ciclo de expansión del capitalismo, como modo de producciónPage 14 y proceso civilizatorio de alcance mundial2; un ciclo caracterizado por la integración de los mercados de forma avasalladora y por la intensificación de la circulación de bienes, servicios, tecnologías, capitales e informaciones a nivel planetario. De este modo, la globalización aparece concebida, al decir de Faria, como la «integración sistémica de la economía a nivel supranacional, deflagrada por la creciente diferenciación estructural y funcional de los sistemas productivos y por la subsiguiente ampliación de las redes empresariales, comerciales y financieras a escala mundial, actuando de modo cada vez más independiente de los controles políticos y jurídicos a nivel nacional»3. Es lo que Wallerstein ha denominado «economía mundial capitalista»: un nuevo marco económico mundial regido por el sistema capitalista cuya dinámica expansiva alcanza así su culminación4.

La globalización implica, fundamentalmente, un salto cualitativo en la expansión del capitalismo, un capitalismo que, al desvincularse del modelo económico estatal, se convierte en apátrida, un capitalismo sin raíces, sin territorio y sin ataduras. La interconexión, propiciada por las comunicaciones y por las nuevas tecnologías, ha provocado la reducción espacial del mundo. No hay camino inexplorado ni tierra ignota: lo desconocido ya no existe. Parafraseando la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia, Richard O'Brien ha proclamado el «fin de la geografía»: las distancias ya no importan y la idea de frontera geográfica es cada vez más insostenible en el mundo real. En nuestro tiempo no hay nada demasiado lejano e inaccesible5. En este sentido, nuestra era viene marcada por dos fenómenos fundamentales: la reducción del espacio geográfico y la creación del espacio cibernético. Una red de comunicaciones abraza el planeta de un extremo a otro: carreteras, rutas marítimas y aéreas, satélites, fibra óptica, ondas electromagnéticas.. Un manto tupido y enmarañado de comunicaciones que elimina los obstáculos y diluye las fronteras6. Los límites se difu-Page 15minan y desaparecen, las puertas se abren, las dificultades se allanan. Es lo que Castells ha denominado la sociedad red: una sociedad construida por la revolución de las tecnologías de la información y la reorganización del capitalismo7.

Sobra decir que este proceso está alimentado por una urdimbre ideológica (que algunos autores han denominado globalismo)8 que ensalza las bondades del mercado, resucitando aquel viejo aforismo de Mandeville en La fábula de las abejas que convertía los vicios prívados en virtudes públicas. Retornamos así a la vieja creencia en la «mano invisible» y en el orden espontáneo del mercado. Es claro que, desde estas posiciones teóricas, los avances científico-tecnológicos constituyen un magnífico expediente para la expansión del capitalismo, como también que el modelo de globalización que postulan se contruye sobre la ausencia de control político sobre el poder económico.

Estamos, como Lash y Urry han puesto de relieve, ante el fin del capitalismo organizado (the end oforganized capitalism)9. Desde esta perspectiva, la globalización se nos presenta como un reto al proceso de expansión de la racionalidad occidental que, durante siglos, pugnó por domesticar el poder, la política y la economía a través del derecho y que ahora se ve asediada por el proceso de independización de la racionalidad económica. Vivimos, en palabras de lanni, una «crisis generalizada del estado-nación»10: el capitalismo ha conseguido liberarse de los grilletes, zafarse de la guardia y esquivar los controles. La brutalidad de la globalización está en relación directamente proporcional a la fragilidad de las estructuras institucionales del modelo estatal que se ve forzado a ceder a la lógica, pretendidamente inexora-Page 16ble, del sistema económico. Ello provoca un repliegue de las funciones del Estado, que renuncia a la tradicional concepción reguladora propia del modelo social, en beneficio de una concepción gerencial del sistema político. El Estado asistencial se debilita empujado por un modelo gerencial de la organización estatal, cuyo cometido principal es la gestión de las condiciones económicas, laborales y productivas que permitan la maximización del beneficio y el desarrollo sin restricciones del sistema económico. El Estado gerencial no renuncia a la regulación, pero desplaza los objetivos de ésta: ahora no se trata de conseguir la justicia social sino de potenciar la competitividad económica.

Es necesario, como sostiene Samir Amin, contrarrestar la globalización a través del mercado mediante «un proyecto humanista y alternativo de globalización», cuyo desarrollo institucional requiere la articulación de un sistema político de carácter global que no esté al servicio del mercado11. La transnacionalización de los modelos jurídico-políticos a nivel organizativo e institucional es la única respuesta al interrogante sobre la viabilidad del proyecto ilustrado en la era de la globalización. Urge desenmascarar el mito del globalismo que hace inviable todo proyecto de realización de los ideales ilustrados y que quiebra la alianza entre sociedad de mercado, democracia y Estado asistencial. En las coordenadas de la globalización, el proyecto de la modernidad puede aún rescatarse, reformulando, eso sí, algunos de sus planteamientos, cuya redefinición resulta imprescindible en orden a la realización de lo más puro y valioso de su mensaje: el proyecto universalista compendiado en los derechos humanos.

II La crisis del estatuto monista de la ciudadanía

Una de las categorías políticas centrales de la modernidad es, sin resquicio a dudas, la ciudadanía. El ciudadano como centro de atribución de facultades e imputación de derechos es, ciertamente, el elemento nuclear de la articulación de las relaciones entre política y derecho en los Estados nacionales12. No en vano, ese estatus de ciuda-Page 17dano vino a abrogar, definitivamente, la estratificación estamental de las sociedades del antiguo régimen, en beneficio del reconocimiento de la igualdad jurídica de todos los individuos. Durante doscientos años -que a título orientativo podríamos acotar básicamente por la Revolución Francesa y la caída del muro de Berlín- la ciudadanía ha ejercido este papel de primer orden como elemento dirimente de la atribución no sólo de derechos políticos, sino también de otra naturaleza, en el seno de la estructura burocrático-administrativa del Estado.

Sin embargo, las profundas mutaciones a que se está viendo sometido el mundo contemporáneo, en virtud del impacto de la globalización, coloca un amplio espectro de cuestiones, hasta ahora desconocidas, que hacen que el concepto de ciudadanía se tambalee, a la par que el modelo estatal se redefine en las coordenadas de la economía global13. Como ha apuntado José María Gómez, los impactos transformadores de la globalización han alcanzado en profundidad a la ciudadanía democrática en su doble naturaleza, como modo de legitimación y como medio de integración social «como estatus legal igualitario de derechos y deberes... y, simultáneamente, como identidad colectiva basada en la pertenencia a la comunidad nacional de origen y destino»14.

Vivimos el ocaso de las estructuras de poder unitarias y de los sistemas jurídicos plenos, completos y acabados. El formalismo jurídico, sobre el que descansó el dominio del Estado-nación en su época de apogeo, es ya sólo un recuerdo desleído de épocas pretéritas. Terminó ya el imperio de la individualidad abstracta, despersonalizada, indiferenciada, cuyos correlatos jurídicos se cifraban en la igualdad meramente formal ante la ley y en un haz de derechos individuales, difícilmente tangibles, en la vida real de las personas. Eso, ciertamente, es ya agua pasada; y aunque el Estado social trató de restablecer la ligazón entre la formalidad jurídica y la realidad social, su empeño no tardó en entrar en crisis. Sea como fuere, el estatus jurídico de ciudadano está viéndose redefinido, quizás porque el modelo sobre el quePage 18 se había cimentado resulta anacrónico. No valen ya las fórmulas abstractas ni las estructuras centralizadas de poder, no sirven ya los derechos indiferenciados que mutilan las derivaciones sociales de la individualidad. Es el derecho ciego el que está en crisis y, con él, una ciudadanía invidente que parece por fin rebelarse. La pluralidad y la complejidad de nuestras sociedades y de los procesos que desarrolla no son ya fácilmente reconducibles al esquema arquetípico de ese estatuto monista de la ciudadanía que la concebía como una unidad orgánica, indiferenciada y simétrica, una reducción artificial a la igualdad que traducía discriminación y apartamiento.

El nuevo diseño de las relaciones humanas a nivel infraestatal y supraestatal, que introduce el paradigma emergente de la globalización, está comportando alteraciones significativas en la...

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