Modelo de gobierno de la Constitución española
Autor | Antonio Torres del Moral |
Cargo del Autor | Catedrático de Derecho Constitucional de la Uned |
Páginas | 413-427 |
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Apenas hay dos autores que concuerden en la terminología utilizada en las diferentes clasificaciones de las formas políticas: régimen político, Gobierno, forma de Gobierno, Constitución, sistema político, forma de Estado... y seguramente es inútil el intento de aunarla. Acaso lo único hacedero sea que cada autor explique la terminología que emplea y ser coherente con ella. Yo llamo régimen político y también sistema político a la relación entre el ciudadano y el poder, entre el polo de la libertad y el de la autoridad, siendo los dos principales la democracia y la autocracia, con posibles y multiformes estadios intermedios; forma de la Jefatura del Estado a la Monarquía y la República; forma territorial del Estado a la resultante de la división horizontal de ciertas cuotas de poder, o su negación, distinguiéndose entre Estado federal y unitario, con posibles fórmulas entre ambas, de las que el Estado regional, llamado entre nosotros autonómico, puede tener perfiles propios más que híbridos; y sistema de gobierno al que rige las relaciones entre el órgano fundamental de la dirección política (presidente, Gobierno) yel legislativo por antonomasia (parlamento), distinguiéndose los sistemas presidencial y parlamentario, con soluciones menos nítidas entre uno y otro.
Cuando el artículo 1.3 de la Constitución Española dice que la forma política del Estadoespañol es la Monarquía parlamentaria está haciendo dos afirmaciones a un tiempo: que la forma de la Jefatura del Estado es monárquica y que el sistema de gobierno es parlamentario. Los otros dos caracteres-Estado democrático y autonómico- están uno explícitamente yotro implícitamente proclamados por el texto fundamental y ampliamente desarrollados en el articulado.
Las variantes del sistema parlamentario de Gobierno son muchas, a veces con acusadas diferencias, pero conservando siempre el aire de familia. Su elemento esencial es la relación fiduciaria existente entre el Gobierno y el Parlamento, absolutamente necesaria para el sostenimiento de aquél, aunque no siempre para su formación e inicio de su actividad; su contrapeso, igualmente ineludible, es la solubilidad del Parlamento por el Gobierno.
El sistema de Gobierno constitucionalmente establecido en España responde a la anterior y sumaria descripción. Pero todavía hemos de hacer algunas precisiones al respecto antes de plantearnos el tipo de Ejecutivo diseñado en ese sistema parlamentario de Gobierno.
Partiendo, pues, del sistema parlamentario que la Constitución adopta, conviene precisar la variante del mismo formalmente perfilado en la misma y en la práctica política. Como es sabido, la
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evolución «natural» del sistema parlamentario en el siglo xx, más acentuada mente en su segunda mitad, es la que ha llevado al denominado Gobierno de Canciller, de Premier o de Primer Ministro, en el que la figura preponderante es la de éste, de manera que deja de ser un primero entre iguales, como acaso fue en el régimen liberal clásico, y pasa a ser un verdadero jefe del Gobierno, de entidad política y naturaleza jurídica diferente de las del resto de los miembros integrantes del Ejecutivo. Los ejemplos de Alemania y Reino Unido son bien elocuentes.
¿Se ha alineado la Constitución Española con esa corriente? A mi juicio, los rasgos definidores del sistema de Gobierno español son los siguientes:
1) Un Gobierno fácil de constituir y difícil de remover.
2) Un Gobierno que, en principio, responde más al modelo de liderazgo del Presidente que al de colegialidad.
Es lo que tratamos de justificar en las páginas que siguen.
En la circunstancia política Española de 1978 quizá era importante la constitucionalización del sistema electoral del Congreso. La izquierda hizo bandera de ello sin poner en cuestión en ningún momento que ese sistema debía ser el proporcional. La derecha defendió durante el proceso constituyente el sistema de mayoría, como antes, con ocasión de la Ley para la Reforma Política, lo había hecho lo más granado del franquismo.
Con el sistema proporcional se habían celebrado las elecciones de 1977, con resultados global-mente satisfactorios, aunque con reparos, y parecía ineludible poder contar con la garantía de un sistema electoral que había permitido la conformación plural del Congreso. Los fantasmas de la demo-cracia eran muchos y de cierta entidad, de manera que todo lo que pudiera asegurar un pluralismo limitado debía ser incluido en la Constitución.
Que las cosas no son hoy tan así es evidente. A los veinte años de régimen constitucional, la democracia no parece peligrar. Éste podría ser un buen momento para replantearse la cuestión del sistema electoral al Congreso, pero ya, inevitablemente, con el pie forzado del artículo 68 de la Constitución, que consagró una buena porción de elementos del sistema entonces vigente. La Ley Orgánica del Régimen Electoral General, de 1985, terminó de consolidar lo existente con el apoyo casi unánime de las fuerzas políticas.
Sin embargo, mal que bien, el sistema electoral ha funcionado, aunque podía haberlo hecho mejor, ha deparado un Congreso cuya representatividad apenas nadie discute y, por lo tanto, no hay motivo para buscar problemas donde no existen. Lo importante, lo decisivo, es que el sistema electoral cumpla los mínimos democráticos y mejor si es algo más que mínimos. Conseguido esto, un punto arriba o abajo de justeza aritmética en el reflejo de la voluntad general es secundario y no suele despertar especiales rechazos ni adhesiones en la opinión pública.
Porque en una democracia representativa siempre hay algo más que el mero ajuste decimal entre votos y escaños. Ante todo y sobre todo, la aparición del Gobierno en la escena y su actual prevalencia sobre el Parlamento en el funcionamiento del sistema político. Hago gracia de la teoría. Únicamente añadiré que hoy una elección parlamentaria no es sólo parlamentaria, sino también, y muy principalmente, gubernamental. El hecho de que la savia representativa le llegue al Gobierno de modo formalmente indirecto en nada empalidece el hecho no menos inconcuso de que, salvo en
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ciertos países de multipartidismo atomizado, el resultado electoral puede y debe interpretarse como el mandato que hace el electorado de una determinada conformación del Gobierno.
Al sistema electoral se le puede demandar, por tanto, no sólo que facilite la formación de un Parlamento deliberante y controlador, sino también la de un Gobierno que dirija la política y desarrolle un programa que haya recibido un consistente respaldo popular. Desde esta perspectiva, no son repudiables ciertos elementos correctores del sistema electoral que pretenden evitar un excesivo fraccionamiento de la Cámara y facilitar la formación del Gobierno y su función de dirección política durante una legislatura. (Cosa distinta es que eso se haga bien o rnal.) Por eso, quienes idearon el sistema electoral español, con su prima fuerte al partido ganador, cantaban este rasgo como una de sus virtudes, por cuanto favorecía la formación del Gobierno.
En efecto, el Gobierno de Adolfo Suárez, cuando presentó ante las Cortes franquistas, en noviembre de 1976, el proyecto de Ley para la Reforma Política, apostó por el sistema proporcional para el Congreso de los Diputados a fin de evitar el bipartidismo y la división, una vez más, de las dos Españas. Y estableció otros tres elementos de indudable trascendencia:
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La circunscripción provincial.
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La asignación a cada provincia de un número mínimo inicial de diputados además de los que le correspondieran por su población.
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El número total de diputados de trescientos cincuenta.
Por su parte, el Decreto-Ley Electoral de 18-111-1977 desarrolló los elementos anteriores en tres direcciones fundamentales:
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Optó por la variante de D'Hont dentro de la fórmula proporcional.
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Fijó en dos el número mínimo inicial de diputados por provincia.
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Estableció en el 3% de los votos de cada circunscripción la barrera electoral prevista en la Ley mencionada.
Así pues, salvo por lo que se refiere a la barrera electoral, que es casi irrelevante, la legislación electoral puso las condiciones, como está empíricamente demostrado, para que hubiera cuatro grandes partidos de ámbito nacional, de los cuales dos (los más centrados) seguramente aventajarían a los otros dos, y que habría además sendos partidos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco con bastante entidad. Lo que estaba por ver era las diferencias entre unos y otros, la suerte de los partidos nacionales en Cataluña y en el País Vasco y los escaños que pudieran alcanzar algunos partidos pequeños. De estas tres incógnitas, es la primera la que concierne a este estudio más de cerca.
Pues bien, las diferencias entre los dos grandes partidos nacionales y los otros dos fueron notables. UCD logro una prima de escaños considerable. Una sobrerrepresentación importante, pero menor, obtuvo el PSOE. En cambio, los dos partidos nacionales menores fueron «penalizados». Como se puede apreciar, un sistema de partidos parecido al de Francia, que tenía por aquel entonces -y ha vueltoa tener después- un sistema electoral de mayoría. Y no olvidemos que una de las excelencias que se predican del sistema de mayorías es precisamente que facilita la...
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