El modelo de ciudad en el urbanismo español

AutorFernando López Ramón
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Zaragoza
Páginas107-119

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I Los modelos de ciudad en la historia

En cada época, la vida urbana se manifiesta en unos valores y unas aspiraciones que cabe sintetizar como modelos de ciudad. Así, para la Antigüedad europea resultan útiles los modelos de ciudad cerrada y de ciudad abierta que, con sus componentes míticos, podrían representar Esparta frente a Atenas o las comunidades bárbaras ante las ciudades romanizadas. A lo largo de la Edad Media cristiana, los modelos de ciudad fortaleza, ciudad mercado y ciudad episcopal expresan posiblemente los tipos dominantes en función de criterios ligados a la seguridad de las personas y los bienes, a la variedad de las transacciones comerciales y a la cohesión proporcionada por el culto común. La eclosión de ciudades ideales en el Renacimiento muy posiblemente estuviera poniendo de relieve el ansia de sustitución del ya entonces viejo modelo de la ciudad cristiana por la ciudad laica, organizando la convivencia urbana conforme a moldes radicalmente civiles. Enseguida el Absolutismo potenciará el modelo de la ciudad barroca, que manifiesta en la magnificencia de sus airosos trazados urbanos el dominio territorial y social que ejercen la familia real y su corte. Cuando el choque con las ideas de libertad imponga una visión menos parasitaria del poder, prevalecerá el modelo de la ciudad ilustrada, con sus edificios útiles para la higiene y recreo del vecindario y el avance del conocimiento.

Las revoluciones burguesas, amparadas en un primer momento en las ideas de libertad personal y progreso de los propietarios, alumbraron el terrible mo-

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delo de la ciudad industrializada, para combatir el cual surgieron precisamente la política y la legislación urbanísticas. En la experiencia española, la desamortización eclesiástica y los derribos de las murallas posibilitaron las reformas interiores de las poblaciones y los ensanches que, en sucesivas aperturas de calles y agregaciones de tejido urbanizado, dieron forma a unas ciudades relativamente integradas. En ellas, los barrios marginales ocupaban, más que una posición geográfica objetivamente desfavorable, un lugar inadecuado en el imaginario social de la burguesía dominante, que construyó barreras de mala fama para aislar los ámbitos urbanos de la pobreza, a veces, sorprendentemente bien situados en el contexto general de la población. Una vez más, triunfaría el modelo y la realidad de la ciudad cerrada, de las Vetustas de conjuntos urbanos dominados por los monasterios, las parroquias y la sede episcopal, formando agrupaciones controladas por un rancio orden eclesiástico que venía estimulado por la mojigatería de las clases dominantes.

El siglo XIX se despidió crítico ante las ciudades heredadas, que despreciaba por su oscuridad, suciedad, inseguridad, ineficiencia y fealdad, y ello desde la prepotencia derivada del convencimiento de que los avances imparables de la ciencia y de la técnica permitirían cambiar el orbe urbano. Para poner remedio a esa situación se idearon nuevos modelos de ciudades: la ciudad lineal de Arturo Soria (1882), que del Madrid originario pasó a ser considerada en diversas experiencias extranjeras; la ciudad artística de Camillo Sitte (1889), que desde Viena defendió el diseño estético de las ciudades; la ciudad bella promovida por Daniel Burnham (1893) al objeto de compaginar el centro monumental de Chicago con una periferia dotada de adecuados equipamientos; así como la ciudad industrial de Tony Garnier (1898), bien adaptada a la idea de ofrecer alojamientos dignos a la clase trabajadora en su Lyon natal.

No obstante, el protagonismo en estos modelos corresponde, sin duda, a la ciudad jardín de Ebenezer Howard (1898), prevista para alzarse de nueva planta en el campo, integrando industrias y viviendas en un paisaje dominado por casas unifamiliares, aisladas o adosadas, rodeadas de pequeños jardines. Todo ello formando un sistema de ciudades jardín en torno a una gran ciudad central, como sucedía en el caso de Londres, que determinó la concepción misma del modelo. Entre las dos guerras mundiales, el movimiento de la ciudad jardín se desarrolló ampliamente, aunque prevalecieron las ciudades jardín (o los barrios jardín) satélites, de vocación exclusiva o predominantemente residencial, sin industrias que permitieran configurar unidades urbanas de vida integral.

II La ciudad funcional en la primera legislación urbanística

Las ciudades cuya ordenación afrontó el primer legislador urbanístico español eran conjuntos urbanos poco transformados bajo la óptica de los trazados

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viarios y la tipología de las construcciones. En muchas partes presentaban grandes carencias de infraestructuras y servicios, y fuerte deterioro de las edificaciones. El paso del tiempo y las apreturas económicas de las familias, especialmente en la posguerra, habían servido para impregnar la vida urbana de polvo y mugre. Los síntomas de decadencia se acumulaban en un ambiente degradado por el ruido de los camiones que atravesaban muchos centros urbanos. Atrapadas entre el solemne aburrimiento provinciano y el respeto a las apariencias impuesto por un rígido control social, las clases medias debieron generar si no odio, sí manía hacia su entorno. Quizá ello permita explicar el poco aprecio al patrimonio arquitectónico que se manifestará posteriormente en tantas ciudades españolas.

El primer reto de esas ciudades consistió en prepararse para unos movimientos migratorios internos que iniciaban el proceso de transformación de una sociedad fundamentalmente rural en una sociedad urbana. Algunos síntomas iniciales de esos procesos se habían atendido siguiendo el modelo de grandes ciudades, que subordinaba toda intervención a las necesidades de los núcleos centrales. Así, desde el Plan General de Ordenación del Gran Madrid (1946), en las principales áreas metropolitanas (Bilbao, Valencia, Barcelona) se impuso una ordenación y organización territorial al servicio de la correspondiente ciudad central. Idealmente, la gran ciudad hubiera debido comprender un centro monumental rodeado de ciudades dormitorio, en un pálido reflejo del modelo de ciudades jardín. La grandeza del centro urbano venía servida por una corona periférica de municipios satélites separados entre sí por polvorientos y degradados espacios libres que, sobre el plano, hubieran debido conformar un sistema de anillos y cuñas verdes.

En esa tesitura, el legislador pareció reaccionar positivamente, con ideas innovadoras y progresistas. Y en efecto, al comienzo del preámbulo de la LS 1956 se constata el propósito de articular una verdadera "política del suelo", desde el convencimiento de que "la acción urbanística ha de preceder al fenómeno demográfico", lo que había de llevar al encauzamiento de las corrientes migratorias "hacia lugares adecuados" con el objetivo de "limitar el crecimiento de las grandes ciudades y vitalizar, en cambio, los núcleos de equilibrado desarrollo".

Estamos en presencia de netos planteamientos de ordenación territorial que, sin embargo, carecieron de continuidad al no aprovecharse las posibilidades que brindaban el plan nacional y los planes provinciales diseñados en la LS 1956 (arts. 7-8). Dicho directamente: ninguna medida contribuyó ni a limitar el crecimiento de las grandes ciudades ni a vitalizar verdaderas ciudades intermedias buscando el desarrollo equilibrado del territorio. Por más que pudieran ser otras las finalidades del legislador, la política urbanística se contrajo al interior de cada municipio, sin perjuicio de que las decisiones más importantes estuvieran centralizadas. No hubo pues ordenación de los distintos fenómenos

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urbanos en el espacio, salvada la referida a las principales áreas metropolitanas en torno a la correspondiente ciudad central.

En realidad, la idea de una ordenación espacial de las ciudades que limitara el crecimiento de las más desbordadas por los fenómenos migratorios, promoviendo al mismo tiempo el equilibrio territorial mediante ciudades...

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