Entre el Ministerio de Fomento y el del Interior, 1832-1834

AutorJavier Pérez Núnez
Páginas19-89

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1-1) Los antecedentes: la organización policial fernandina

La institución policial, que aparece con la nueva vuelta al absolutismo en el reinado de Fernando VII, tuvo en el sevillano Narciso Heredia Begines de los Ríos, conde de Ofalia, a uno de sus principales inspiradores y promotores. Así es, en una exposición, que en noviembre de 1823 elevó al monarca, estimaba que, «para robustecer y cimentar el principio monárquico sobre bases indestructibles», una vez que de forma implacable se había puesto fin al segundo ensayo del régimen liberal, era preciso seguir una política de absolutismo «templado», fundada en «la creación de un Gobierno o Administración vigorosa y enérgica, pero paternal e ilustrada». Para ello, en opinión del conde, entre otras cosas, y antes de arbitrar el establecimiento de un Ministerio del Interior, que lo tenía en consideración para el futuro, era de «absoluta necesidad» la institucionalización de «una buena policía general del Reino». Una policía -subrayaba- «no para oprimir y vejar a los vasallos, sino para afianzar la seguridad del Estado», «para dar seguridad y garantía a la propiedad» «y para atender a la seguridad de los caminos y despoblados, y a la limpieza, aseo y ornato de las poblaciones».

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Pues bien, esta propuesta, que profundizaba en la organización de la Superintendencia de Vigilancia Pública (única instancia que subsistió del departamento ministerial que con la denominación de Interior había erigido la Regencia), parece que se presentó en el momento idóneo, cuando Fernando VII estaba siendo presionado por las Cortes europeas para que reemplazara el hasta entonces dominante absolutismo intransigente por un realismo más moderado. Y también parece que le produjo un atractivo especial, al encontrarse en línea con el proceso de afirmación y concentración del poder en el gobierno, en detrimento de los Consejos, iniciado con la creación el 19 de noviembre del Consejo de ministros, más que como instancia colegial como instancia coordinadora de la acción del Estado y asesora del monarca, en quien residía todo el poder. De ahí que, en las bases que el monarca estableció al ejecutivo, que con un talante reformista finalmente nombró 2 de diciembre, se encontrara en primer término la articulación de la institución policial, encargando además su ordenación al conde de Ofalia, en calidad de nuevo titular de la Secretaría de Gracia y Justicia.

Para ello éste contó con el auxilio inestimable del magistrado hispalense como él e ideológicamente afín, José Manuel Arjona, superintendente de Vigilancia Pública desde el 26 de noviembre y ampliamente versado sobre la temática policial por los proyectos que al respecto había realizado a lo largo del anterior sexenio absolutista. Con este bagaje, la documentación y antecedentes propios y foráneos recopilados sobre la materia, y las directrices fijadas por el conde de Ofalia, redactó los correspondientes proyectos orgánico y reglamentarios de la Policía del Reino, que, tras sufrir ligeras correcciones, dieron lugar a su institucionalización formal por las real cédula de 13 de enero (orden del día 8) y reales órdenes de 20 de febrero de 1824.

De esta manera, con esta normativa, se creaba una administración policial para «reprimir el espíritu de sedición y extirpar los elementos de discordia», pero también para «conocer la opinión y necesidades de los pueblos y desobstruir todos los manantiales de prosperidad»; es decir, una institución con un carácter mixto, político y civil, orientada al mantenimiento del orden público y político del Estado absoluto, pero también a la protección y seguridad de los individuos y sus propiedades. Ambos aspectos, sin disquisición alguna, quedaban recogidos en los amplios cometidos que se le conferían bien privativamente (formar padrón de vecinos; expedir cartas de seguridad y pasaportes;

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conceder permisos y licencias para la venta ambulante y espectáculos callejeros, para la apertura de establecimientos de hostelería, restauración y ocio, para el uso de armas, caza y pesca...), bien acumulativamente con otras autoridades o jurisdicciones locales (controlar el funcionamiento de los establecimientos con permiso policial; vigilar a los desempleados, mendigos, gitanos, niños huérfanos y abandonados; cuidar, impedir y perseguir la impresión, introducción, circulación y lectura de libros y periódicos contrarios al régimen y a la moral; perseguir a los ladrones y asociaciones secretas, e impedir las cuadrillas, reuniones y coaliciones de trabajadores; velar por el orden en las ferias, fiestas y mercados; celar por la seguridad, salubridad, comodidad y abastecimiento general de los pueblos...).

Como se puede observar, esta institución policial se encuadraba principalmente en el régimen tradicional preventivo, más que en el moderno represivo. Así, a diferencia de éste, que sólo se pone en funcionamiento cuando se produce una infracción, aquél procura adelantarse a la misma, neutralizando o intentando evitar las conspiraciones contra el Estado, la Monarquía, las alteraciones de la tranquilidad pública o los atentados contra la vida o las propiedades de los individuos. En definitiva, al colocar el énfasis en la prevención en lugar de la represión, implicaba instaurar un control absoluto sobre la población. Con todo, la nueva instancia presenta rasgos innovadores. En primer lugar, porque el cúmulo de atribuciones mencionadas se enmarca en el ámbito estrictamente gubernativo. Y esto es así, porque, como se indicaba en la citada legislación, la función de esta policía «no se extendía juzgar los delitos», y sólo era la de administrar y procurar o fomentar el bienestar -señalamos nosotros-, en la medida en que la seguridad, tranquilidad y orden público formaban parte del mismo, y eran la base para que la sociedad y los individuos por su parte pudieran alcanzarlo. En segundo lugar, también resulta novedosa por constituir una institución orgánica y jurisdiccionalmente (y financieramente) autónoma, por su generalización a toda la Monarquía y por su articulación centralizada y jerárquicamente ordenada.

Así es, para que «la acción de la policía se difundiera y ejerciera por todo el Reino», esta institución partía de «un punto céntrico», el superintendente general del ramo. Con ese objeto, en primer lugar, este «magistrado superior», que recibía las órdenes reales por conducto del titular del Ministerio de Gracia y Justicia, ejercía la dirección de la policía teniendo bajo su jefatura una secretaría específica e indepen-

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diente dentro de ese departamento ministerial. En segundo lugar, esta organización administrativa central era el núcleo duro del despliegue territorial de la institución que, siguiendo más o menos la división provincial tradicional, se articulaba en 32 intendencias (ordenadas en una gradación trinitaria de acuerdo con el vecindario, extensión y desarrollo), subdivididas a su vez en subdelegaciones. En tercer lugar, la unidad de las partes se lograba por el principio de subordinación jerárquica, que, engarzando a las distintas jefaturas territoriales, superintendente, intendentes y subdelegados, era el mecanismo para que las disposiciones llegaran por igual a todos los ángulos de la Monarquía y para que la información circulara con fluidez (partes de policía). En cuarto lugar, la organización policial de Madrid (prototipo a seguir en las capitales de las intendencias de primera clase) se disponía, bajo las órdenes del superintendente general, que aunaba la jefatura superior del ramo en la capital, en torno a 10 comisarios de cuartel, a los que se supeditan 5 celadores de puertas y 65 celadores de barrio (tantos como barrios había en la villa más uno para las afueras), convirtiendo de esta forma a los tradicionales alcaldes de barrio en sus auxiliares natos. Por último, hay que señalar que esta institución policial carecía por el momento de un «cuerpo militar» específico, de ahí que en caso de necesidad tuviera que recurrir a aquellas instancias, locales o principalmente castrenses, que contaban con fuerzas armadas1.

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Por lo tanto, esta estructura racional y centralizada, y los otros caracteres gubernativos señalados son los que han permitido que se califique a esta institución como una verdadera policía moderna; eso sí dentro de una Monarquía tradicional absoluta. En este sentido se puede considerar una prolongación de la primera expresión policial, la Superintendencia General de Policía de Madrid vigente de 1782 a 1792, en cuyo mismo ideario reformista ilustrado se enmarca, si bien ahora reforzado con el modelo que sigue esta línea, el policial bonapartista. No obstante, supone un claro avance, y no sólo por la ampliación territorial de su actuación. Lo supone porque si bien es verdad que la policía fernandina, en la medida que el régimen absoluto había sufrido dos agresiones directas y adolecía de una menor legitimidad, incrementa su carácter político con respecto a la carolina, también lo es que hace lo propio en el ámbito civil, tanto a nivel formal como material. Junto a ello, la organización de 1824 se conforma, quizás con más rigor que la del setecientos, a la «conceptuación policial» imperante. Así, mientras en ésta existe un cierto distanciamiento de la policía intervencionista (y de fomento) específicamente ilustrada, que se puede observar de la comparación con las ordenanzas e instrucciones de intendentes y corregidores de 1749, 1766 y 1788, que son las que mejor la contemplan; en aquella hay un acercamiento a la noción de policía más abstencionista de la Restauración y, particularmente, de la francesa. De ahí que se acreciente el aspecto negativo de la seguridad en detrimento...

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