La mesura el SPAM y el SIMO

AutorVicente Arias Maiz
CargoCMS Albiñana y Suárez de Lezo

En la vida profesional, como en la vida en general, uno tropieza con planteamientos, ideas y argumentos que a veces hasta son razonables, pero en no pocas ocasiones se topa con otros que son por completo irrazonables. Y en algunas ocasiones, tal irracionalidad se desprende no de un defecto en la lógica empleada o de un silogismo mal construido, sino inequívoca y únicamente de una falta de mesura en el planteamiento en cuestión.

La mesura, aristotélica y discreta, es en general necesaria en la vida. La mesura en los medios (no matar moscas a cañonazos) impide ineficiencias derivadas de incurrir en excesivos costes, la mesura en el trato evita conflictos innecesarios si se concibe como tolerancia (no tanto si se denomina "talante", sin adjetivar si se trata del bueno o del malo). Y es esa necesidad de mesura la que los juristas denominamos con el nombre técnico de "principio de proporcionalidad". La proporcionalidad es mesura: insultar está mal, pero no equivale a matar. No puede pues, de ninguna manera, aplicarse al difamante un castigo equivalente al del homicida, pues ello acarrearía, dado el diferente desvalor de ambas conductas, una evidente inflación en el castigo del difamador o, si se prefiere, deflación del correspondiente al homicidio.

Este principio de proporcionalidad (esta mesura) debe, por lo tanto, regir cualquier planteamiento sancionador. El castigo (la pena o sanción) debe ser apropiado y proporcionado a la conducta. Es decir: debe conllevar el apropiado efecto preventivo (el "hombre malo", que denominaba el gran Oliver Wendell Holmes, debe apreciar un riesgo o desventaja mayor en el comportamiento ilícito que en el correcto para que así opte, aún prescindiendo de valoraciones morales o éticas, por este último), pero no ejercer una excesiva represión que tenga como resultado la esclerosis de la vida social. Y es que en las sociedades democráticas la proporcionalidad no es sino la resistencia que la libertad ejerce frente al sacrificio de la misma que el Derecho nos exige para que haya orden y para que se respeten así las libertades de los demás. En otras palabras, existen sin duda intereses cuya protección justifica la restricción de nuestra libertad, pero nunca puede por ello ejercerse una restricción mayor a la razonablemente necesaria, puesto que la libertad es un valor que el ordenamiento jurídico ha reconocido como supremo y que por ello debe maximizar, sacrificándolo sólo -enfatizo: "sólo"-, cuando sea realmente...

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