La justicia de menores. Referencia especial a la situación actual en España

AutorMaría José Bernuz Beneitez
Cargo del AutorUniversidad de Zaragoza
Páginas81-112

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LA JUSTICIA DE MENORES. REFERENCIA ESPECIAL A LA SITUACIÓN ACTUAL EN ESPAÑA1

MARÍA JOSÉ BERNUZ BENEITEZ

Universidad de Zaragoza

1. Introducción

De entrada, hay que empezar destacando que ofrecer una perspectiva general y además mínimamente exhaustiva sobre la justicia de menores en España resulta una tarea problemática, porque casi siempre la realidad social y jurídica es compleja y por ello mismo acaba superando a la ficción. Sin embargo, creo que la ficción que supone encajar la realidad de la jurisdicción de menores en los modelos que dan coherencia a diversos modos de pensar la infancia, los delitos que cometen los niños o los rasgos de esa justicia –judicial o no– y legislación de menores, puede ser un buen punto de partida para hacer referencia, en un segundo momento, a la situación actual de la jurisdicción de menores en España: a sus efectos y defectos, así como también a sus vicios y virtudes. Desde esa perspectiva, considero que, para llegar hasta la situación actual es preciso hacer un breve recorrido desde el momento en que se conforma un modelo tutelar de justicia –no judicial– de menores, con los Tribunales para Niños de principios del siglo XX, analizando el modelo de responsabilizaciónreparación que se impone, con matices, en

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este momento, aunque reparando en algunos rasgos que configuran un modelo de gestión de los riesgos que parece estar asentándose en las normativas europeas de infancia, incluida la nuestra.

Con esta convicción, comenzaré con un análisis sucinto de los modelos de justicia de menores para acabar constatando que, en la práctica, hablar de modelos como planteamientos más o menos teóricos o puros, puede ser un ejercicio algo arriesgado. De un lado, porque con lo que nos encontramos cada día es con un amasijo de rasgos de unos y otros modelos y mentalidades, con el sedimento de las diferentes concepciones de la infancia o con un mestizaje de ideas y prácticas tanto institucionales como personales. De otro lado, porque la justicia de menores esconde siempre, tras todas sus versiones y modelos, una imagen contradictoria. Así, ante un acto de delincuencia la sociedad ve a un menor, pero no puede dejar de castigar y de apreciar el daño cometido, ni el potencial peligro social. Como consecuencia, la exigencia que se hace a la justicia de menores también resulta paradójica: se le reclama que integre al menor, que colabore en su protección integral, dado que se encuentra en proceso de formación; al tiempo que se le exige que controle y castigue unos actos que amenazan con poner en peligro la seguridad ciudadana y el bienestar social.

A la vista de todos estos elementos contradictorios, parece que la misión que debe cumplir la jurisdicción de menores es la de dar respuesta a todas las exigencias; esto es, hacer justicia e imponerla, desarrollar una política social y criminal en el universo de la infancia. Tarea que, evidentemente, cumplirá cargando más las tintas en el elemento punitivo, educativo, reparador o gestor, en función –entre otros elementos– de su concepción de la infancia, de su opinión sobre la delincuencia juvenil, del peso que se concede a la alarma social o de la confianza en las medidas educativas.

2. Los modelos de justicia de menores

La dualidad de la justicia de menores a través de sus modelos

Para empezar a plantear el mapa de los modelos de justicia de menores, se puede sintetizar destacando que los estudios sobre la

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evolución histórica de la justicia de menores se refieren de manera casi unánime a dos grandes modelos teóricos: el modelo de bienestar y el modelo de justicia.

El modelo de bienestar, tutelar o asistencial, fue acogido por la mayoría de las legislaciones de menores que aparecen en Europa a principios del siglo XX. Este modelo surge como reacción frente a las concepciones liberales del derecho penal que, con una pretensión puramente retributiva, aspiraban a restaurar a través de la sanción el orden jurídico perturbado con el delito. Y, por ello, su consecuencia más evidente era la de considerar irrelevante la figura del delincuente, así como las circunstancias que rodeaban la comisión del delito (ANDRÉS, 1987:52). También se puede afirmar que este modelo asistencial aparece con la recepción por la dogmática y en los ordenamientos jurídicos europeos de la filosofía positivista y el correccionalismo criminológico, así como de la influencia y presión que ejercieron los movimientos filantrópicos y humanitarios que veían imprescindible la separación de los menores de la jurisdicción penal de adultos.

En España, la recepción de esta filosofía correccionalista se produce a través de las primeras legislaciones de justicia de menores propiamente dichas. En concreto, con la creación de los Tribunales para Niños (1912-1918)2, que cederían su puesto a los Tribunales Tutelares de Menores regulados por la Ley de Tribunales Tutelares de Menores de 1948 (en adelante LTTM). Unos y otros, y sobre todo los Tribunales Tutelares de Menores, acogieron en cierto sentido la filosofía de la defensa social3, que, mezclada con los planteamientos del nacionalcatolicismo, se proyectó en una serie de medidas de preservación social y de control totalitario de cualquier

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indicio de peligro social. Dado el interés que tiene conocer los rasgos del modelo tutelar para reconocer sus trazas en la justicia actual, los sintetizo a continuación.

Para empezar, hay que subrayar que desde una perspectiva antropológica el correccionalismo niega el libre albedrío; esto es, considera que los hombres en general y los que delinquen en particular no son libres, ni actúan según principios racionales. Es decir, se parte de que se delinque por la presión de factores sociales, psicológicos o biológicos no controlables. De manera que, más que culpable, la persona que ha cometido un delito debería ser considerado como víctima de las circunstancias. En el ámbito de la justicia de menores este principio se precisa cuando la LTTM defiende que los menores de 16 años son irresponsables penalmente porque psíquicamente carecen de capacidad para entender lo injusto del delito. Por todo ello, no pueden ser tratados como delincuentes, sino como “deficientes mentales” sobre los que es preciso intervenir con medidas curativas y terapéuticas en una especie de ejercicio de manipulación violenta de la personalidad4

El segundo rasgo a destacar es consecuencia del primero. De hecho, es evidente que si no hay libre albedrío, no puede haber responsabilidad. Por ello, el Derecho va a actuar contra la peligrosidad. Y, desde esta perspectiva, que exige atender al potencial peligro que supone una conducta, tanto la comisión de un delito o una falta tipificados, como la realización de conductas consideradas como antisociales (como prostitución, vagabundeo, vagancia, conducta inmoral, conducta irregular, haber faltado al respeto a sus padres, etc.) o las situaciones de desprotección del menor, son consideradas como señales de que el menor necesita de esa intervención –a veces, incluso, al margen de la prueba de su autoría–. De manera que se establece una especie de continuo entre la política de familia, la política social, la política de prevención y la política criminal.

También consecuencia de lo anterior es que la reacción del Derecho, si no hay responsabilidad, no puede ser la imposición de una pena. Por ello opta por la imposición de medidas curativas y terapéuticas que corrijan los problemas psicológicos y sociales que se

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encuentran en el origen del comportamiento delictivo o antisocial. En principio y en teoría, la pretensión de las medidas impuestas por los Tribunales Tutelares de Menores (en adelante TTM) era la de proteger, educar y reintegrar al menor, pero en modo alguno castigarlo. De hecho –y de forma criticable aunque coherente–, para adoptar las medidas no se atiende a la gravedad del delito, sino a las circunstancias y necesidades morales y sociales del menor y a su personalidad. Es evidente que la consecuencia perversa de este criterio de intervención fue una enorme criminalización de la pobreza y la antisocialidad. Se denunció que el resultado de adoptar ese criterio era que delitos leves podían dar lugar a medidas muy duras y de una duración ilimitada cuando el menor se encontraba en un contexto social y familiar calificado de antisocial. En tanto que, en sentido contrario, delitos de mayor gravedad, que habían sido cometidos por menores “integrados”, recibían medidas menos punitivas, de menor duración, o que incluso se anulaban5

También queda manifiesto, por tanto, que el paternalismo ultrainterventor que está subyacente en la actuación de esta justicia tutelar lleva a prácticas penales ilimitadas y muchas veces al margen de todo tipo de garantías. Así, por ejemplo, se considera que todas las medidas son buenas, y dado que en lo bueno no hay medida, ni exceso, se legitima la imposición de las medidas de forma indeterminada hasta que se logre la “curación” del menor. Tampoco se perciben las garantías procesales como necesarias, porque no se pretende castigar al menor. Desde esa premisa, se considera que no es preciso un acusador, puesto que al menor no se le acusa de nada; ni un abogado defensor, porque los intereses a defender ya los defiende el juez; ni un procedimiento que coarte la absoluta libertad de criterio que debe corresponder al juez. En la misma línea, se considera que en esta jurisdicción –no judicial– lo que importa es la calidad y condición de las personas. Por ello, hasta la LOPJ de 1985 sólo se consideran requisitos imprescindibles para formar parte de un Tribunal Tutelar: ser licenciados en Derecho, tener más de veinticinco años, residir en el

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lugar donde se encuentra el TTM y, por encima de todo, presentar...

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