El menor ante la nueva realidad jurídica

AutorSol González Seoane
CargoProfesora Colaboradora de la USP CEU
Páginas1159-1181

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I Consideraciones generales

Henri Charlier distinguió certeramente dos aspectos fundamentales de los cambios apreciados en la humanidad durante los últimos siglos. De una parte, el progreso de los conocimientos técnicos y de las ciencias propiamente dichas, en las que se nota un avance general, lento, a veces, incluso, podría decirse que inmensamente tardo, en las primeras edades y para ciertos pueblos; muy rápido hoy entre nosotros. De otra, el cambio en los modos de pensar y en el valor moral del hombre, en donde el progreso, lejos de ser casi continuo como en el primer caso, es mucho más parecido en su representación a la hoja de temperatura de un enfermo. Hay épocas de moralidad buena y otras en que es detestable.

Y, en todas las épocas, sociedades de costumbres puras y otras que no lo son. Igual ocurre con el pensamiento: desde hace más de un siglo nuestrosPage 1160 intelectuales nos han querido hacer creer que los dos aspectos de la civilización iban a la par. Hoy se percibe que nada hay de esto.

Escribía Vallet de Goytisolo que «a los juristas -jurisprudentia est divinarum atque humanarum rerum nititia - nos toca luchar por evitar que, en nuestro campo, se pierda el conocimiento total y profundo del mundo y del hombre» única pauta posible del bien común por reconquistar aquella parte de esos conocimientos que pudiéramos haber perdido ya ... aunque, por ello, tengamos que sufrir el sambenito de que se nos llame retrógados.

Cabría formular una pregunta muy simple en apariencia. Es ésta: ¿Qué es el progreso? La palabra progreso se emplea en un doble significado: en primer lugar, como «ley del progreso» en la naturaleza; pero tal ley no es sino una mera confusión de pensamientos engendrada por la unión antinatural de la creencia que tiene el hombre de ser superior ante la naturaleza y de su convicción de que no es más que una parte de la naturaleza. Si cualquiera de estas dos creencias es verdadera, la otra es falsa. De tal suerte, que no es posible combinarla para producir una consecuencia lógica.

En su obra «L'homme contre lui même» Marcel de Corte escribe que «nadie efectivamente puede suministrar ni una sombra de prueba de que existe un progreso universal. Nadie puede demostrar que el progreso va hacia lo mejor. La razón es sencilla, clara y precisa: si nosotros nos hallamos englobados en tanto que estamos en la tierra, en un progreso universal y total, no es rigurosamente imposible hallar un solo punto de referencia gracias al cual pudiéramos juzgar si hay proceso. El progreso, sólo puede constatarse con referencia a un punto fijo. Siendo así, que por la propia hipótesis, no puede haberlos».

Un segundo sentido de la palabra progreso aplicada a la historia, se refiere al progreso histórico como realidad a juzgar en cada supuesto. A juicio de Collingwood la comprobación de su logro requiere el siguiente análisis: «si el pensamiento en su primera fase, después de resolver los problemas cruciales de esa fase y luego, mediante la solución de estos, se enfrenta a otros que lo derrotan; y si la segunda fase resuelve estos problemas ulteriores sin perder el dominio de la solución de la primera, de modo que halla un beneficio sin ninguna pérdida correspondiente, entonces ha habido progreso. Y no puede haber progreso en ningún otro sentido. Si hay alguna pérdida, el problema de contraponer lo que se pierde a lo que se gana, es una cuestión insoluble.

Al hilo de estas consideraciones se proclama hoy en nuestro país la necesidad de una profunda reforma de nuestras leyes civiles en materia de Derecho de Familia. Desde la rotunda afirmación de un Derecho Civil «progresista», se hace hincapié, por ejemplo, en la urgente necesidad de legalizar (más bien, «matrimonializar» las uniones de hecho). E, incluso más allá, dar carta de naturaleza, matrimonial, naturalmente, a las uniones homosexuales. El paso se dio mediante la Ley de 1 de julio de 2005. La propuesta gubernamental fuePage 1161 inequívoca: equiparar las uniones homosexuales al matrimonio, otorgándoles el derecho a la adopción. En la Exposición de Motivos de la Ley citada se lee que «la historia evidencia una larga trayectoria de discriminación basada en la orientación sexual, discriminación que el legislador ha decidido remover». Y, desde luego, a fe que tal discriminación ha sido removida.

No se nos oculta que estamos ante una solución delicadísima, una cuestión que está siendo objeto de seria discusión en buena parte de los países de la comunidad internacional de nuestro entorno. Ello porque afecta al corazón de la sociedad: la familia.

La clase política en el poder (y en cierto modo, también oposición) se deja llevar mansamente por las corrientes de un progresismo jurídico que tiene no poco de irreflexivo. Se ha actuado con prisa increíble, con inexplicable celeridad. Lo cual ha repercutido negativamente en el contenido normativo de la Ley. Se aprecia, como ha escrito el Profesor García Cantero, un notable deterioro de la habitual técnica legislativa utilizada para modificar un texto legal, venerable por secular, como es el Código Civil. Hemos escrito que el progresismo jurídico peca de reflexivo. Lo mantenemos por lo que tiene de peligroso. No se pueden violentar los ejes de la institución familiar, so pena de poner en riesgo a la propia sociedad. Sírvanos de ejemplo lo acontecido recientemente en Francia. Allí la izquierda francesa mantiene un vivo debate con ocasión del desafío que el alcalde de Bègles, Noel Mamère, presentó al Estado anunciando la celebración de una «boda Gay» para el pasado mes de junio. La respuesta de la Mesa Nacional del Partido Socialista Francés a tal desafío ha sido la propuesta aprobada sin votación. En cambio no ha prosperado otra propuesta de reforma legal para permitir a tales uniones la adopción de niños y la patria potestad conjunta. Aquí se impuso la cautela. Portavoces socialistas muy cualificados manifestaron que la idea estaba poco pensada y lamentaron que el PS hubiera hecho del matrimonio gay una prioridad artificial.

¿Se camina en España por derroteros análogos a los franceses? Así parece. No obstante, lo que está en cuestión es un problema de valores. Es lo cierto que, en nuestro país, la familia sigue funcionando relativamente bien y que no conviene hacer experimentos con ella. Estadísticas oficiales, hechas públicas recientemente por el Instituto Nacional de Estadística ofrecen datos dignos de reflexión serena. Por ejemplo: las parejas de hecho ya tienen cifra oficial (563.723). Verdad es que es una cifra sujeta a limitaciones porque no puede saberse si todos los ciudadanos que optaron por esa forma de convivencia lo han reflejado en los cuestionarios. Quizá la cifra sea más baja que la real. Otros piensan, por el contrario, que la cifra cuadra perfectamente con otros datos extraídos de macroencuestas anteriores. Así lo puntualiza Gerardo Meil, autor del estudio «Las uniones de hecho en España», CIS, 2003. Frente a esto, la cifra de matrimonios es de 8,9 millones de parejas casadas. El INEPage 1162 incluye dentro de estas «parejas de derecho» a las formadas por personas casadas aunque no lo estén entre sí, ya que resultan indistinguibles a efectos estadísticos. De otra parte, el INE ha contabilizado por vez primera en el censo de 2001 las parejas homosexuales que conviven. Pero sólo ha incluido a aquéllas que voluntariamente ha revelado datos sobre su relación de pareja. Han aflorado 10.474 uniones del mismo sexo. La mayoría, 6.855 son de hombres. Las parejas femeninas censadas ascienden a 3.619. Sigamos con las estadísticas: al finalizar 2005 habían contraído matrimonio homosexual menos de 350 parejas.

En todo caso el estudio de la evolución de las parejas de hecho, desde mediados de los años ochenta revela que esta forma de convivencia está en alza en España. No obstante la proporción es más baja que en otros países europeos. Finlandia y Noruega, con un 23 por 100 de parejas no casadas figuran en los primeros lugares.

Resulta curioso destacar esto: mientras que en Francia el debate sobre uniones de hecho y parejas homosexuales (y posibilidad de que tales puedan adoptar) se ha ralentizado, en España, por el contrario se dio un impulso rápido e inmediato a la cuestión. El destacado socialista francés Lionel Jospin ha dicho algo muy claro y sensato: «se puede respetar la preferencia amorosa de cada uno sin institucionalizar automáticamente las costumbres».

El citado Jospin, asombrado de que en la izquierda los tabúes no siempre están donde cabría esperar, afirmó que «se esboza una nueva tentación bien- pensante, incluso un temor a ser acusado de homofobia, que podrían impedir que el debate se desarrolle honestamente. Pero se puede reprobar y combatir la homofobia y a la vez no ser favorable al matrimonio homosexual, como es mi caso» (Le Journal du Dimanche, 16 de mayo de 2004).

En el mundo actual pocos son ya quienes hablan de bien y de mal. En realidad nadie con aspiraciones intelectuales suscita esta contraposición. Hoy se habla de valores. Las Constituciones se conciben como ordenamientos de valores. Incluso recientemente el primer ministro inglés ha declarado que la OTAN no debe defender territorios sino valores, ahora bien el discurso sobre los valores entraña profundas dosis de ambigüedad. Remitirse a ellos resulta trivial en ocasiones o peligroso en otras. El número de cosas que apreciamos y aborrecemos en común, en las sociedades modernas y desarrolladas, ha descendido, en relación con formas de vida más antiguas. También puede expresarse positivamente el mismo hecho, diciendo que ha aumentado la diversidad de las formas de vidas, de las convicciones y valoraciones. En definitiva, un relativismo dominante por completo.

Se habla de pluralismo y es este un concepto que en principio...

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