Mediterráneo: el naufragio de Europa

AutorJosé Manuel Rodríguez Uribes
CargoUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas537-544

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DE LUCAS, Javier. Mediterráneo: El naufragio de Europa, 2.ª edición, prólogo de Sami Naïr, Valencia: Tirant Lo Blanch, Valencia, 2016, 170 pp.

El nuevo libro del profesor Javier de Lucas que presento al lector del Anuario de Filosofía del Derecho no es un libro de ética. O mejor: no es solo de ética. Es mucho más que eso. Es un libro también de política. Y, por supuesto, de Derecho. Incluso, si se me permite, de educación para la ciudadanía y para los derechos humanos; es decir, es una buena y recomendable lectura para representantes políticos, jueces y ciudadanos en general de esta Europa a la deriva (esperemos que no definitivamente naufragada como se anuncia en el título) que está olvidando buena parte de sus principios, valores y obligaciones jurídicas fundamentales en relación con el desafío, en verdad global (capítulo 10 de este libro) que suponen la gestión de los fenómenos migratorios y de los derechos de asilo y refugio.

Javier de Lucas, Catedrático de Filosofía del Derecho y de Filosofía Política en la Universitat de València y uno de nuestros mayores expertos en derechos humanos, ha escrito este ensayo, que es también un manifiesto en el sentido más positivo del término, en el que además de denunciar nuestra insensibilidad o incapacidad moral hacia el destino de tantas personas, víctimas del hambre, de la pobreza o de la guerra (también de la intolerancia, de la persecución y del fanatismo) subraya nuestra enorme y directa responsabilidad (política y jurídica) derivada del incumplimiento de normas positivas que nos hemos dado (que nos dimos) voluntaria y deliberadamente, con las que nos comprometimos y que sin embargo incumplimos, también voluntaria y deliberadamente.

No estamos en el siglo xvi (re)iniciando la construcción de un pensamiento humanista que ofrece buenas razones (recordadas también en esta pequeña gran obra12) para reconocer la dignidad de todos los seres humanos, sino en el siglo xxi, con dos guerras mundiales a nuestras espaldas y tantas otras locales, con una historia de infamia pero también con normas de derecho positivo, nacional e internacional, situadas en lo más alto de la, si sirve la expresión, pirámide kelseniana, que nos obligan a obedecerlas, a actuar, a la solidaridad abierta e inclusiva que nos propone el autor y a garantizar efectivamente esa dignidad que, o es de todos o no es, priorizando su mejor expresión: los derechos humanos.

Unos derechos, sí, humanos (el adjetivo no es retórico y sí, afortunadamente, redundante en su formulación original), es decir, que no pueden pertenecer únicamente a los ciudadanos (son entonces un privilegio inaceptable) y que, por tanto, o hacemos que sean de todos o sencillamente, en una recuperación que no hubiéramos sospechado después de 1945 de la vieja crítica de Marx, sería mejor no hablar de ellos. No existe término medio en un concepto que es necesariamente universal, por definición, al menos así es desde Kant (nos lo recuerda también este iluminador libro que no es solo de ética,

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como decía, pero que también lo es), con su imperativo categórico y, en efecto, con su noción de dignidad: si los derechos humanos son solo los nuestros (o solo nuestros) además de una aporía, una contradicción en los términos, estamos ante un retroceso moral, ante una negación intolerable en pleno siglo xxi de la condición humana a miembros de nuestra misma especie, una gran inmoralidad, un renacido y perverso síndrome de Atenas evocado también por el profesor De Lucas y sobre el que volveré más adelante, una indignidad, en suma, incompatible con la Civilización como sinónimo de humanidad (humani generi unitas) que nos va a estallar, si no lo remediamos rápidamente, en la cara. Ni respetamos la universalidad que es una condición sine qua non de los derechos humanos, ni se los reconocemos y garantizamos precisamente a los que más los necesitan, cuando el origen de esta hermosa conquista moral estuvo precisamente en el ansia de protección y al tiempo de libertad de todos, pero en especial de los más débiles, de los más vulnerables, de los que no podían valerse por sí mismos. Ésta es la razón de ser del imperio de la ley en la tradición republicana, del reparto democrático del poder y de la incorporación de los derechos al Derecho para asegurarlos realmente, eficazmente; de que los derechos humanos sean normas y de que vivamos en un mundo con normas que evite la guerra de todos contra todos. Los ricos y los poderosos necesitan pocos derechos porque tienen la fuerza, el poder o los recursos. Se los negamos sin embargo a los que, con independencia de la imprescindible exigencia de universalidad, los necesitan más y con mayor urgencia; los necesitan porque no tienen otra tabla de salvación fuera de la ley (del Derecho) y de los derechos.

Por si esto no fuera suficiente, sabemos además, de nuevo con Kant, que cuando una pretensión o aspiración moral coincide exclusiva o excluyentemente con los intereses subjetivos de quien la defiende, entonces deja de ser moral. Son, en efecto, puros o meros intereses; preferencias personales o subjetivas, caprichos o deseos. Y estamos haciendo esto cuando, so pretexto de excusas o de medias verdades (como es sabido, la peor de las mentiras) egoístas casi siempre, señaladas con detalle en las páginas de este libro, les negamos los derechos a inmigrantes, a refugiados o a asilados, o mejor, a quienes aspiran legítimamente a serlo. Un interés particular, cobarde e insolidario, como puede ser «defendernos» de una presunta «invasión» (sic) o conservar nuestro bienestar situado por encima de los derechos más básicos (a la vida, al asilo, a la salud…) de otros seres humanos, difícilmente pasaría el test de la universalidad propuesto por el autor de Königsberg para que una aspiración humana sea moral, sea legítima, merezca su reconocimiento político y jurídico, es decir, sea un auténtico derecho. Es una «ética de las preferencias o de los deseos» que no puede (o no debería poder), en términos normativos, con una «ética de las reglas» (incluso diría: y de «las virtudes», en la mejor tradición...

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