El jacobinismo antirrepublicano de Manuel Fal Conde y del cardenal Segura

AutorS. Martínez Sánchez
Páginas105-113

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La sospecha de los gobernantes del primer bienio sobre la incompatibilidad entre catolicismo y democracia, la prisa por anular su influencia y los recelos antirrepublicanos que el anticlericalismo provocaron entre los católicos muestran a su vez el aumento, entre 1931 y 1936, de una formidable enemistad.

Que hubiese personas y actitudes favorables a la concordia entre Estado e Iglesia o entre la sociedad no católica y éstos, importa menos que el fracaso final de tales esfuerzos. Aquí se pretende analizar el pensamiento de Manuel Fal Conde y Pedro Segura durante el tiempo republicano, y comprobar cómo ambos rechazaron desde 1931 la colaboración entre la vieja Iglesia y el nuevo Régimen. El tiempo confirmó sus temores iniciales sobre el anticatolicismo de la República; y sus críticas se agravaron en 1933, en particular contra la CEDA y, en menor medida, contra una Acción Católica acusada por el carlista y el eclesiástico de ser un ariete para integrar al catolicismo en un poder civil incompatible con la Iglesia.

1. La firmeza de dos iconos

Nacido en 1880 en una familia de maestros burgaleses, Pedro Segura alcanzó pronto cargos de gran importancia religiosa y de notable relieve social. Tras ocupar los obispados de Coria y Burgos, en 1928 fue nombrado cardenal y arzobispo de Toledo. Exiliado en Roma, en 1937 Pío XI le nombró arzobispo de Sevilla. Murió en 1957, apartado pocos años antes del gobierno de la diócesis por Pío XII.

Sus formadores en el seminario de Comillas le definieron como trabajador, responsable, tenaz, dócil y con aptitudes para la docencia. Alfonso XIII, en el viaje por Las Hurdes en 1921 siendo entonces mons. Segura obispo de Coria, comprobó su celo. Sus sentimientos monárquicos los reforzaron las reuniones periódicas del Real Patronato de Las Hurdes, creado a continuación de aquel viaje. El rey, por su parte, le demostró su confianza proponiendo que ocupase las sedes de Burgos y Toledo.

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En sus escritos, ya desde 1920 sobreabundan las referencias al pasado glorioso español, un origen idealizado sobre el que regenerar cristianamente el país. La meta de sus esfuerzos y anhelos era la base de partida: llegar al futuro caminando hacia el pasado. La la degeneración moral de las sociedades contemporáneas, España incluida, se explicaba por la actitud acomodaticia de los católicos y la actividad de los enemigos de Patria e Iglesia. La República agravó esta ruina espiritual hasta lo indecible -creyó Segura- por su beligerancia laicista y por la pasividad y acatamiento que le ofrecieron los católicos.

Tras esta percepción latía una pesimista idea sobre la maldad de un mundo en continua decadencia, lo que subrayó en numerosas ocasiones en público y en privado. Expuestas en otro sitio las razones de esta actitud205, no extraña entonces su sintonía con quienes pensaban como él, ni su tajante rechazo a quienes no coincidían con su rotunda visión de la realidad, rechazo que también vino por su temperamento diamantino. La integridad moral y la pureza intelectual fueron, pues, dos rasgos que deberían tener quienes aspirasen a ser sus amigos políticos. Muy pocos pudieron reunir estos requisitos: lo lograron dos figuras del universo político español de la primera mitad del siglo XX, Manuel Senante, director del periódico integrista El Siglo Futuro, y Manuel Fal Conde, con quien Segura mantuvo una copiosa correspondencia durante la República, una de las bases documentales del presente trabajo.

Fal, nacido en 1894 en Higuera de la Sierra (Huelva), concibió la política como una responsabilidad cristiana y una llamada de Dios a velar por el bien común, de modo que vinculó la defensa del catolicismo con el partido integrista al que pertenecía. Y, como Segura, también creyó que la Comunión era la única fuerza política que defendía a la Iglesia, tanto de sus muy activos enemigos anticlericales como de los católicos atrapados por el sueño republicano. Ambos veían estrechamente vinculada la fe cristiana y una monarquía tradicional completamente idealizada.

A Fal, su ascenso en el carlismo le sobrevino tras convocar en marzo de 1930 a otros líderes carlistas andaluces, para unificar las familias mellistas, integristas y jaimistas. En octubre de 1930, por su juventud y dotes organizativas fue nombrado Delegado en Andalucía del partido integrista y del pretendiente don Jaime. Esta unificación personal antecedió a las conversaciones para la unidad dinástica entre alfonsinos y carlistas en 1931 y 1932, fallidas en último término. De hecho, tal unidad solo ocurrió entre la familia carlista, al nacer en enero de 1932 una Junta Nacional Suprema formada por ilustres de las tres facciones ahora unificadas.

Fal descollaba en Andalucía, pero su influencia dotó a la Comunión de una nueva concepción y reorganización nacionales, al asumir en 1934 y 1935 los cargos de secretario general y de jefe delegado. Poseía, como Segura, idénticos recelos antiliberales y una parecida energía para acometer sus proyectos, o condenar los que - a su juicio- carecían de garantías de ortodoxia tradicionalista. Por esto, confió sus

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planes personales y políticos al cardenal Segura, que se convirtió para él en un director espiritual y en un relevante consejero político durante los años republicanos.

La sintonía ideológica explica esta confianza. Además, para no pocos católicos, la República convirtió al cardenal en un icono ejemplar, injustamente llevado al matadero político. El propio don Pedro aludió repetidamente en su epistolario al contraste entre la vieja historia martirial de la Iglesia y la del presente, sin personas dispuesta a morir -no tanto a matar- por defender la fe. Y él, depuesto por esa rara integridad, era el maestro ideal para recomendar una firmeza inquebrantable en la defensa de la Patria Católica a alguien como Fal, crecientemente radicalizado por el anticlericalismo y la colaboración católica con la República, el peligro decisivo para ambos.

2. El peligro anticlerical, 1931-1933

Al renunciar Segura al arzobispado de Toledo a fines de septiembre de 1931, Francesç Vidal i Barraquer quedó como intermediario episcopal, pero debilitado porque el Gobierno defraudó las promesas de un mejor trato a la Iglesia en los debates constitucionales si Segura desaparecía. Por ello, el de Segura aparecía como un sacrificio estéril y su eliminación le dejaba moralmente fortalecido ante quienes creían que ceder solo agravaba el anticlericalismo y que la correcta postura era una resistencia total.

Fal era uno de ellos. En Sevilla había puesto en marcha el periódico El Observador, donde justificó en julio de 1931 que si la República equivalía a revolución, entonces los católicos debían rechazar la "subversión del orden, el ataque a la Religión, la ausencia de la autoridad como tal autoridad"206. Su rebeldía contrastaba con el consejo que Pío XI envió a los obispos españoles días después de aprobarse el artículo 24º de la Constitución, explicando que las reclamaciones católicas debían circular por vías justas y legítimas. El pontífice elogió en público a un mons. Segura recién llegado a Roma. En el consistorio de Navidad, ante los cardenales de Curia, le llamó "un testigo ocular de la tormenta", que percibió en "toda su gravedad" y por la que se ofreció como víctima2...

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