El personal de la administración local y el nuevo marco regulador de la función pública

AutorLeopoldo Tolivar Alas
CargoCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Oviedo
Páginas9-46

El presente artículo se corresponde sustancialmente con la ponencia expuesta en las Jornadas de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) sobre «La Administración Local ante los retos de los desarrollos Estatutarios», celebradas en Madrid del 1 al 3 de diciembre de 2008.

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I Sobre la terminología: ¿objetividad o deshumanización?

Aún cuando esta observación sea obvia, ¿cuántas veces en las leyes, en los Decretos de Transferencia, en las sentencias o en los manuales no habremos leído la expresión «medios materiales y personales», con la que se nos coloca a los empleados públicos al mismo nivel que un mueble de oficina1La función pública, ¿es sólo un medio para alcanzar un fin o es algo en sí misma? ¿Estamos cosificados los funcionarios? Y en el ámbito local, ¿qué papel instrumental ha de jugar el personal estatutario o, en su caso, el laboral?

Es cierto que, por mandato constitucional, la Administración debe servir con objetividad los intereses generales, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho2y que esa proscripción de intereses particulares de funcionarios se manifiesta en la imposición de «garantías para la imparcialidad en el ejerci-

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cio de sus funciones»3, comenzando por las reglas de abstención y recusación4que también afectan a las autoridades o cargos públicos. Esos fines vinculados a la utilidad pública o al interés social de la colectividad justifican la actividad de la Administración y el apartamiento de los mismos es tan fiscalizable por los Tribunales como la comisión de una ilegalidad5.

Los empleados públicos, en suma, ¿no son también un fin para el Derecho? La materia de organización siempre se ha visto, quizá por un prejuicio doctrinal de origen germánico, como una técnica variable y poco consistente al lado de la actividad de las Administraciones, más científica y sólida y menos contingente. Se suele señalar que al particular -y es cierto- le da lo mismo que haya quince ministerios o veinte o que tal consejería o concejalía se llame de una manera o de otra. Eso tiene poco de jurídico y raramente puede afectar a sus derechos e intereses. Los cambios organizativos buscan, utópicamente, la racionalidad, la economía, la eficacia, la eficiencia... lo que está muy bien y permite expresar políticas propias de cada opción política ganadora de unos comicios en los distintos niveles territoriales. Pero la política de personal, como juristas más sensibles vienen denunciando, no puede meterse en el mismo saco que el número de rótulos, de despachos, de mesas o de ordenadores. Los funcionarios son el elemento vivo, el factor humano, de una Administración imparcial pero no despersonalizada6. La robótica o el acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos7no elimina al funcionariado; al revés: lo cualifica con la exigencia de nuevos conocimientos y responsabilidades porque tramitación telemática no equivale a procedimiento anónimo e irresponsable.

Que los funcionarios no son sólo una herramienta, un recurso humano8para la satisfacción de un fin se desprende de distintos preceptos constitucionales y

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legales. Su incardinación en el seno de la Administración los coloca en una relación de especial sujeción9con aquélla, en la que se crean o limitan derechos y se imponen obligaciones, alterándose algún estándar general como puede ser el llamado «deber de soportar», trascendental de cara a la exigencia de responsabilidad patrimonial a los poderes públicos10. Es claro que un sujeto con derechos laborales frente a la Administración, profesionales y retributivos, inamovible, con un régimen singular, a veces restrictivo, de ejercicio de derechos fundamentales no es un mero «medio» estático, mutable e inanimado. No es un objeto para el derecho sino un sujeto de derechos y deberes.

Es también el funcionario, como se acaba de decir, un trabajador. No se trata de que, a través del empleo público, las Administraciones satisfagan el desiderátum del principio rector contenido en el artículo 35.1 de la Constitución Española (CE). Mal está la inflación funcionarial en las Administraciones, cues-tión que se observa en numerosos países de la Unión Europea, pero esa crítica, cuando proceda, no puede convertirse en un estigma para el trabajo público tan digno y, si cabe, más necesario que el que se desarrolla en ámbitos privados. Por tanto, sin que la finalidad, como se apunta, deba ser emplear cuantitativa e indiscriminadamente, sino en función de las necesidades reales, es evidente que a las Administraciones les atañen el respeto al derecho al trabajo, a la promoción a través del mismo, al abono de las retribuciones suficientes para satisfacer las necesidades del empleado y su familia y a la no discriminación por razón de sexo. Mandatos constitucionales que se complementan con desarrollos legales y Convenios internacionales en los que España es parte. Las Administraciones, por tanto, han de ser escrupulosas a la hora de ordenar esos recursos humanos, en nada comparables con unos medios materiales que ni tienen que promocionar, ni ser sustento de nada, ni son titulares de derechos igualitarios.

En fin, los empleados públicos son profesionales11, que han ejercido el derecho constitucional a la libre elección de una actividad especializada12y retribuida. Profesionales a los que las Administraciones, personas jurídicas al cabo, encomiendan el servicio a los ciudadanos convirtiéndose así en sus interlocutores identificados y responsables13. El error de una máquina, el manido «fallo informático», podrá, si causa un daño indemnizable, ser objeto de la responsabilidad objetiva de la Administración. Pero si media dolo, culpa o negligencia grave de un funcionario -o autoridad-, la Administración exigirá, por vía de

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repetición, el correspondiente quántum al empleado público14quien, eventual-mente, podría incurrir también en la responsabilidad derivada de delito, existiendo una amplia tipología criminal vinculada al empleo público15.

En definitiva, las personas que encarnan el empleo público son, para el Derecho, materia sensible y algo más que materia. Hora es, por tanto, en estos tiempos tan cuidadosos del lenguaje no peyorativo o discriminatorio, de dignificar terminológicamente a los funcionarios puesto que nadie llama, ni coloquial ni técnicamente, medios o recursos personales a ministros, consejeros o alcaldes. Y ellos son, en virtud del principio democrático, más variables en la estructura administrativa que los funcionarios inamovibles, auténtico sedimento del funcionamiento regular y continuo de los servicios públicos. La sensibilidad de la temática funcionarial, como se ve, sí caló en los redactores de la Constitución que, no en balde, configuraron como derecho fundamental, susceptible de recur-so de amparo, el acceso en condiciones de igualdad a funciones públicas (y cargos), «con los requisitos que señalen las leyes» (art. 23.2 CE).

II El concepto de funcionario y el estatuto básico
1. Elementos definidores del funcionario en la normativa básica

No en balde, de una lectura conjunta de los artículos 8 y 9 del Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP)16puede colegirse que los funcionarios de carrera son aquellos empleados públicos que, en virtud de nombramiento legal están vinculados a una Administración Pública por una relación estatutaria regulada por el Derecho Administrativo para el desempeño de servicios profesionales retribuidos de carácter permanente prestados dentro de una actividad dirigida a la satisfacción de intereses generales predeterminados. A esta clase de personal, las leyes han de reservar en exclusiva el ejercicio de funciones que impliquen la participación directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas o en la salvaguardia de los citados intereses generales de cada Administración. Parece, por cierto, un tanto exagerada la expresión «participación

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directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas», toda vez que, si es entendible con respecto a la potestad certificante o a la de dar fe pública, o la sancionadora, no deja de ser poco realista pensar que, ni indirectamente, puede el personal no estatutario cooperar en el ejercicio de la potestad expropiatoria -cuando el beneficiario puede ser un privado y participa en el procedimiento-, de la potestad planificadora -cuando hay planes de iniciativa privada, gestiones por compensación, etc.- o, incluso, de elaboración de ordenanzas, donde la participación es pieza fundamental. Obsérvese que el EBEP no habla de «resolución» o de «responsabilidad en la tramitación», sino de «participación directa o indirecta». Bien es cierto que, en el ámbito local, como luego veremos...

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