«Literatura e historia». El testimonio del teatro

AutorIgnacio Amestoy
CargoAutor Dramático
Páginas89-114
240
«Literatura e historia». El testimonio del teatro
IGNACIO AMESTOY
AUTOR DRAMÁTICO
A la hora de contemplarse el tiempo en el teatro desde el punto de vista semiótico,
se aprecian tres ámbitos: el histórico, el psicológico y el ritual. Unos tiempos que
estarán implícitos en la literatura dramática escrita por el dramaturgo y que co-
brarán vida en el hecho escénico a voluntad de sus artífices ante un público.
El tiempo ritual tiene que ver con el acto sacrificial inherente al teatro. Sin rito
no hay teatro. El teatro, tanto en la tragedia como en la comedia, muestra un hiato
en un discurrir personal o colectivo, producido por un acontecimiento no previs-
to, un desorden que, al cabo, tras ser reconocido y purgado, hace que las aguas
vuelvan a su cauce, y el discurrir personal o colectivo se normaliza. Pero, siempre,
el rito; en el auto sacramental o en el vodevil.
El tiempo psicológico, por su parte, vertebra la mímesis —con mayor inten-
sidad o fidelidad— que el teatro busca al tener que convertirse en espejo del ser
humano y de sus comportamientos. Un tiempo psicológico que tiene que ver
con el tiempo del encuentro teatral pretendido, sea más ritual o más mimético
el hecho escénico.
Y, en tercer lugar, el tiempo histórico. Que está en relación con la contempora-
neidad. Porque el teatro es contemporáneo o no es teatro. El actor y el espectador
viven el mismo momento histórico y, quieran o no, lo que ocurra en el hecho
escénico forma parte de su experiencia, en el momento de producirse y después.
La contemporaneidad de la que hablamos, las más de las veces, se produce cuan-
do el hecho escénico tiene como punto de partida una obra de teatro creada en la
encrucijada histórica por la que transitan artífices y espectadores. Es decir, que el
hecho escénico tiene una correspondencia directa con los hechos contemporá-
neos. En otras ocasiones, son obras del repertorio que por las vicisitudes de los
personajes, a pesar del anacronismo o sirviéndose de él, son también espejo del
ser humano, en su simple trayectoria, siempre repetida del nacer, desvivirse y morir.
Así, nos encontraremos con obras teatrales que hacen historia porque su literatu-
ra dramática es testimonio de una peripecia que emisores y receptores han vivi-
do, como en Los persas, de E sq ui lo, o La indagación, de Peter Weiss. O piezas
dramáticas que toman prestado del pasado histórico alguna circunstancia que,
«mutatis mutandis», es un suceso que el ser humano repite en la contemporanei-
dad. La Numancia, de Cervantes, o el Enrique VIII, de Shakespeare, son ejemplos,
en el más amplio sentido de la palabra, en cuanto a los que estamos diciendo.
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Estas dos perspectivas se dan conjuntamente en la obra de teatro que Hamlet
propone a los cómicos representar ante su madre y su tío, los asesinos de su padre.
Él les pide que representen en la corte, ante el rey usurpador y su cómplice, un
obra de su repertorio, que se supone él contempló en su día, La muerte de Gonza-
go. Los cómicos dicen que sí. Y Hamlet les pregunta si podrían aprender unos
versos, doce o dieciséis líneas que él quiere escribir para incorporar en la pieza,
que tendrán que ver con el asesinato de su padre. Un agregado dramatúrgico, que
diríamos hoy. Y la pieza histórica, que el príncipe llamará —«metafóricamente»,
dice— La ratonera, trata de un crimen cometido en Viena, siendo los asesinos un
duque que se llama Gonzago y su mujer Baptista. Y al texto de repertorio Hamlet
agrega los diálogos de su madre y su tío, plausibles en el entorno del asesinato que
cometieron; es decir, textos que ellos mismo han podido pronunciar. Todo ello
para ofrecer, como les dice Hamlet a los cómicos, un espejo —siempre el espejo—
en el que se vea la virtud o el vicio, con las maneras de lo contemporáneo.
Postulados que el teatro desde sus orígenes ha tenido como propios y los
sigue teniendo. Es significativo que una de las obras de las que se tiene noticia,
ya citada, Los persas, de Esquilo, sea el mejor ejemplo de lo que decimos. Hay
que recordar que en la Gracia de Esquilo, Sófocles y Eurípides las tragedias y
comedias no pasaron en un principio a formar parte de un repertorio. O sea,
que se escribían y preparaban para ser representadas una sola vez. Nacían, vi-
vían y morían en la contemporaneidad. Luego vino la obsesión por el museo.
Muy respetable, por supuesto.
Los persas, de Es quilo
En el 494 a.C., Mileto, en el Camino Real, de Éfeso a Susa, es incendiada por los
medos. Cuatro años más tarde, el persa Darío se propone aplastar a los griegos.
Atraviesa el Egeo con seiscientas naves, de las que cien son de guerra y quinientas
de transporte. Y tiene lugar la batalla de Maratón, donde Milcíades derrota a Darío.
Al cabo de diez años, el hijo de Darío, Jerjes, vuelve a intentar el sometimiento
de los griegos. Esta vez, llega a las cercanías de Atenas con mil doscientas naves, de
las cuales cien serán de guerra. Los servicios de inteligencia griegos, vamos a llamar-
los así, convencen a los persas de que el lugar más favorable para la batalla será
Salamina, una trampa en la que caen Jerjes y los suyos. Y Temístocles obtiene una
victoria trascendental para Grecia, de mayor relevancia que Maratón, pero que no
tuvo un Fidípides o un Eucles que rubricaran con sus carreras la victoria.
Se sabe que Esquilo participó en las dos batallas, en la de Maratón y en la de
Salamina, con 35 años en la primera y con 45 en la segunda. Él se sintió más
honrado por haber luchado en Maratón, lo que le movió a ordenar que el dato
figurase en su tumba. Pero Esquilo, de la segunda de las batallas, la de Salamina,
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