Liberalismo etnocéntrico y orden cosmopolita: adversus Rorty
Autor | Evaristo Prieto Navarro |
Cargo | Universidad Autónoma de Madrid |
Páginas | 107-137 |
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El pluralismo parece haberse convertido en el tema de nuestro tiempo, y ello no sólo en las escuelas de la filosofia profesional, en los que ha adquirido una centralidad innegable, sino sobre todo como preocupación práctica, social y política. La aprehensión en conceptos de este hecho parece desafiar las posibilidades lexicográficas del pensamiento más tradicional, cortado al talle, más o menos disimulado, de la uniformidad de intenciones, afectos y creencias que campa en el interior de la comunidad ideal ilustrada. Pero lejos de estos tiempos en que la dominación del pensamiento y la acción europea se imponía sin fisuras, el fantasma de la alteridad se agita no sólo ante nuestras puertas, sino incluso dentro de nuestras viviendas, antes a salvo. El liberalismo precisa, en esa medida, de una reformulación que siga preservando su utilidad de cara a una integración social que haPage 108 ampliado su escala a dimensiones prácticamente planetarias, al menos según su intención declarada.
Las respuestas dentro del campo liberal son igualmente diversas, aunque se dejan agrupar fundamentalmente en dos bandos medianamente bien delimitables. De un lado, los que reconocen que el liberalismo no puede y no debe ir más allá del establecimiento de un modus vivendi, que permita una convivencia por así decirlo «ecológicamente estable» entre las distintas formas de vida, sin cuestionarse más allá su valor mutuo o las posibilidades de su traducción recíproca y, mucho menos, de una supuesta asimilación final. Las diferencias campan por sus respetos, y la coexistencia pacífica demanda de actitudes que oscilan entre la indiferencia inocua y la curiosidad meramente utilitaria, que facilite un estar juntos sin fricciones. De otro lado, el proyecto genuinamente ilustrado, cosmopolita en su intención original, desea ir varios pasos más allá, preguntándose por las posibilidades reales de diálogo entre las culturas, con la vista puesta en la fundamentación de una forma de vida común que rebase el pragmático acomodamiento de las diferencias. Con esa meta, propone el establecimiento exigente de procedimientos e instituciones cosmopolitas que permitan la fecundación entre culturas, su mutua contaminación. La forma de vida resultante podrá tener similitudes con la actual, pero no dejará incólumes muchas de nuestras creencias, sentimientos e intereses presentes.
La primera de las posturas está ejemplificada por liberales como John Gray, Michael Walzer y, sobre todo, Richard Rorty, al que dedicaré las líneas siguientes por la provocación y peculiaridad de su propuesta. La segunda está abanderada por los filósofos neokantianos Jürgen Habermas y John Rawls, y recluta a aquellos aún convencidos de que un universalismo exigente es lo único que nos queda para conjurar con algunas posibilidades de éxito la fragmentación que viene. Una tercera vía, por último, sería la representada por aquellos autores que, sin adscribirse a las filas del universalismo filosófico, por descreer de la existencia de una naturaleza humana transcultural, sí que se reclaman de un cosmopolitismo atento y respetuoso con las diferencias. Se trataría, en palabras de uno de sus exponentes, el antropólogo Clifford Geertz, de navegar entre la Scylla de un cosmopolitismo vacuo y una tolerancia liberal condescendiente, y el Caribdis del etno-centrismo más descarnado.
El interés de Richard Rorty1 y de su peculiar proyecto de cosmopolitismo sin filosofía, encarnado en el liberalismo pragmatista, resi-Page 109de en su peculiar conjuro de la seducción del fundamentalismo filosófico, entendido como un intento de establecer metafísicamente las bases de nuestros discursos, teóricos y prácticos, al tiempo que parece poder ofrecer una solución al problema del trato con el pluralismo valorativo, que tantos quebraderos de cabeza ha ocasionado a la teoría liberal contemporánea. El innegable atractivo, y el poder teórico de conceptos, o al menos intuiciones, como su ironismo liberal, su idea de la imaginación moral, su desmentido del formalismo racionalista o de las dicotomías tradicionales entre razón y sentimiento, obligación y benevolencia, aportan un interés añadido a lo que se declara un proyecto de renovación del liberalismo sobre supuestos reformistas.
El problema, desbrozado en las líneas que siguen, consiste en que, tras esta capa de tolerancia de nuevo cuño y de liberalismo cosmopolita laten intenciones menos benévolas, abiertamente etnocéntricas en su intención. La ausencia de un fundamentalismo filosófico acaba transformándose en un fíat al fenómeno irrebasable de nuestra cultura, y la tolerancia se resuelve en una condescendencia admitida hacia lo ajeno. La tensión entre universalismo y particularismo parece decantarse del lado del último, con lo que se frustran muchas esperanzas y posibilidades que podían y debían haber sido proseguidas consecuentemente por Rorty2.
Las bases de la filosofía de Richard Rorty se establecen en torno al desmentido del platonismo, entendido como intento de fundar una realidad última, trascendente y ahistórica, enfrentada al tráfago de los fenómenos empíricos. Este desmentido no nos aboca, como venía sucediendo en el flujo de la historia de la filosofía, a la sustitución del antiguo planteamiento por una nueva teoría, contrapuesta a la anterior, sino al abandono definitivo del léxico metafísico tradicional. Rorty, imbuido del pragmatismo3 -más en la línea de John DeweyPage 110 que en la de Charles S. Pierce- denuncia toda propuesta intelectual que rebase la utilidad práctica, el servicio al fin modesto de acrecer el bienestar y la satisfacción de las necesidades sociales, algo que la filosofía en sus antiguos ropajes no parece estar en condiciones de ofrecer. Para Rorty, la historia es una sucesión ininterrumpida de metáforas, de narrativas que se entienden como propuestas de auto-descripción de individuos y colectivos, enjuiciables, todo lo más, por el supuesto servicio que prestan a los intereses y necesidades sentidos como más apremiantes.
Para el pragmatista Rorty, contextualismo e historicismo son indeclinables. No podemos prescindir de nuestras comunidades de socialización, en las que hemos adquirido nuestros hábitos interpretativos y de acción, y tampoco hay que considerar negativamente el que tengamos que partir de una tal instancia sustancial y localizada para justificarnos. Epistemológicamente, no se puede no ser etnocéntrico 4, ya que no preexiste plataforma ahistórica o trascendente alguna desde la que fundamentar con carácter previo, o aun retrospectivo, nuestras intuiciones y prácticas. La «mirada desde ningún lugar» (Nagel) como tribunal supremo de la objetividad de lo real tan sólo constituye una trampa o, cuando menos, un consuelo metafísico para paliar nuestra inextirpable finitud y contingencia como seres humanos de carne y hueso5. La impugnada retórica de la objetividad debería ser suplida por una nueva retórica de la solidaridad, que reconoce el hecho innegable de que es la pertenencia a una comunidad social bien delimitada la que establece la posibilidad de un solapamiento mínimo de lecturas y justificaciones de una realidad compartida.
El reconocimiento de la provincialidad de nuestros saberes, y de la imposibilidad de la trascendencia metafísica en pos de una esencia inmutable de lo real no debe hacernos perder de vista otro hecho capital. Nuestras imágenes, nuestros modos de descripción de nosotros mismos y de lo que nos rodea, son contingentes y dependen de unaPage 111 constelación azarosa de circunstancias que puede desaparecer con la misma premura con que surgió. Esta consciencia de la falibilidad debe precavernos contra una entronización apresurada de nuestra propuesta práctica de vida como culminación y cifra de la historia de la humanidad. El ironista, figura imprescindible de nuestra cultura moderna, se define por esta conciencia de la caducidad y el azar. Esta cura antidogmática, sin embargo, no nos fuerza a abandonar nuestras esperanzas liberales en una sociedad en la que el sufrimiento se vea rebajado y las necesidades sean cubiertas de modo creciente6. Frente a una crítica civilizatoria que ha cobrado impulso en los epígonos de Nietzsche, Rorty aboga por la necesidad de subrayar los logros de la cultura cívica democrática como autodescripción de la modernidad. De ahí que el pragmatismo se reivindique como optimismo democrático y como reformismo7 anclado en la esperanza en el poder expansivo de la solidaridad. El énfasis en la invención, más que en el descubrimiento, en la acción por encima del conocimiento, nos coloca ante la tarea incesante de recrear nuestras creencias e instituciones, y de recrearnos a nosotros mismos sin el parapeto a menudo falaz y esterilizador de los dogmatismos legados.
El descrédito de la metafísica y la expulsión del universo de la filosofía de todas sus dicotomías clásicas se explica en esta vertiente práctica por su inutilidad devenida para servir a los fines de una comunidad liberal. Rorty no niega que la metafísica fue en tiempos necesaria y que desempeñó un papel de innegable importancia en el desmantelamiento de la imagen religiosa del mundo, y en la salida del género humano de esa minoría de edad que reclamara Kant como fin de la Ilustración. Pero nada parece avalar a día de hoy que esta necesidad de emancipación subsista, por lo que la presencia de las categorías trascendentales, en el ropaje que sea, ya como...
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