El tránsito del Antiguo Régimen al Liberalismo gaditano en la esfera local durante el primer tercio del siglo XIX en Salamanca
Autor | Regina Polo |
Cargo | Profesora Titular de Historia del Derecho y de las Instituciones. Universidad de Salamanca |
Páginas | 72-91 |
Regina Polo Martín. Profesora titular de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Salamanca, ha cultivado hasta el momento en su trayectoria investigadora dos principales líneas de investigación: la primera sobre “El régimen municipal castellano en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna”, y la segunda, en la que se inserta este trabajo, sobre “Antiguo Régimen y Liberalismo: la implantación del modelo constitucional en el ámbito provincial y local en la primera mitad del siglo XIX”, que se han plasmado en un conjunto de monografías y artículos en los que realiza aportaciones importantes acerca de los temas antes indicados.
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Allá en los albores del siglo XIX la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812 supuso sin duda alguna el punto de partida de la implantación del régimen liberal en España y de la liquidación del absolutista del Antiguo Régimen. La nueva organización constitucional gaditana fue en definitiva una reacción contra el inmovilismo secular de la absolutista, ya que mientras que ésta última representaba un tiempo pasado, la gaditana, caracterizada por propugnar un modelo de estado centralizador y jerarquizado, encarnaba el futuro y suponía la plasmación de los ideales de las revoluciones liberales burguesas de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.
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Ese punto de partida, ese arranque, que se prolongó, con numerosas interrupciones, durante el primer tercio del siglo XIX, fue un largo e intermitente camino que concluyó en 1833, fecha del fallecimiento de Fernando VII y a partir de la cual quedó definitivamente instaurado el Liberalismo en España, aunque paradójicamente conforme a otro modelo, el doctrinario, diferente del propugnado en la Constitución de Cádiz.
Ese camino fue arduo y tortuoso, ya que el constitucionalismo gaditano tuvo que enfrentarse a las últimas bocanadas del absolutismo alentadas por Fernando VII, de manera que durante este primer tercio del siglo XIX alternaron períodos absolutistas y liberales, siendo en realidad muy pocos y breves las épocas en las que se estableció la nueva estructura gubernativa gaditana. En concreto, dos etapas: la primera, la de la promulgación de la Constitución, desde marzo de 1812 hasta el retorno del rey en mayo de 1814, y la segunda, la del Trienio, de marzo de 1820 a octubre de 1823.
Además, en estas dos etapas, su implantación estuvo dificultada y condicionada por los avatares de las circunstancias políticas del momento: la Guerra de la Independencia y sus secuelas con un país destrozado en el que en los territorios ocupados y dominados por los franceses se había establecido de manera incipiente e incompleta otro modelo organizativo, el josefino, que también pugnó en esos años por diseñar la organización administrativa del Estado en la primera, y la lucha a partir de abril de 1823 contra los Cien Mil Hijos de San Luis que habían penetrado en la Península, en ayuda de Fernando VII, para restablecer el absolutismo en la segunda.
El objetivo de esta comunicación es analizar esta intermitente implantación de la nueva organización institucional gaditana en las esferas municipal y territorial, ilustrándolo, además, con lo acontecido al respecto en una provincia y ciudad concreta, la Salamanca de la época1. Esta doble perspectiva, en la que teoría y práctica corren paralelas, me permite constatar, junto con las nuevas disposiciones que configuraron ese nuevo modelo organizativo: los artículos 309 a 337 de la Constitución de Cádiz y diversos decretos y disposiciones posteriores promulgados por las sucesivas Cortes reunidas en ambas etapas, cómo y cuándo se instauró, las instituciones y autoridades en que se plasmó y los principales problemas que se plantearon en Salamanca y su provincia. Hay que precisar que en tierras salmantinas la primera etapa de vigencia de esta nueva organización gaditana, debido a las tres ocupaciones que sufrieron la provincia y capital salmantinas2, se vivió de forma interrumpida: cinco meses, desde junio a noviembre, en 1812 entre el fin de la segunda y comienzo de la tercera ocupación, y un año, desde finales de la tercera, en mayo de 1813, hasta que también en mayo de 1814Page 75 retornó Fernando VII y con él de nuevo el absolutismo. La segunda se desarrolló desde comienzos de marzo de 1820 hasta el 21 de mayo de 1823, fecha en la que la ciudad fue recuperada por las tropas realistas.
Lógicamente, esta tarea implica contraponer esta nueva organización, la constitucional gaditana, con la anterior absolutista, para destacar los importantes y transcendentales cambios que supuso esa implantación.
Así, en la esfera municipal, frente a los viejos ayuntamientos absolutistas, presididos por los corregidores e integrados por los regidores, cuyos oficios podían ser perpetuos o renunciables, y desde el Auto Acordado de Carlos III de 1766 también por unos cargos que pretendían ser de representación popular, los diputados del común y los procuradores síndicos personeros, la Constitución de Cádiz ordenó la creación de otros diferentes, los constitucionales, tanto en su composición como en la forma de designar a sus miembros, que pasan a ser de elección popular. Hecho destacado fue la desaparición de los corregidores de la vida municipal después de más de cinco siglos de existencia.
Y en la territorial, frente a la caótica división de la época absolutista con múltiples demarcaciones: intendencias, provincias con una finalidad estrictamente fiscal, corregimientos, etc., que se superponían e interferían unas con otras dificultando enormemente la actuación de las autoridades que estaban a la cabeza de las mismas, el texto gaditano ordenó tajantemente que se realizase una nueva, que se tenía que plasmar en una división provincial racional y que sirviese de base para las nuevas demarcaciones jurisdiccionales, militares, etc., creando al mismo tiempo un nuevo representante del poder central en las provincias, el jefe político, y una nueva institución encargada de promover la “prosperidad” de cada una de esas provincias, las diputaciones.
La organización absolutista a comienzos del siglo XIX, por lo que se refiere a la esfera municipal, descansaba sobre dos instituciones, que se remontaban ambas a la Baja Edad Media: el corregidor y el regimiento.
Los corregidores, oficios de designación regia que presidían las reuniones del ayuntamiento y desempeñaban numerosas funciones en la vida municipal siendo los agentes regios por excelencia en las ciudades, en los albores de la decimonovena centuria se habían convertido en cierta medida en “oficios funcionariales”3, que a partir de la Real Cédula de 21 de abril de 1783 se dividían en tres clases: entrada, ascenso y término, que los titulares tenían que recorrer pasando de un escalón a otro por antigüedad y méritos. Es decir, se formó un escalafón que dio lugar a corregimientos de primera, segunda y tercera, que a su vez podían ser de letras o de capa y espada, siendo en este último caso auxiliados para el desempeño de sus funciones jurisdiccionales por los alcaldes mayores. Además, sus competencias y atribuciones quedaron determinadas en la Instrucción de 15 de mayo de 17884.
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Los regidores, también presentes en la vida municipal castellana, al igual que los corregidores, desde el siglo XIV, dominaban el gobierno de las ciudades, puesto que tenían voz y voto en la reuniones del ayuntamiento y decidían sobre todos los asuntos importantes para el buen desenvolvimiento de las cuestiones municipales, manejando, en numerosas ocasiones de manera corrupta, los fondos municipales. A comienzos del siglo XIX, acaparados por nobles y burgueses, eran unos oficios totalmente patrimonializados que formaban una oligarquía casi impenetrable5, distinguiéndose entre regidores perpetuos, cuyos titulares podían transmitirlos libremente por actos inter vivos y mortis causa, y renunciables, que únicamente podían hacerlo cuando la Hacienda lo aceptase y se cumpliesen los requisitos legales establecidos para que la renuncia fuese válida.
También formaban parte del ayuntamiento esos oficios de elección popular creados por Carlos III en 1766 encargados, en teoría, puesto que la realidad fue muy diferente, de la representación y defensa de los intereses de los vecinos: los diputados del común y el procurador síndico personero. Los primeros tenían voz y voto en las reuniones del consistorio en los asuntos relacionados con los abastos, mientras que los segundos estaban encargados de “pedir y proponer todo lo que convenga al público”, pero con una limitación importante, puesto que únicamente tenían voz pero no voto en esas reuniones6.
En Salamanca7, el ayuntamiento absolutista en los inicios del siglo XIX estaba compuesto por los regidores, que se dividían, conforme a viejas reminiscencias bajomedievales, en los tres del banco de San Martín y los cuatro del de San Benito, uno de los cuales se incorporó en el año 1808. Por tanto, el número de regidores “en ejercicio”, que eran los que habían tomado posesión de su cargo a pesar de que luego no asistiesen a muchas de las reuniones concejiles, era muy reducido, siete en total, aunque había otros “sin uso”, que tenían el título expedido por el monarca a su favor, pero no habían tomado posesión...
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