La Ley en la España del siglo XVIII

AutorSantos Coronas González
CargoUniversidad de Oviedo
Páginas183-242

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En una época que avanza hacia la plenitud del llamado antiguo régimen, la ley, expresión jurídica del rey y de los reinos en la tradición hispánica, adquiere notas nuevas características del régimen borbónico. Sobre el antiguo orden de la Monarquía católica, esa Corona gótica, castellana y austriaca en la síntesis dinástica de saavedra Fajardo1, cuyas fuentes normativas eran leyes, fueros y costumbres de reinos y señoríos en el sentir del último rey de la casa de austria, se impondrán ciertos principios políticos, doctrinales y casuísticos que dieron a la ley su peculiar forma dieciochesca. Por entonces se asume el concepto tradicional de ley propio del pensamiento cristiano y filosófico español, desde san isidoro de sevilla a Martínez Marina, que eXIge ser justa, necesaria, útil, acomodada a las circunstancias del tiempo y del país en una cultura históricamente conformada. De forma más sencilla, el Diccionario de autoridades de la academia española (1713) que define la ley al modo usual como «la regla y medida de lo que se puede y no se puede hacer» con su conocida división en divina, natural, evangélica o de gracia, humana, civil, municipal...2, recuerda antiguas enseñanzas clásicas mantenidas por los

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libros de leyes medievales (espéculo, partidas) mejor que otras más técnicas de juristas y teólogos explicadas en tratados doctrinales y comentadas en los estudios de leyes y cánones.

Aceptada su impronta histórico-moral y jurídica, es posible rastrear las novedades de la ley a la luz de la experiencia dieciochesca, plural y pacticia en su origen, unitaria y reformista en su desarrollo, regalista y nacional en su espíritu, recopilador y casuista al modo antiguo e interpretada internamente por los autores patrios en el siglo de Moser, Montesquieu y Filangieri. Es la nueva ley borbónica que, en rápida síntesis, se reconoce en principio como del rey y del reino al estilo plural austriaco; regalista y patria en el ius publicum posterior, fundamental según la denominación francesa (que sustituye a las sobreleyes o leyes perpetuas de la tradición castellana) o constitucional, referida al régimen político histórico o vigente desde mediados del siglo; humanista e ilustrada con la feliz revolución de carlos III, extendida a todos los campos; recopilada o simplemente coleccionada en una época que avanza imparablemente hacia la codificación.

Esta ley, siguiendo el modelo autocrático impuesto en la castilla vencida tras las comunidades, representa ante todo el poder del rey, su ius regale o soberanía, como última manifestación del viejo absolutismo legal bajo la forma de reglamentismo borbónico desde la pragmática, decreto y provisión al humilde bando de gobierno. Pero al tiempo expresa históricamente el poder del reino que sigue concitando el necesario consentimiento en los actos solemnes de los juramentos reales y en las leyes de cortes que, por vez primera, a salvo las cortes propias del reino de navarra, tendrán carácter hispánico. Es una ley que, con la voz del rey, habla el lenguaje consultivo de los consejos de la monarquía, el reservado de la vía reformista de los secretarios de estado y del despacho o el casuístico de los compiladores que cierran el ciclo legislativo del siglo preparando la novísima recopilación en el tiempo nuevo que trabaja con método racionalista el código legal y la constitución.

1. Orden antiguo y Leyes nuevas

La ley en la nueva monarquía borbónica vino determinada en principio por el orden antiguo de los reinos. El testamento de carlos II, leído ante los presidentes de los consejos y una representación de los grandes de españa a los que se encomendó el gobierno interino de la monarquía, llamaba a la sucesión de todos sus reinos y señoríos a Felipe, duque de anjou, hijo segundo del delfín de Francia y nieto del poderoso luis XIV de Borbón (el único rey capaz de preservar la unión de las Indias a la Monarquía católica o universal). En el despacho que la Junta de Gobierno universal remitió a duque de anjou el

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mismo día del fallecimiento del postrer rey de la casa de austria en españa (1, Xi, 1700) se le comunicó el mandato testamentario de darle posesión de los reinos, «precediendo el juramento que debe hazer de observar las leyes, Fueros y costumbres de los reynos y señoríos», con la misma fórmula que ya constaba en el último testamento3. Una condición impuesta en el marco sacramental de la monarquía de origen divino que dio lugar a diversos actos oficiales perfeccionados por el juramento de fidelidad y homenaje de los reinos. En la corona de castilla, donde las cortes habían perdido su antigua representación corporativa del reino (1538) y las nuevas cortes ciudadanas habían dejado de reunirse en 1665, este acto solemne planteó un problema constitucional que hubo de ser resuelto apelando a la vieja formula de juramento del príncipe heredero4. El acto de jura celebrado en san Jerónimo el real de 8 de mayo de 1701, en el que el nuevo rey juró ante nobles, prelados y comisarios de las ciudades de voto en cortes (aparte de ciertos miembros de los consejos de castilla, cámara, aragón, Flandes, italia, indias y órdenes) mantener la integridad del patrimonio regio y guardar las «libertades y franquezas, excepciones y privilegios» de los reinos de castilla y león recibiendo en contrapartida el jura- mento, pleito homenaje y fidelidad de los nuevos súbditos «según fuero y costumbre de españa»5, anudó con vínculo pacticio el cambio dinástico. Pero más allá del acto protocolario estaba la concepción de la ley que, por sí misma, representaba al reino y que como tal sólo podía emanar de las cortes con el rey. Frente a esta tradición regnícola, hacía tiempo que en castilla se había impuesto otra concepción legista que concedía a los mandatos de los reyes igual o superior fuerza normativa. Desoyendo las enseñanzas de los procuradores del reino en otro momento crucial de cambio de dinastía, como en la anterior austríaca se había hecho de la pragmática y demás cartas reales un medio de afirmar el poder institucional de la monarquía en lucha dialéctica con la legali-

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dad de cortes6. Y fue por esta senda autocrática de largo camino histórico la seguida por la nueva dinastía borbónica en castilla, salvo la somera limitación del poder real que pudiera deducirse de la escritura de juramento y la confirmación de los «buenos usos, costumbres y ordenanzas confirmadas» como preocupación residual de sus cortes. Tan solo ciertas medidas de reforma o de nueva planta adoptadas por el consejo de Gabinete con el fin de sanear la hacienda real hicieron pensar a ciertos magnates y padres de la patria sobre la conveniencia de celebrar cortes generales en castilla, «con las cuales se daría asiento, de común consentimiento, a muchas cosas y confirmarían el homenaje al rey de los pueblos»7; idea descartada inmediatamente por la actitud contraria de los consejos de castilla y de estado que, en su papel de celosos guardianes del poder del príncipe y dando por supuesto que, con las cortes, este poder quedaba como en paréntesis, lograron prolongar el vacío institucional abierto en 1665. De nada sirvió el malestar de esos nobles de castilla que consideraban justamente que negarlas era opresión, disgusto acrecido al conocer que el nuevo rey había celebrado cortes en cataluña8. La lex regia se impuso desde el principio sobre la significación pacticia de las cortes y el ius regale venció nuevamente al reino en la nueva dinastía. Lex y ius reales que, sin embargo, no pudieron orillar ni suplir la falta de consentimiento del reino, vicio consustancial al absolutismo legal predicado durante siglos por los legistas favorables al poder real de castilla en detrimento de la antigua concepción pacticia de la ley9. Castilla, sojuzgada por

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la ley regia a manera de seña de identidad moderna, hubo de emprender su propio camino por la nueva planta borbónica, mera continuación del poder real soberano. Al margen de las cortes prosiguió, pues, la política de restauración del erario público diseñada por el hacendista francés Jean orry, que, entre otras medidas de reforma, acometió el viejo mandato testamentario de los reyes de la casa de austria de rescatar las alcabalas y otras rentas reales de manos de los particulares; un asunto delicado, pospuesto por entonces por ser sus detentadores «hombres de la mayor autoridad en el reino», como pondría de manifiesto la misma creación de la audiencia de asturias en 171710.

El compromiso sacramental de Felipe V, elevado a la categoría de pacto político por la invocatio Dei y su prestación ante la asamblea representativa de la comunidad, se formalizó también ante los restantes reinos de la monarquía. Fuera de castilla y las indias11, los reinos contaban con sus propias «leyes, fueros y costumbres», es decir, su propio orden constitutivo que fue jurado por el rey o su representante como manifestación del antiguo orden plural de la monarquía católica (expuesto en su dimensión ibérica por la obrita admirable de Franckenau, Sacra Themidis Hispaniae arcana [hannover, 1703], tributaria de la erudición de nicolás antonio y, tal vez, del consejero Juan lucas cortés)12. Orden plural de reinos que abrió nuevas secuencias de Juramentos y cortes en la península poco antes de que la guerra de sucesión cambiara el signo político de la relación de la Monarquía con los países de la corona de aragón.

El Juramento y las cortes de Barcelona de 1701-1702, transmitidos con detalle por ubilla y Medina13, Feliu de la peña14 y el marqués de san Felipe15,

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