Justicia y Derecho en las fuentes literarias

AutorEnrique Gacto
Páginas509-554

    Texto de la lección pronunciada en el Acto de Apertura del Curso 2003-2004 en la Universidad de Murcia.


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Los gavilanes que gritan sobre los precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para evocar a los hombres que juzgan... Malditos sean.

  1. Mutis: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero.

Excelentísimo Señor Presidente de la Región de Murcia, Excelentísimo Señor Rector Magnífico de la Universidad, excelentísimos e ilustrísimos señores, queridos amigos de la comunidad universitaria, señoras, señores:

Hay un viejo refrán castellano que reza así: «Los sermones, conferencias y visitas, de media horita», una sensata recomendación que voy a tratar de seguir en la medida de lo posible, reduciendo a una simbólica oratio brevis la lección inaugural del curso 2003-2004 que hoy tengo el honor de pronunciar ante ustedes desde esta cátedra en representación de la Facultad de Derecho.

Me he propuesto plantear en ella algunas consideraciones sobre la Justicia desde el punto de vista de la Historia, algunas reflexiones que considero todavía válidas para este siglo XXI que acabamos de estrenar, porque sabida cosa es que reflexionar sobre el pasado constituye un ejercicio siempre provechoso para el presente cuando se toman como objeto de la reflexión realidades históricas y al mismo tiempo intemporales, como son la Justicia y el Derecho.

Voy a centrar el discurso, concretamente, en el análisis de la imagen que la sociedad española ha mantenido a lo largo del tiempo en torno a la Justicia y a esa maquinaria ideada por los hombres para materializarla enPage 510 la Tierra que es el Derecho. Un asunto que nos permitirá discurrir por la periferia de la dogmática y del pensamiento jurídico para situar el puesto de observación fuera de ellos, en los extrarradios de los planteamientos legislativos y jurisprudenciales que delimitan esos espacios esotéricos para los profanos en los que con tanta familiaridad nos movemos los juristas. Quisiera de este modo, con la elección de un tema desprovisto de complejidades técnicas, corresponder a la deferencia de todos aquellos de ustedes que, siendo ajenos a la ciencia jurídica, han tenido la cortesía académica de asistir a este acto.

I Las fuentes literarias y la historia del derecho

La aproximación que propongo vamos a realizarla a través de las fuentes literarias, unas fuentes que, en mi opinión, encierran extraordinario interés para el conocimiento de nuestro pasado jurídico, como complemento de la información que sobre él nos proporcionan la ley, la costumbre, las sentencias de los jueces, los contratos, o los escritos de los juristas, es decir, las fuentes jurídicas. Porque explorar en la literatura resulta una labor extraordinariamente sugestiva para aproximarnos al conocimiento del Derecho de aquellos períodos en los que estas últimas fuentes son escasas; piénsese, por ejemplo, en la Edad Media, en esos llamados siglos mudos de los que apenas se conservan normas o decisiones judiciales, época sin juristas que escriban tratados y de la que sólo nos han llegado documentos jurídicos muchas veces oscuros y casi siempre desesperantemente lacónicos.

A falta de textos jurídicos una obra como el Poema del Cid, por ejemplo, una obra literaria escrita por alguien que no tenía inquietudes de tipo jurídico, puesto que sólo trata de enaltecer las gestas del héroe en el marco del panorama político y social de su tiempo, nos permite constatar aspectos del Derecho medieval castellano que, si no fuera por el Poema, nunca hubiéramos podido conocer tan a fondo: la situación de los nobles que, como el Cid, incurren en la ira regia, el destierro como pena, el funcionamiento del tribunal del rey, la tramitación del riepto o juicio de Dios, entre otras instituciones de Derecho penal y procesal.

O, en el ámbito del Derecho de familia, datos sobre la cohesión del grupo parental, la observancia del doble rito matrimonial de los esponsales y de las bodas, la constitución de las arras y de la dote, el reconocimiento del divorcio vincular, etc.

Pero hay otras épocas cuyo Derecho nos es bien conocido: tenemos a nuestra disposición sus leyes y sus códigos, los libros que publicaron los juristas de aquel tiempo para explicar los puntos oscuros, se conservan actas procesales, sentencias y documentos notariales; es decir, disponemos de lo que pudiéramos llamar el Derecho oficial.

Este es el caso, por ejemplo, del Derecho español de los siglos XVI y XVII; conocemos las normas, podemos consultar una amplia documentación notarialPage 511 y procesal y disponemos también de una extensa y rigurosa doctrina que recoge abundante jurisprudencia. Parecería que, con todos estos medios a nuestro alcance, debiéramos conocer aquella realidad jurídica en toda su plenitud y movernos en una historia sin sombras. Sin embargo, esta sensación no deja de ser engañosa: basta con leer algunas páginas de Quevedo, de Mateo Alemán o de Cervantes, de Samaniego o de Moratín para que esa convicción de certidumbre se desvanezca, para intuir que la realidad es más escurridiza, que hubo un submundo jurídico sembrado de fraudes y de artificios para burlar la ley que no hubiéramos siquiera podido sospechar a la vista sólo de los textos legales. Un inframundo del que, desde luego, sólo muy raramente encontraremos noticias en las normas o en la obra de los juristas, pues las fuentes oficiales, que se desenvuelven por las altas esferas ideales del «deber ser», contemplan los problemas que nos ocupan desde una atalaya ideal para configurar allí situaciones teóricas que, con frecuencia, no guardan mucha relación con su reflejo en la vida diaria. Y porque la realidad jurídica, a menudo, se muestra mucho más rica y bastante más compleja de lo que sugieren los códigos o los tratados de Derecho.

Efectivamente, que una disposición prohiba prestar dinero por encima de determinada tasa de interés es algo que nos transmite noticia fiable en el campo de la teoría: nos informa conforme a qué pautas debería discurrir el comportamiento de quienes decidieran perfeccionar un contrato de mutuo pero no nos sirve para saber si las conductas se ajustaban o no a lo legalmente establecido. Dicho de otra manera: nos indica que la usura estaba prohibida pero no sabemos si la prohibición se respetó o si fue incumplida y, si lo fue, hasta qué punto; no nos proporciona ninguna orientación sobre la eficacia de esa norma, un extremo sobre el que sí nos pueden decir bastantes cosas estas fuentes no jurídicas que son las obras literarias, en la medida en que muchas veces lo que se proponen es describir la realidad social.

Porque una de las utilidades de las fuentes literarias estriba en que a través de ellas podemos corregir algunos de los desajustes que siempre se producen entre la teoría jurídica y la práctica, entre lo que dicen los papeles y lo que ocurre en la calle. Y podemos corregir este desfase porque ellas nos transportan hacia una realidad cuyas dimensiones difícilmente seríamos capaces de matizar utilizando sólo la lente de las fuentes jurídicas, de las fuentes oficiales.

Pensemos en que el autor de una comedia, de una novela, de un drama es, por lo general, una persona desprovista de preocupaciones jurídicas. Con su obra pretende entretener, divertir, reflejar aspectos de la sociedad de su tiempo. O denunciar abusos, poniendo el dedo en la llaga de los problemas que más intranquilizan, preocupan o angustian al lector; problemas de naturaleza muy variada y, entre ellos, de vez en cuando también, naturalmente, problemas relacionados con situaciones jurídicas.

De esta forma, la obra literaria nos permite conocer las ideas que sobre el Derecho de su tiempo alberga el autor, es decir, nos permite conocer el juicio de una persona por lo general cultivada, pero carente de la preparación técnicaPage 512 que es atributo del jurista y que, en cierto modo, llega a constituir una especie de deformación profesional que le impide a éste distanciarse del fenómeno jurídico para tomar perspectiva, porque se encuentra inmerso dentro de él.

En tal sentido resulta especialmente válida nuestra literatura de los Siglos de Oro, caracterizada por un realismo a veces feroz y que, incluso cuando se evade de lo cotidiano para discurrir por ambientes exóticos o imaginarios, lo hace siempre desde la problemática más inquietante del momento, y es precisamente por ahí por donde asoman las cuestiones jurídicas.

Nada en principio más fantástico, por ejemplo, que las aventuras de don Cleofás, el héroe de El Diablo Cojuelo planeando por encima de las chimeneas de Madrid y divagando después por los aires de toda España, de ciudad en ciudad. Todo esto es fantástico, pero el origen de tanto trajín era un simple problema jurídico bien palpable en la Castilla de los Austria: la inadecuada regulación del estupro que, al situar al estuprador ante la alternativa de dotar a la novia o de casarse con ella, dio lugar a un sinnúmero de imposturas y de abusos en los que Vélez de Guevara encontró afortunada inspiración para urdir su trama del estuprador estuprado, del candoroso don Cleofás en volandera fuga para hurtarse a los ardientes requerimientos de la apasionada doña Tomasa de Bitigudino.

El novelista, el dramaturgo, el ensayista o el poeta no sólo no eluden escribir sobre el Derecho, sino que a veces, como en este caso ocurre, lo convierten en el motivo central de su obra. Pero, al no ser juristas, escriben con una libertad de espíritu ajena a los hombres de leyes porque éstos están acostumbrados a...

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