El irresistible ascenso de la licencia para despedir

AutorUmberto Romagnoli
CargoCatedrático de la Universidad de Bolonia (Jubilado)
Páginas13-24

Ver nota 1

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1. Una resolutiva heterogénesis de los fines

Visto el estimable éxito que el derecho del trabajo se ganó en el curso del siglo XX, no se equivocan quienes lo juzgan como "el" derecho del siglo. Por eso, produce una cierta impresión pensar que no habría podido siquiera ver la luz si hubiesen funcionado de manera menos permisiva los aparatos públicos de control coetáneos al advenimiento de la edad industrial. La industria, de hecho, tenía necesidad de procurarse mano de obra por tiempo indefinido, pero la modalidad era jurídicamente inadmisible.

En imitación del artículo 1780 del code civil napoleónico, el artículo 1628 del código civil italiano de 1865 demonizaba el contrato que obligara al individuo a trabajar durante toda la vida al servicio de alguien, porque lo identificaba como un atentado a la libertad personal del contratante. De hecho, para resguardar los principios-guía de la revolución francesa en aquellos países que se estaban abriendo a la modernización, los codificadores formularon la prohibición de instaurar relaciones de trabajo subordinado sin un plazo prefijado y sancionaron la violación que los más descuidados, o los más desviados, de sus contemporáneos hubieran podido cometer, con el más perentorio automatismo que un código civil pueda prever: la nulidad total del contrato, con la consiguiente exoneración de la responsabilidad por los daños causados por el cese voluntario y unilateral de la relación.

Son suficientes estas pocas pinceladas introductorias para darse cuenta que la buena reputación del derecho del trabajo se liga al parecer unánime sobre la

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ilegalidad de su origen, aunque es necesario añadir inmediatamente, también a la obstinada voluntad de los comunes mortales en aligerar sus pesados costos sociales y transformar en una oportunidad lo que los legisladores consideraban una desgracia. En realidad, sin la aportación de la negociación colectiva, el conjunto de garantías que caracterizará al trabajo hegemónico del siglo XX habría tardado -no podemos saber cuánto- en traducirse en una tipología contractual codificada. Al ser una fuente regulativa de relaciones en serie que imitaban las formas expresivas y la misma sustancia de ley, el convenio colectivo estipulado por representaciones de base voluntaria por parte de sus destinatarios organizará, de hecho, la base de consenso del que estaba privado un orden social que los individuos, no pudiendo elegirlo ni refutarlo, uti singuli2podían solamente soportar y metabolizar. Es como si sobre el minúsculo corpus de reglas del trabajo dependiente que había venido caminando con las débiles piernas de la autonomía privada-individual, hubiese despuntado una cabeza para pensar. Que ciertamente pensará. Incluso a lo grande, ocupándose tanto del salario o del horario de trabajo como de la manera de civilizar el ordenamiento jerárquico- piramidal de la fabrica, donde el obstáculo principal por superar era (y seguirá siendo) el anómalo cúmulo de roles de acusador-juez-parte lesionada en las manos del homme d’argent3en su calidad de detentador del poder disciplinario4.

En cualquier caso, por iluminista que fuera, la prohibición fue desde el principio una medida de orden público socialmente apreciable, porque el contrato de trabajo a tiempo indefinido prefiguraba un modelo de relaciones lejano a la forma mentis5y a las costumbres de generaciones de artesanos cuya memoria colectiva los predisponía a idealizar el trabajo libre-profesional con sus miserias, pero también con sus pequeños privilegios y los status symbol que hacían de esta categoría de productores la élite de la pobreza laboriosa6. El mismo Ludovico Barassi, que en general es considerado el padre putativo del derecho del trabajo italiano, estaba al corriente de la hostilidad suscitada por la perspectiva de trabajar sometido a un patrón. Y lo justificaba con un tono de comprensión. "La distinción entre trabajo autónomo y subordinado", escribía, "está demasiado radicada en la naturaleza humana como para que vaya a desaparecer". Por esto, soñaba una política del derecho que contuviera el proceso de desarraigo social provocado por la industrialización mediante el apoyo a los pequeños emprendedores diseminados en los valles y en los centros urbanos en donde prosperaba el artesanado también bajo la forma de trabajo a domicilio. "Es indudable que el legislador deba hacer todo lo que pueda para favorecer las condiciones de

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paso al trabajo autónomo" y, por su parte, el juez interpelado para dirimir una controversia sobre la exacta clasificación de una relación de intercambio entre trabajo y retribución " debe propender al trabajo autónomo cuando las condiciones personales, sociales y patrimoniales del trabajador hagan pensar que está en condiciones de dominar los riesgos de la organización de su propio hacer. (...) Entiendo que por esta vía se llegará, en la duda, a presumir que el trabajador renuncia a la compensación, si el resultado no es obtenido, pero no me asusto por tal consecuencia (...). Las ventajas de la autonomía compensarán con mucho la posibilidad del riesgo (...), porque es notorio que se trabaja más a gusto por cuenta propia que bajo dependencia ajena"7.

Sin embargo, puede considerarse que a caballo entre el fin del siglo XIX y el inicio del siglo XX, la expectativa de la larga duración de la relación de trabajo no puede ya interpretarse como un síndrome de la refeudalización de sociedades llenas de sombras y fantasmas. Por lo demás, es realista preguntarse si el homme de travail que la industria alejaba de los campos o de las bodegas artesanas haya tenido en serio la posibilidad de probar el sabor de la libertad que le había sido prometida. Impelido por eventos memorables a creer que solo dependía de él elegir entre vínculos feudales de status que lo retenían en las condiciones materiales en las que le había tocado nacer, estaba al mismo tiempo asustado por ello. Es verdad que el código civil le hablaba del valor progresista de haberse transformado en un sujeto que puede vincularse tan sólo a lo que libremente ha querido y le contaba que sería el exclusivo dominus de su persona y de su libertad; una libertad que se materializaba mediante un contrato que tenía la virtud de instituir una relación paritaria. Pero la familiaridad de la concepción servil del trabajo que había interiorizado desde que había mamado la leche materna lo inclinaba al pesimismo; un poco porque la adquisición de la libertad se pagaba en lo inmediato con la renuncia a la seguridad existencial (poca o mucha que fuese) que le concedía el patronus y un poco porque temía que la libertad contractual se convirtiera en su contrario y que el contrato podría devenir el instrumento técnico para legitimar la sumisión más brutal de un hombre a otro hombre.

Después de todo, en un sistema capitalista la subalternidad del trabajador no es solamente sinónimo de falta de autogestión de la actividad establecida en el contrato. En efecto, una vez experimentado cómo el despido para él había de ser siempre un drama, mientras para el homme d’argent podía ser solamente un capricho, tarde o temprano debía suceder que el homme de travail pusiese en la cima de sus pensamientos la búsqueda no tanto de una válida alternativa al trabajo subordinado sino más bien mecanismos que garantizaran la conservación de la relación salvo la existencia de un justificado motivo de ruptura de la misma. En efecto, como el contrato por tiempo indefinido estaba afectado por la nulidad absoluta fijada en una norma imperativa, no producía efectos

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vinculantes para ninguna de las partes y, por tanto, cada una de ellas podía revocar el consenso cuando quería con la sola rémora del preaviso. Por ello, pese a ser privilegiado por el legislador, el interés del trabajador a la temporalidad de la relación estaba destinado a reducirse, mientras que por el contrario estaba predestinado a adquirir prioridad el interés a la continuidad de la renta y a la tendencial seguridad del mañana. Trasladándose, el acento no caía ya sobre la transgresividad que suponía la práctica contractual prevaleciente de la contratación sine die, sino sobre cómo reducir las desventajas de ésta y/o en recabar ventajas de la misma. Es decir que el trauma de no poder trabajar sino bajo la dependencia de otro sobre la base de un vínculo consensual de tracto sucesivo virtualmente perpetuo se redimensiona hasta empalidecer en presencia del de ser despedido ad nutum. La verdad es que los comunes mortales empiezan a entender que la verdadera lesión de la dignidad de la persona es provocada no tanto por la indeterminación de la duración de la obligación contractual de trabajar subordinadamente sino más bien por la muerte prematura e inmotivada del contrato.

Así pues, la prohibición que se proponía para garantizar la libertad entendida como medio de emancipación y rescate de los hombres había nacido con los días contados. Aun cuando sea por razones que no tenían nada en común con las que indujeron a los codificadores a formularla. Ellos la introdujeron porque estaban comprensiblemente preocupados porque la genética mutación de la sociedad de castas en una sociedad contractual dinamizada por las pulsiones del individualismo económico (es el salto from status to contract al que alude la célebre fórmula de Henry S. Maine) hubiera suscitado sentimientos de frustración en los ex artesanos concentrados en las manufacturas y...

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