Introducción

AutorJacinto J. Marabel Matos
Páginas241-244

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Los símbolos no son inocentes1. Las distintas confesiones han otorgado una importancia fundamental a las imágenes que las representan, por lo que, pese a incorporar distintos significados con el paso del tiempo, el carácter primigenio de todo icono religioso continúa vigente y reconocible para los creyentes.

Así, el indudable proceso de secularización operado en nuestras sociedades, en el que algunos símbolos religiosos han derivado en meros objetos artísticos o culturales2, no ha resultado óbice para que, con independencia del contexto

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y en el ámbito de cada cultura, siga primando el concepto religioso. Existe una convicción universal e inmediatamente identificable en torno al crucifijo, el velo islámico o la estrella de David, por ejemplo.

Estos iconos religiosos cohesionan la comunidad de creyentes en torno a unos mismos postulados, que son interpretados conforme a un determinado sentido, generalmente conformado por la tradición. Todo símbolo religioso, decantado e institucionalizado en una cultura, «es signo expresivo mani? esto de la experiencia de lo trascendente y en, el mismo, la idea de lo divino y absoluto se hace inmanente, de tal manera que se expresa con más claridad que con las palabras»3.

La semiótica, como se contiene en la STC 94/1985, de 29 de julio, trasciende la materia sensible del elemento representado «para adquirir una relevante función significativa. Enriquecido con el transcurso del tiempo, el símbolo acumula toda la carga histórica de una comunidad, todo un conjunto de significaciones que ejercen una función integradora y promueven una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación y mantenimiento de la conciencia comunitaria, y, en cuanto expresión externa de la peculiaridad de esa Comunidad, adquiere una cierta autonomía respecto de las significaciones simbolizadas, con las que es identificada; de aquí la protección dispensada a los símbolos por los ordenamientos jurídicos... Es llamativo y se graba fácilmente en la memoria, lo que facilita su inmediata identificación con la comunidad política que presenta»4.

Sin embargo, la cuestión en torno al unívoco significado del símbolo religioso está lejos de resultar pacífica. Su carácter polisémico ha enfrentado a la doctrina y a la jurisprudencia en un debate, aparentemente estéril, sobre la primacía de una u otra representación. Como tendremos ocasión de señalar, a partir de esta polémica se han establecido una suerte de soluciones graduales y salomónicas, en aquellas ocasiones en las que era necesario negar la premisa mayor para adherirse a determinadas tesis.

A nuestro juicio, la controversia, enrocada en dilucidar durante excesivo tiempo si era decisiva la convicción de aquel que se encuentra confrontado al símbolo, condujo a relativizar su carácter religioso. En cualquier caso, la hermenéutica en torno a éste debe mantenerse, como apuntamos, dentro del rango interpretativo que le otorgue la sociedad5.

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Y ello porque, la naturaleza intrínsecamente religiosa de estos símbolos no se puede desligar del referente socio cultural, ya que «con ser ontológicamente religioso, el símbolo no deja de ser una manifestación histórico-cultural-social tan legítima como las demás»6.

Debe primar, por tanto el significado objetivo del símbolo7. Esta idea se contiene en la STC 34/2011, de 28 de marzo, cuando afirma «que todo signo identitario es el resultado de una convención social y tiene sentido en tanto se lo da el consenso colectivo; por tanto, no resulta suficiente que quien pida su supresión le atribuya un significado religioso incompatible con el deber de neutralidad religiosa, ya que sobre la valoración individual y subjetiva de su significado debe prevalecer la comúnmente aceptada, pues lo contrario supondría vaciar de contenido el sentido de los símbolos, que siempre es social»8.

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