Introducción

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas11-21

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El Derecho Administrativo es, en el tiempo en que vivimos, una rama del Derecho Público que partiendo de la Norma Fundamental aspira a la realización efectiva del modelo del Estado social y democrático de Derecho que hoy caracteriza la forma de Estado dominante en el planeta. Desde sus orígenes, el Derecho Administrativo se nos presenta dependiente del interés general, de aquellos asuntos supraindividuales que a todos afectan por ser comunes a la condición humana y que reclaman una gestión y administración equitativa y que satisfaga las necesidades colectivas en un marco de racionalidad y de justicia.

El Derecho Administrativo en sentido estricto, especialmente a partir de la Revolución francesa, surge como un Derecho autoritario sobre la base del acto administrativo y sus principales atributos: ejecutividad y ejecutoriedad, propiedades inherentes de la actuación administrativa que se entienden desde ese tiempo, en buena parte hasta nuestros días, en clave de privilegio y prerrogativa. La autotutela administrativa entonces, principios del siglo xIx, tenía sentido en el modelo de Estado que se estaba alumbrando y por ello se consideraba el Derecho Administrativo como un Derecho esencialmente exorbitante, especial, que se distinguía del Ordenamiento privado porque la Administración pública, su principal y único objeto de estudio, aparecía en escena acompañada de un conjunto de fenomenales potestades y poderes, entendidos en clave de privilegios y prerrogativas, ante los cuales solo cabía la sumisión por parte de los administrados.

Eran tiempos en los que la legalidad administrativa procedente del Estado liberal de Derecho era la guía y el norte de la actuación

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administrativa. O la Administración solo podía hacer única y exclusivamente aquello que establecía la ley –vinculación positiva– o –vinculación negativa– solo podía hacer aquello no prohibido por la ley. En este contexto, los derechos fundamentales de la persona eran los de libertad, los tradicionales civiles y políticos, ante los cuales el Estado no tenía más remedio que la abstención y la no interferencia. Por cierto, los derechos civiles y políticos nacieron, es fuerza reconocerlo, anclados a una determinada manera de comprender el derecho de propiedad y, sobre todo, a una determinada clase social, la burguesía, que precisaba de instrumentos de conservación y mantenimiento del poder para afirmar su posición en la vida social de aquel tiempo como gráficamente se deducía de la conformación sociológica de las primeras Asambleas parlamentarias de la República francesa.

El paso del tiempo contribuyó, especialmente a raíz de la industrialización y del éxodo masivo de la población del campo a la ciudad, con las consiguientes limitaciones y dificultades laborales de esa etapa histórica, a que creciera la conciencia social del Estado y a que éste considerara que debía no solo defender y proteger los derechos fundamentales puramente individuales, sino que también, y de modo central, debía promover las condiciones que hicieran posible el libre y solidario desarrollo de la persona. Aparece el Estado social de Derecho en el que la solidaridad es también una función del Estado. Más tarde, la participación social se presentó como una condición inexcusable para el diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas y a la caracterización social del Estado se agrega su condición democrática. En este contexto, la Constitución sustituye a la legalidad administrativa como la principal fuente del Derecho y comienza tímidamente un proceso en el que la Administración pública, más allá de esa legalidad administrativa, positiva o negativa, se compromete con la realización de los valores y objetivos constitucionales, especialmente de los postulados del Estado social y democrático de Derecho en la cotidianeidad a través, sobre todo, de la acción del complejo Gobierno-Administración pública.

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La primacía de los valores y principios constitucionales reclama que la legalidad administrativa se integre y se aplique a partir de estos valores y principios. Tal tarea, lamentablemente todavía in fieri, se pone de manifiesto precisamente cuando se estudia la funcionalidad de los derechos sociales fundamentales en el Derecho Administrativo. Entonces, como intentamos demostrar a lo largo de estas páginas, nos topamos con algunos valladares casi inexpugnables que impiden que, efectivamente, la luz de esos valores y principios constitucionales impregne también el quehacer de las Administraciones públicas después de más de dos centurias de la célebre Revolución francesa.

En este sentido, la evolución histórica de la Administración pública y del Derecho Administrativo en España, a muy grandes trazos, muestra también, sobre todo desde 1978, este plan-teamiento. Es más, el denominado Derecho Administrativo Constitucional, del que se puede hablar con propiedad a partir de la vigente Carta Magna, exige nuevos estudios e investigaciones más conectados con los valores y principios constitucionales entre los que se encuentran, entre otros, el servicio objetivo al interés general, la centralidad de la dignidad del ser humano, la función promocional de los Poderes públicos, y, por supuesto, una concepción más abierta de los derechos fundamentales de la persona, entre los que se encuentran también los denominados derechos fundamentales sociales.

La...

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