Introducción

AutorAna Isabel Fortes González
Páginas17-36

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1. Consideraciones previas y planteamiento del objeto de estudio

La actual configuración de nuestra Administración Pública no es sino el fruto de una evolución histórica, cuyo hito fundamental es la proclamación del Estado social y democrático de Derecho en la Constitución de 1978, que la orienta indefectiblemente al servicio objetivo del interés general (art. 103.1)1.

Dicha evolución se constata en la profunda transformación que ha sufrido la Administración Pública desde sus orígenes hasta nuestros días tanto en la organización administrativa, como en las funciones que ha ido asumiendo, así como en la propia forma de gestionar los servicios públicos2.

En este contexto, la proclamación del Estado de Derecho se ha construido en torno a dos pilares básicos, el principio de legalidad y el principio de responsa-

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bilidad patrimonial de las Administraciones Públicas, es por ello que no podemos resistirnos a citar la máxima ya clásica de Hauriou cuando afirmaba que «hay dos correcciones de la prerrogativa de la Administración reclamados por el instinto popular, cuyo sentimiento respecto al poder público puede formularse en estos dos brocardos: que haga pero que obedezca a la ley; que haga pero que pague el perjuicio»3. No cabe duda que estos dos principios lucen no solo en el preámbulo de nuestro Texto Constitucional (artículo 9), sino que han sido ampliamente desarrollados y garantizados en nuestro ordenamiento jurídico.

Precisamente, el principio de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas se ha plasmado y aplicado de forma tan amplia en nuestro país, que parece quedar desvirtuada la finalidad intrínseca del mismo, convirtiendo a la Administración en una especie de aseguradora universal que responde por cualquier daño que su funcionamiento haya ocasionado a los ciudadanos. La protección de estos últimos se ha erigido como eje fundamental de la nueva orientación de las Administraciones Públicas, hasta tal punto que la doctrina comienza a hablar de derecho fundamental a la buena administración4.

Sin embargo, estos mismos ciudadanos demandan no solo un servicio objetivo y eficaz a los intereses públicos5, sino que exigen una Administración Pública transparente en su actuación que justifique cómo y a qué destina los recur-sos públicos de los que dispone que, en definitiva, proceden de los propios ciudadanos6; y conscientes de que cualquier decisión sobre los mismos no es obra de un ente abstracto, sino de la voluntad de concretas personas físicas, reclaman igualmente que se depure su responsabilidad personal cuando hayan incumplido sus obligaciones, pero no únicamente en el ámbito disciplinario o penal, mediante la aplicación de un régimen sancionador, sino que indemnicen los daños y perjuicios que su actuación ilegítima pueda ocasionar, esto es, que se exija su responsabilidad civil o patrimonial.

Respecto de esta última, y en el plano jurídico formal, nuestro Derecho Administrativo cumple sobradamente dichas expectativas desde principios del si-

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glo pasado, en el que de forma específica se prevé un procedimiento para depurar la responsabilidad civil de los funcionarios y servidores públicos en la Ley de 5 de abril de 1904, de Responsabilidad Civil de los Funcionarios Públicos, hasta nuestros días, donde el artículo 145 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (en adelante, Ley 30/1992) dispone la obligación para las Administraciones Públicas de exigir la responsabilidad de las autoridades y demás personal al servicio de las Administraciones Públicas por los daños y perjuicios ocasionados en los bienes o derechos de los particulares o en los de la propia Administración, siempre que en su actuación pueda apreciarse la existencia de dolo, o culpa o negligencia graves.

A pesar de ello, es de sobra conocida la insatisfacción general de toda la doctrina y demás operadores jurídicos respecto de la aplicación práctica del régimen de responsabilidad patrimonial de las autoridades y demás empleados públicos en nuestro país pues, a excepción de la responsabilidad civil derivada del delito (cuya exigencia está sometida, con carácter general, a la jurisdicción penal), y de la responsabilidad contable (cuya exigencia se lleva a cabo por parte el Tribunal de Cuentas), la exigencia de la misma por parte de la Administración está prácticamente inédita a pesar de que, como hemos afirmado, desde principios del siglo pasado se han arbitrado distintos instrumentos legales que así lo permitían. De hecho, la exigencia de la responsabilidad de las autoridades y personal al servicio de las Administraciones Públicas se ha considerado siempre una importante forma de control de la acción del Estado, además de cumplir la función propia de garantía patrimonial de la institución.

Esa función de control era destacada por Gascón y Marín, quien afirmaba que la existencia de responsabilidad de los funcionarios es importantísima «para evitar el abuso del poder de la burocracia y asegurar garantías efectivas a los ciudadanos. No puede decirse que se viva en Estado de Derecho, si la responsabilidad del empleado no puede hacerse real. Precisa la existencia de leyes que la declaren y faciliten su exigencia y que la opinión pública reclame su efectividad»7. Estas palabras que se escribieron en el primer cuarto del siglo pasado fácilmente podrían trasladarse a nuestros días, y denotan la preocupación que en la época suscitaba el tema de la irresponsabilidad de los servidores públicos.

Pero, como es bien sabido, y a dar cuenta de ello dedicaremos el primer capítulo de este trabajo, desde finales del siglo XIX la creciente preocupación por garantizar la integridad patrimonial de los ciudadanos frente a la intervención del Estado hará escorar paulatinamente el peso de la institución, no ya

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hacia la actuación personal de las autoridades y empleados públicos, sino hacia el daño provocado por el funcionamiento de los servicios públicos, y por ende, por la propia Administración8; considerando, en un primer momento, responsable subsidiaria a la misma por los daños y perjuicios causados por sus funcionarios o agentes, para, hacia mediados del siglo pasado, consagrar la responsabilidad directa por los daños derivados del funcionamiento, ya sea normal o anormal, de los servicios públicos, objetivando de esta forma la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. De este modo, el particular lesionado no tendrá que identificar al funcionario o agente personalmente causante del daño, sino simplemente demostrar que se ha producido un perjuicio consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos, evitando igualmente los inconvenientes de la posible insolvencia del presunto responsable, porque la Administración responderá (salvo que la responsabilidad derive del delito) de forma directa por los daños derivados de la actuación de su personal, sin perjuicio de que posteriormente pueda exigir dicha responsabilidad en vía de regreso
.

Es innegable que en esta evolución histórica y legislativa, la responsabilidad de las autoridades y personal al servicio de la Administración ha discurrido en paralelo a la responsabilidad patrimonial de esta última, de tal forma que, si en un primer momento la irresponsabilidad del Estado por los daños causados a los ciudadanos se resolvía teóricamente en el reconocimiento legislativo de la exclusiva responsabilidad civil de sus funcionarios y agentes, la posterior consagración legislativa y constitucional (artículo 106.2 de la Constitución española) de la responsabilidad patrimonial directa y objetiva de la Administración por los daños ocasionados a los particulares como consecuencia del desenvolvimiento de los servicios públicos devino en el factor decisivo de la absoluta irresponsabilidad de hecho de los servidores públicos.

Por ello algunos autores se preguntan si no será ese, precisamente, el origen de la impunidad del personal al servicio de las Administraciones, es decir, el encuadre mismo de la responsabilidad personal de las autoridades y empleados públicos en el sistema general de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas cuando debiera formar parte del estatuto básico del empleado público9. No pensamos, sin embargo, que este pueda ser el motivo de la irresponsabilidad patrimonial de los servidores públicos, ni tampoco que el encuadre de la misma en el régimen estatutario de los funcionarios públicos sea garantía de su exigencia, no ya por las dificultades que ofrece la inclusión

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en dicho régimen de las autoridades, sino porque cuando los daños se ocasionan a los particulares, se producen como consecuencia del desenvolvimiento de un servicio o actividad en el que, dada la complejidad organizativa de la Administración Pública, raras veces podemos identificar la acción de una persona como único hecho generador del perjuicio. A mayor abundamiento, el posible daño ocasionado por un funcionario o agente de la Administración desencadena la responsabilidad de esta última; por ello defendemos que la regulación de la responsabilidad patrimonial de las autoridades y empleados públicos debe formar parte de la regulación del sistema de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas y, por tanto, de la competencia legislativa exclusiva del Estado (art. 149.1.18.ª de la Constitución), y así lo ha entendido el legislador10.

Y es que no podemos pasar por alto que las Administraciones Públicas en cuanto personas jurídicas se sirven de personas físicas que son las que adoptan las decisiones, las que las ejecutan, las que realizan la actividad material o técnica, en definitiva, las que actúan...

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