Introducción

AutorWayne Morrison
Páginas1-13

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Debido a lo que ha sucedido, pensaría que no tendremos que usar las fuerzas estadounidenses en el mundo. Yo creo que cuando decimos algo que es objetivamente correcto... la gente va a escucharnos [Georges H. Bush, 1 de marzo de 1991, en una conferencia de prensa presidencial al finalizar la Primera Guerra del Golfo].

Cuando los teóricos culturales de Occidente se estaban relajando más, el colapso de las Torres Gemelas representó un aviso de que las grandes narrativas podrían estar de vuelta en San Diego, pero no en Arabia Saudita... Osama bin Laden evidentemente no había estado leyendo a Francis Fukuyama [Terry Eagleton, teórico cultural británico, citado en THES 2003].

La excepción es aquello que constituye lo que no se puede incluir en una categoría; lo que desafía la codificación general, pero que simultáneamente revela específicamente un elemento jurídico-formal: la decisión en absoluta pureza... No hay regla alguna que pueda ser aplicable al caos. El orden se debe establecer para que tenga sentido... Se debe crear una situación común, y es el soberano el que decidió de forma definitiva si esa situación es real-mente efectiva [Carl Schmitt (1922) 1985: 19-20].

Durante un periodo limitado, Estados Unidos ha tenido el poder de escribir los términos para la sociedad internacional, con la esperanza de que cuando haya pasado la hora imperial del país, tendrán que empezar a florecer nuevas instituciones y poderes regionales estables, creando cierta clase de sociedad civil para el mundo [Kaplan 2003: 83].

El destino de Estados Unidos es vigilar el orden del mundo [título del artículo —«America’s destiny is to police the World»— de Max Boot, Financial Times, 18 de febrero de 2003].

La argumentación y la composición de este libro

El tema. La relación entre la presentación de una disciplina moderna acerca de la verdad y la modernidad, concebida globalmente. Una relación entendida a través de repensar la historia y la composición de la criminología —el discurso del delito y su ordenamiento— a la luz de dos circunstancias: el 11 de septiembre de 2001; y la prevalencia del genocidio en la modernidad.

El argumento. Vivimos dentro del control político y académico del Estado territorial, e incluso habitamos una modernidad global: aquella que fue creada en gran medida por proyectos imperiales, que ahora están oficialmente descartados. En Occidente,

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nuestra preocupación consiste en vivir una «buena vida» dentro del «espacio civilizado», ciegos a la interconexión que convierte dicho espacio en una relación dependiente con su exterior. El resultado es una incoherencia intelectual y un desequilibrio existencial que ya no es sostenible, aun cuando no seamos todavía capaces de pensar por nosotros mismos desde fuera de nuestra situación.

El proyecto: descriptivo y normativo. Es descriptivo en su análisis de la historia criminológica y su actual marginalidad sustantiva; es normativo en lo que respecta a su argumento, relacionado con el hecho de que la ausencia de una criminología global no es solamente indicativa de la naturaleza de la gobernanza1 mundial, sino que también evidencia fallas, tanto intelectuales como sociales.

Declaración prescriptiva. La justicia debe trascender los límites territoriales que ha manejado dentro de la modernidad.

El enfoque disciplinario y la organización del material. La argumentación para la criminología global funciona a través del análisis de lo excluido. La criminología está excluida de los discursos acerca de la etapa posterior al 11 de septiembre, y el genocidio, a su vez, lo está del discurso de la criminología. La criminología se ha confinado a un papel de apoyo al espacio civilizado, una imaginación territorial que excluye de la vista lo incivilizado, lo otro, utilizando estrategias que son imperialmente efectivas, aunque localmente «limpias». Estas exclusiones ofrecen un punto de referencia por el cual los poderes constitutivos del sujeto —la criminología— se pueden graduar y reflejar concomitantemente la constitución de nuestro orden mundial. El texto traza lo anterior a través de los supuestos estadísticos, antropológicos y cotidianos de la historia de la criminología y nuestros espacios civilizados de todos los días,2 lo que excluye las concepciones globales, pues éstas están constituidas por aquéllos. Sin embargo, la argumentación rechaza el análisis actual que describe el 11 de septiembre y las respuestas a él como excepciones que tanto destruyen como revelan la ausencia de un orden legal global. En cambio, el 11 de septiembre confirma la naturaleza del orden mundial de la modernidad; se puede leer, más bien, como el regreso a hechos reprimidos que despliegan los poderes constitutivos, y ofrecen tentaciones para su ampliación.

La implicación reflexiva con respecto a la seguridad. Sólo una conciencia global, que ponga en su lugar la imaginería de lo que se perdió, lo que no está presente, puede abrigar la esperanza de encontrarse con el positivismo3 que considera al 11 de septiembre de 2001 tan asombroso, y evitar las tentaciones de un nuevo orden mundial para criminalizar la política a la sombra de un nuevo imperio militarista.

Los antecedentes inmediatos para su escritura

Para aquellos que se encuentran en mi posición —un profesional bien educado, blanco y «occidental»—, la última década del siglo XX estaba destinada a ser una época

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de celebración: con el colapso del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, la Guerra Fría —quizás la última división del planeta en las esferas de la influencia neocolonial— se había acabado. El comentarista japonés-estadounidense y exoficial del Departamento de Estado de Estados Unidos, Francis Fukuyama (1989, 1992), anunció el fin de las batallas políticas y sociales de la modernidad. Nos aseguraron que la historia moderna culminó con la «descarada victoria del liberalismo económico y político». La indistinguible ideología pública de Estados Unidos —con democracia liberal, su espíritu cultural [el ethos] de la búsqueda de la felicidad individual, el capitalismo del libre mercado y el Estado de derecho— era el destino del mundo: «la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano». Estados Unidos no sólo fue el telos del idealismo europeo —mensaje que Henry Steele Commager había enviado en The Empire of Reason: How Europe Imagined and America Realised the Enlightment (1978)—, sino que este país había dejado atrás a la historia (en la que «la gran mayoría del Tercer Mundo sigue estando muy sumida»). Un conflicto militar a gran escala hoy sólo podría ocurrir entre Estados que están «aún en el puño de la historia»; era para que otros se pusieran al tanto; eso era para la doctrina política y económica de Estados Unidos y el deseo de liberar a aquellos que aún están estancados en la historia.

Obsérvense las sutiles consecuencias: el abandono de la utópica búsqueda de la justicia social —no tenía sentido desafiar al capitalismo internacional o al expresivo individualismo liberal. El juego estaba establecido y requería realismo; los jugadores claves lo tenían claro, y aquellos que no pudieron vivir dentro de las reglas fueron perdedores, no víctimas.4A nivel internacional, organizaciones tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial pudieron imponer condiciones estrictas (por ejemplo, adoptar políticas de privatización de entidades pertenecientes al Estado o introducir reformas orientadas al libre mercado) como precio a la ayuda para las naciones más débiles, en tanto que internamente surgía una nueva punitividad en varias naciones occidentales, a menudo entrelazada con una mezcla de populismo, de declinación de soberanía estatal y de declaraciones de «guerra» al delito y a las drogas (Pratt et al. 2005). El equilibrio y la adaptación deben reemplazar al idealismo utópico.

Sin embargo, el tono festivo no iba a durar. La historia no había terminado con Estados Unidos, y este país no era un Estados Unidos global; el 11 de septiembre, la red al-Qaeda, de Osama bin Laden, excrecencia de la dispar Brigada Islámica Internacional, financiada y apoyada mediante una variedad de fuentes —en especial Estados Unidos, geográficamente—, para pelear contra la ocupación soviética en Afganistán, lanzó un devastador ataque sobre objetivos clave en Estados Unidos.

Si pocos tenían en cuenta las complejas redes de enlaces, el 11 de septiembre de 2001 trastocó las nociones occidentales de seguridad e identidad personales y colectivas. Las nociones de integridad y seguridad espaciales civilizadas tomaron rumbos posteriores con los bombardeos sobre blancos «occidentales» en Bali (con turistas como objetivos), Madrid (donde el principal atacante escapó de toda sospecha, pues había sido catalogado como un delincuente menor debido a sus antecedentes «no-islámicos» de tráfico de drogas y proxenetismo), Turquía (el edificio del banco HSBC y la embajada británica) y, más tarde, Londres (donde los atacantes suicidas se habían movido con libertad alrededor del mundo recibiendo adoctrinamiento religioso y entrenamiento práctico) y Egipto (con turistas nacionales y extranjeros como blancos), además de varios ataques con bombas en países islámicos, especialmente en Marruecos, Pakistán, Arabia Saudita y Bangladesh. La seguridad era ahora, sin duda, un problema global, pero aceptar que lo local y lo global estuviesen entrelazados no encajaba sobre qué términos, o con qué grado de reflexividad, se necesitaba repensar las interacciones.

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De ahí la creación de este libro: yo escribo como representante de la modernidad occidental, cuyos ancestros abandonaron su condición social marginal en la temprana Europa de Irlanda, Escocia y, al...

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