Introducción

AutorMaría José Moral Moro
Cargo del AutorDoctora en Derecho y profesora de Derecho Procesal

1.1. INTRODUCCIÓN: TRASCENDENCIA Y SIGNIFICADO DE LA ACTIVIDAD EJECUTIVA

El art. 117.3 de la Constitución Española atribuye la potestad jurisdiccional de manera exclusiva y excluyeme a los Juzgados y Tribunales, al mismo tiempo que fija el contenido funcional de esa potestad jurisdiccional, que consiste no sólo en juzgar sino también en hacer ejecutar lo juzgado; reiterado por el art. 2 de la LOPJ cuando afirma que «el ejercicio de la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados en las leyes y en los tratados internacionales».

Tanto la CE como la LOPJ (1) consagran la ejecución como parte imprescindible de la potestad jurisdiccional, porque el contenido de la misma no se agota en la sentencia, con la declaración del derecho, sino que también abarca la ejecución de lo juzgado. Ambas funciones jurisdiccionales -juzgar y ejecutar lo juzgado-, son, junto con la cautelar(2), realizables únicamente a través del proceso, actuando interrelacionadamente sin perjuicio de sus diferenciados objetivos, posibilitando así, en su conjunto, el íntegro y efectivo cumplimiento del objeto procesal(3).

Es evidente pues que el antiguo aforismo iurisdictio in sola notione consistit, aunque con implicaciones específicas en el Derecho Romano,ha perdido en el momento presente vigencia, dado que tan jurisdiccional es la cognitio, como la executio(4).

Expresado de otro modo, en la fase cognitiva el Juez emite una declaración sobre la afirmación o afirmaciones deducidas; en la ejecutiva, se pretende una conducta, distinta de la declaración, que provoque un cambio físico, real o material en la situación afirmada existente y contraria a la norma o a la relevancia social. El objetivo de la fase declarativa es lograr del órgano jurisdiccional una declaración de voluntad(5) mientras que en la ejecutiva lo que se pretende es una manifestación de la misma(6).

La fase ejecutiva aparece pues, de acuerdo con Ramos Méndez, «como aquel período procesal más útil desde el punto de vista práctico porque es llamado a proporcionar en última instancia el sentimiento de satisfacción jurídica que es capaz de dar el proceso»(7).

Sin embargo no puede afirmarse una conexión inseparable entre declaración y ejecución, pues puede existir la primera sin necesidad de la segunda, bien porque el deudor acate y cumpla la sentencia o bien porque se trate de una sentencia mero-declarativa o constitutiva. En las primeras el interés del acreedor queda satisfecho con el dictado de la sentencia sin precisar de actos de ejecución. Las constitutivas, en cuanto crean, modifican o extinguen una situación jurídica, satisfacen al actor por el mero hecho de producirse, sin que tampoco precisen de ningún acto de ejecución en sentido estricto(8), sin perjuicio de que en determinados casos, puedan exigir actuaciones complementarias destinadas a reforzar su efectividad práctica. Pero tales actuaciones nada añaden a la sentencia, que ha satisfecho ya la pretensión de forma plena. Denomina la doctrina a estas actuaciones materiales que no son de ejecución en sentido estricto, «ejecución impropia(9)». Normalmente son de carácter registral, tendentes a dar publicidad a la declaración o al cambio jurídico producido, con miras a su eficacia erga onmes(10).

De otra parte, puede haber ejecución sin previa y plena etapa cognitiva por tratarse de títulos de ejecución o ejecutorios contractuales u obligacionales, distintos de la sentencia, que provoquen y pongan marcha, por sí solos, todo el mecanismo ejecutivo(11).

Asimismo es factible que el proceso de ejecución comience sin que la sentencia haya ganado firmeza, como ocurre en la ejecución provisional.

Por eso, como afirma Herce Quemada, declaración y ejecución no forman una unidad, ni -añadiríamos nosotros- son de exigida secuencia procesal, sino que son procedimientos distintos(12), incluso cuando a la ejecución preceda la declaración previa(13).

La ejecución, por tanto, goza de autonomía. Autonomía respecto de la fase declarativa, y respecto de la cautelar, pero siempre dentro del proceso(14).

Semejante actividad ejecutiva puede ser llevada a cabo de manera voluntaria por el deudor cumpliendo espontáneamente la prestación. Estamos, entonces, en presencia de una ejecución voluntaria(15), considerada por la mayoría de la doctrina como no ejecución, pues el cumplimiento voluntario no tiene carácter jurídico procesal o, si se quiere, es irrelevante porque mata la pretensión ejecutiva(16).

Si por el contrario el deudor no lleva a cabo la prestación, el acreedor deberá acudir, ante su negativa expresa o tácita, a los órganos jurisdiccionales para que procedan, coactivamente, contra aquél. Aparece así la llamada ejecución forzosa como eventual, en cuanto subsidiaria de la anterior.

Normalmente cuando se habla de ejecución procesal se alude a la realización coactiva del derecho, pues lo que se busca del órgano jurisdiccional, como ya hemos dicho, no es una declaración de voluntad, sino una manifestación de la misma, utilizando, para ello, la coacción y la fuerza(17). Se caracteriza así el proceso de ejecución forzosa, como dice de la Oliva, «por actuar el órgano jurisdiccional en orden a lograr un resultado equivalente al cumplimiento voluntario del mandato y porque, a diferencia de las declaraciones de voluntad, que son término normal del proceso declarativo, el núcleo del proceso de ejecución está constituido por manifestaciones de voluntad» (18).

El proceso de ejecución supone siempre la existencia de una obligación declarada incumplida y reconocida en una sentencia de condena o plasmada en un título que lleve aparejada ejecución(19). Ese incumplimiento de la obligación, concretado por el deudor con su conducta contraria a derecho, es el causante del desequilibrio patrimonial en el acreedor y el que origina que los bienes del deudor estén sometidos directa o inmediatamente a la actuación del Juez, dando lugar a la responsabilidad(20), y así, al hacer del órgano jurisdiccional en patrimonio ajeno, tendente a restablecer la lesión jurídica que sufre el acreedor, sin contar para ello con la voluntad del deudor e incluso actuando en su contra. Ahora bien el deudor responsable puede subsanar en cualquier instante la lesión ocasionada en el patrimonio del acreedor. El equilibrio se entiende restablecido cuando se cumple no sólo la prestación originaria, sino cuando además se abonen los intereses y las costas y, en su caso, los daños y perjuicios causados. Ello lleva a afirmar que la actividad ejecutiva es, como expresa Carreras(21), de un lado siempre sustantiva e instrumental, y de otro, y en consecuencia, eventualmente procesal, como ya apuntábamos más arriba.

1.2. LA ACTIVIDAD EJECUTIVA COMO DERECHO FUNDAMENTAL

El derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales está configurado en la Constitución Española como un derecho fundamental. Nuestra Constitución proclama este derecho en su art. 24 al decir que: «todas las personas tienen derecho a obtener la tutela judicial efectiva de los Jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso pueda producirse indefensión».

Asimismo proclama que «todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios pertinentes para la defensa...», etc.

Obsérvanse en el citado artículo dos apartados, el primero que contiene el derecho a la tutela judicial efectiva y el segundo el del debido proceso.

Como es sabido el concepto de tutela se encuentra unido al de acción. De este modo el derecho de acción se constitucionaliza como el derecho de todos los ciudadanos a la tutela judicial efectiva de Jueces y Tribunales, predeterminando así una concepción abstracta de acción, superadora de un largo debate doctrinal(22). Pero para nuestro Tribunal Constitucional el derecho a la tutela judicial efectiva que incorpora el art. 24.1 CE no se agota con el derecho que tienen todas las personas de acceso a los órganos jurisdiccionales(23) para la satisfacción de derechos e intereses legítimos, y a tal fin a la formulación de alegaciones y práctica de la prueba pertinente(24), así como de obtener de dichos órganos una resolución fundada sobre las pretensiones oportunamente deducidas con arreglo a las normas de competencia y procedimiento legalmente establecidas, y el derecho a los recursos previstos en las leyes(25), sino que además comprende el derecho a la inmodificabilidad y efectividad de las resoluciones judiciales firmes, eventualmente(26) mediante la ejecución de las mismas(27).

Es decir que nuestro Tribunal Constitucional no diferencia el derecho a la tutela judicial efectiva del derecho al debido proceso, incluyendo este último dentro de la primera(28). Así viene afirmando reiteradamente en sus sentencias que el derecho a la tutela judicial comprende el derecho a obtener la ejecución de las sentencias, dejando a salvo las mero-declarativas y las constitutivas, pues lo contrario equivaldría convertir las decisiones judiciales en meras declaraciones de intenciones(29). Integra, de este modo, el Tribunal Constitucional dentro del art. 24.1 CE el derecho a que las sentencias se cumplan(30).

La realización de esta exigencia constitucional de ejecución de las sentencias, corresponde a los Juzgados y Tribunales, según se desprende del artículo 117.3 de la Constitución que atribuye, de modo exclusivo y excluyente, a los Juzgados y Tribunales determinados previamente por la ley, la potestad de ejecutar lo por ellos lo juzgado, como manifestación inescindible de la potestad jurisdiccional(31) (32). Tal actividad, en cuanto reglada, ha de ser llevada a cabo de acuerdo con las normas de competencia y procedimiento que las leyes establezcan. Correspondiéndoles, pues, la ejecución, son...

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