Introducción

AutorPascual Mateo, Fabio

Por supuesto, las votaciones constituyen la expresión más relevante de la voluntad popular en los sistemas políticos liberal-democráticos de cuño esencialmente representativo. A través de ellas se hacen efectivos los más importantes mecanismos de responsabilidad política de los gobernantes ante los gobernados, con todo lo que ello tiene de terapia y aún de catarsis ante un poder que, por mor de la naturaleza humana, tiende a generar comportamientos reprobables entre quienes lo ejercen por largo tiempo1. Pero, además, constituyen un instrumento pacífico para producir relevos ordenados en la cúpula del poder que, de otro modo, requerirían de procedimientos más inestables y, probablemente, mucho más expeditivos, como una revuelta, un golpe de Estado o el asesinato del mandatario, episodios, todos ellos, por desgracia demasiado frecuentes a lo largo de la historia. Precisamente, por esta última razón, unos comicios son un tiempo de enorme tirantez pública entre quienes ocupan un poder que ven amenazado y quienes, dentro del sistema, aspiran a ocupar su lugar en breve. Para que esta tensión se mantenga dentro de márgenes aceptables es imprescindible la existencia de un arbitro que genere la máxima confianza a los contendientes, tanto desde el punto de vista de su competencia técnica como, sobre todo, de su neutralidad política. Los recientes sucesos en México, con un candidato perdedor que no reconoce su derrota entre acusaciones de fraude y parcialidad al Tribunal Electoral Federal, o los algo más alejados en el tiempo ocurridos en Ucrania en 2004, cuando la oposición, avalada por organizaciones internacionales del peso de la OSCE, cuyos supervisores concluyeron que la segunda vuelta de las elecciones presidenciales no alcanzaron los umbrales mínimos de limpieza, son prueba fehaciente de lo que sucede cuando quiebra dicha confianza o cuando quien ha perdido se niega a aceptar las reglas del juego.

Por todo ello, la organización de la Administración electoral constituye uno de los aspectos más importantes de toda ley electoral, casi en mayor medida que elementos como la fórmula electoral o la extensión del sufragio. En este mismo sentido, hace más de cien años escribía entre nosotros Navarro Amandi que, para que una ley electoral pueda decirse buena, es preciso que tenga voto todo el que deba tenerlo, que el voto dé por resultado la ponderación exacta de las fuerzas sociales, que la elección no pertenezca a las mayorías, sino a todos los...

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