Intervencionismo económico en la legislación imperial romana del siglo iv: líneas generales

AutorF. Javier Casinos Mora
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Romano. Universidad de Valencia
Páginas251-273

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Un rasgo característico de la legislación romana del siglo iv en lo que atañe a su objeto es el predominio de las normas de derecho público respecto a las de derecho privado, lo que no sorprende habida cuenta de la realidad constitucional bajoimperial. Sin embargo, un rasgo que sí singulariza a esta legislación marcadamente «iuspublicista», y es sintomático no sólo de la realidad política y constitucional sino también de la realidad económica y social del imperio en aquella centuria, es la «obsesiva» preocupación del legislador por asegurar la efectiva afluencia de ingresos a las arcas públicas y por crear nuevas vías de captación de recursos. El Código Teodosiano se nos muestra, de hecho, como un auténtico catálogo de exuberante «creatividad fiscal» y de diseño de estructuras pensadas para apuntalar la sostenibilidad económica del imperio. La legislación imperial del siglo iv aparece, de este modo, como una legislación caracterizada por un fuerte dirigismo e intervencionismo económico. Y tal inter-vencionismo, como trataré de exponer seguidamente, no fue sino una respuesta a la necesidad de superar la gran crisis del siglo iii, crisis que en su aspecto económico fue debida principalmente a la decadencia del sistema de producción esclavista y a los desequilibrios provocados por la ingente demanda de recursos públicos exigida para el sostenimiento del aparato militar. Algunas constituciones imperiales, recogidas en el Código Teodosiano y/o en el de Justiniano, nos revelan los particulares síntomas de aquella crisis a través del conjunto de medidas que en ellas se adoptan.

El fuerte intervencionismo económico imperial desde Diocleciano coincide en el plano político con el régimen del Dominado, pero no considero que aquél sea una consecuencia de este régimen sino, al contrario, una de sus principales causas. De hecho, serán los objetivos prácticos de recu-

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perar la estabilidad política, la económica y la de las fronteras del imperio los que conducirán al establecimiento de un régimen político sumamente autoritario, a cuya consolidación, además, iba a contribuir decisivamente la nueva legitimidad religiosa del poder. La gran eficacia de esta nueva legitimidad del poder contrastará con la precariedad de la autoridad imperial procurada por las precedentes legitimidades militar y senatorial1.

Los indicados objetivos serán implementados por aquel emperador y sus sucesores a través, respectivamente, de una fuerte centralización administrativa dotada de un extraordinario y sofisticado aparato burocrático subordinado al emperador2, que fiscalizará todo rincón del imperio al que

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dividirá en más de cien provincias para su mejor control3; de un gran dirigismo económico puesto en marcha con medidas fiscales, monetarias y de control de las fuerzas productivas; y de una profunda reforma militar, cuyo fin prioritario será el de garantizar la lealtad del ejército al imperio y terminar así con el endémico problema de los personalismos causante de conflictos intestinos durante muchas décadas4, lo que se lograría al menos durante algún tiempo. Cabría destacar, también la creación de un cuerpo de policías secretos y de espionaje interno, los agentes in rebus, a cuyo cargo se hallaba tanto la inspección del funcionamiento regular de la administración como el control de la opinión pública. Se trataba de un auténtico servicio de inteligencia para la garantía de la seguridad imperial especializado, entre otras cosas, en la detección de posibles movimientos sediciosos.

Aunque a costa de la pérdida para los ciudadanos de libertad, no sólo política como con el Principado, sino también económica y social bajo un régimen de coerción pública y de «fiscalismo» asfixiantes, con el Dominado se cumplieron en buena medida aquellos objetivos de estabilidad política, económica y militar y se consiguió detener y dar marcha atrás, al menos por cierto tiempo, a un proceso histórico, iniciado quizá ya a finales del siglo ii5, que comprometía la propia existencia del imperio romano. Sin duda, sin el Dominado instaurado por Diocleciano bajo el sistema de la tetrarquía y continuado después por Constantino I bajo una nueva fórmula de autocracia imperial: el Imperium Romanum Christianum, no se habría alcanzado un orden duradero de cosas y la caída del imperio romano de occidente no se hubiera demorado al menos cerca de dos siglos, como así aconteció.

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Desde finales del siglo iii los emperadores afrontaron gravísimos problemas económicos que fueron solucionados con reformas de gran calado que afectaron a la propia estructura económica del imperio. Tales cambios causaron asimismo una profunda transformación de la estructura social, la cual sería el origen, por cierto, del colapso económico que se fraguaría a lo largo de la siguiente centuria. La profunda intervención pública en materia económica iniciada por Diocleciano no tuvo nada que ver con planteamientos de justicia social o de distribución más equitativa de la riqueza, es decir, con una especie de socialismo ante litteram, sino que su motivación habría que buscarla en la necesidad de asegurar la propia sostenibilidad del imperio y muy principalmente el mantenimiento del ejército pro communi salute, como declarará Constantino6, lo que no dejaba de ser compatible con un anhelo imperial de procurar el bienestar general de los súbditos mediante la promulgación de leyes justas que terminasen con situaciones no soportables por más tiempo, como anuncia Diocleciano, con impostura de legislador reformista, en el prefacio del Edictum de pretiis7.

La crisis del siglo iii no fue sólo una crisis de naturaleza económica sino un fenómeno complejo. Efectivamente, la decadencia económica fue un hecho concomitante e inescindible, en primer lugar, de la pérdida de autoridad de Roma en política exterior: incursiones, establecimientos y revueltas de pueblos bárbaros se darán cita durante aquella centuria, así como graves conflictos bélicos, especialmente en el Oriente por causa del emergente imperio sasánida, y en las fronteras del Rin y del Danubio por ataques de diversos pueblos germánicos; y, en segundo lugar, de los conflictos internos, muy especialmente durante el período 235-2858, debidos a las interminables pugnas entre pretendientes a la púrpura o a movimientos secesionistas, como los de Galia y Palmira, conflictos que ponen en evidencia la extremada debilidad de la estructura política imperial de absolutismo militar a la sazón existente. Tales conflictos internos supondrán a su vez una coyuntura favorable para ofensivas externas oportunistas y unos y otras terminarán por agravar la crisis económica al absorber muchos recursos públicos y humanos. El precedente cuadro crítico hay que

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situarlo, además, en un contexto de crisis demográfica, de penuria hominum, como lo califica Ulpiano9, sin duda agravada por las guerras y por la anarquía militar, pero quizá con orígenes en el siglo ii en el que se produjo una gran epidemia de peste bajo el reinado de Marco Aurelio, a la que siguieron otras epidemias y catástrofes naturales, según el testimonio de los historiadores10.

Un pasaje de la Historia de Herodiano nos ofrece un testimonio precioso sobre la percepción tenida por un intelectual del siglo iii, que ostentó puestos al servicio de la administración imperial, acerca de la decadencia de Roma tras la muerte de Marco Aurelio, aportándonos además una reflexión etiológica sobre la misma. El historiador aúna, sin darles un mayor peso o importancia a unas o a otras, causas que los historiadores modernos denominan «externas» e «internas» de la crisis del siglo iii. Sobre cuáles causas tuvieron un papel más preponderante en la crisis sigue existiendo, en cambio, un gran debate entre los historiadores modernos11:

Herod. 1, 1, 4-5: «Si alguien pasara revista a todo el período que arranca de Augusto, desde que el régimen romano se transformó en poder personal, no encontraría en los cerca de doscientos años que van hasta los tiempos de Marco ni tan continuos relevos en el poder imperial, ni tales cambios de suerte en guerras civiles y exteriores, ni conmociones en los pueblos de las provincias y conquistas de ciudades, tanto en nuestro territorio como en muchos países bárbaros, ni movimientos sísmicos y pestes ni, finalmente, vidas de tiranos y emperadores tan increíbles, que antes eran raras o ni siquiera se recordaban. De éstos unos mantuvieron su autoridad durante bastante tiem-

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po mientras que para otros el poder fue pasajero; algunos yendo sólo en pos del título y de la gloria efímera rápidamente fueron derrocados. Durante un período de sesenta años el imperio romano estuvo en manos de más señores de los que el tiempo exigía y produjo un sinnúmero de situaciones cambiantes y sorprendentes»12.

La solución de los problemas internos y externos del imperio referidos por Herodiano fue, ciertamente, el objetivo de Diocleciano y otros emperadores. Pero, veamos ya cuáles eran los principales problemas económicos existentes a finales del siglo iii y cuáles fueron las medidas implementadas por los emperadores para solucionarlos. Así, de una lectura reflexiva de la legislación imperial del siglo iv se puede deducir que los grandes problemas eran: 1.º La proliferación de agri deserti; 2.º La disminución de la mano de obra esclava; 3.º La insuficiencia de las prestaciones a la hacienda pública; 4.º El estancamiento de la producción; 5.º El estancamiento del comercio; 6.º La presión fiscal; y 7.º La depreciación de la moneda y la inflación. Las medidas adoptadas frente a tales problemas fueron respectivamente: 1.ª La reocupación forzosa de los agri deserti; 2.ª El colonato con adscriptio glebae; 3.ª La agremiación forzosa de los trabajadores; 4.ª Los monopolios imperiales; 5.ª Las medidas de control del comercio interior y del exterior; 6.ª La reforma fiscal; y 7.ª La reforma monetaria y el escandallo.

  1. Respecto al abandono de fincas cultivables, la...

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