Una justificación de las intervenciones humanitarias en los derechos humanos mínimos

AutorFederico Arcos Ramírez

Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural

Señalábamos anteriormente que la universalidad de los derechos humanos cuya violación justifica prima facie una intervención humanitaria se encontrarían a salvo del relativismo ético-cultural. En la actualidad parece extremadamente difícil cuestionar que la prohibición moral del genocidio, la esclavitud o la limpieza étnica está más allá de cualquier forma de escepticismo, y que ello puede ser expresado en el lenguaje de los derechos humanos universales. Pero, tal y como indicábamos antes, ésto no debe ser interpretado como una negación total del relativismo sino más bien como su superación o corrección parcial. Esto es, hoy prácticamente nadie rechazaría la existencia de valores no puramente endógenos, pero tampoco se admitiría la transculturalidad y universalidad de la totalidad de derechos que han venido siendo proclamados como tales desde el siglo XVIII hasta hoy. Se rechazaría así la tesis del relativismo normativo según la cual no existen valores con significado en más de un determinado contexto cultural, pero no se habría logrado defender que todos los derechos humanos internacionalmente positivizados no son, en su sustancia o en algunas de sus concepciones, exclusivos de una o varias de las racionalidades o civilizaciones del planeta.

La defensa de la universalidad de este catálogo mayor o menor de derechos humanos debía centrase, al menos en un primer estadio, en mostrar las inconsistencias y falacias sobre las que descansa el relativismo ético-cultural, así como en desacreditar su pretensión de ser una filosofía favorecedora de la tolerancia. Estas críticas podrían resumirse en los siguientes puntos:

1) El convencimiento de los relativistas de que los individuos están conformados profundamente por su cultura y sociedad hipostasia el papel de los determinantes sociales y culturales, a la vez que exagera la homogeneidad y autonomía de la cultura y la sociedad. Sebreli advierte la existencia de una tendencia un tanto patológica entre los antropólogos de interpretar la compleja realidad humana en términos exclusivos de cultura, haciendo de ella un absoluto134. Sin embargo, ni la cultura ni la sociedad poseen un carácter autosuficiente e independiente (ambas están condicionadas por la economía, el desarrollo tecnológico, el sistema político, etc.), ni tampoco son el único factor que conforma la personalidad del individuo135. Al menos en cierta medida, no le falta razón a Rawls cuando declara que el yo puede modificar sus fines sin poner por ello en peligro su identidad moral136.

Frente al determinismo de los factores culturales en la configuración de la personalidad, Parekh reclama que los individuos no son objetos pasivos carentes de recursos morales e intelectuales diferentes de los que les proporciona su propia cultura o sociedad, e incapaces, en consecuencia, de adoptar un punto de vista crítico e independiente respecto a las creencias dominantes. Por definición, toda cultura posee una historia y unas ideas, mitos, historias de lucha y sueños de perfección heredados del pasado que proporcionan una distancia crítica y algunos recursos para resistir las creencias dominantes. Además, dado que, como parte de su mecanismo autoreproductivo, toda sociedad anima a sus miembros a pensar críticamente acerca de las creencias y costumbres de los extranjeros, parece muy difícil evitar que esta facultad crítica no termine también dirigiéndose contra sus propias prácticas y creencias137.

2) Se ha puesto igualmente de manifiesto que el relativismo normativo padece una grave incoherencia lógica interna. Ésta nace de que, por un lado, aquél rechaza que existan valores objetivos e independientes de las distintas culturas y tradiciones que permitan enjuiciarlas, pero, por otro, se presenta como una filosofía impulsora de un único principio que sí sería objetivo y transcultural: el de la tolerancia de todas las culturas y códigos morales. Además de incoherente, este principio incurre en la «falacia naturalista» (Moore) consistente en deducir el deber del ser, de inferir la validez moral de toda costumbre o norma del mero hecho de ser aprobada por una determinada cultura138.

3) Por otra parte, es totalmente injustificado que la lógica del discurso relativista implique necesariamente la defensa de actitudes tolerantes respecto a sistemas morales ajenos. El valor de la tolerancia no deriva del relativismo sino que es un imperativo moral universal. El relativista, en cuanto tal, no puede decir nada a favor o en contra de la tolerancia desde un punto de vista moral ya que, desde el momento en que lo hiciera, dejaría de ser un observador de la moralidad y se convertiría en defensor de ella. Y, además de fundarse en un razonamiento contradictorio, la tesis de la vinculación del relativismo normativo con la tolerancia queda desacreditada por la experiencia histórica, siendo posible hablar de una conexión psicosociológica entre aquél y la ideología totalitaria139. En última instancia el relativismo cultural es una actitud conservadora, defensora del statu quo e compatible con la crítica y la disidencia140.

Las razones racionales contra del relativismo parecen, pues, muy contundentes. Si la fuerza de sus argumentos a la hora de entender, interpretar y hacer observar los derechos humanos internacionalmente proclamados dependiera de la fuerza y predicamento que actualmente pueden tener en la comunidad filosófica, sería bastante débil y, en cualquier caso, mucho menos intensa que en décadas pasadas. Frente al radicalismo de antropólogos, lingüistas y de la ética analítica de la primera mitad del siglo XX, resulta mucho más difícil encontrar una defensa tan desaforada del relativismo ético en la filosofía moral actual. Sin embargo, un talante más realista conduciría a comprobar que la corrección o moderación del impulso relativista en el plano teórico no se ha traslado al mundo de las organizaciones y relaciones internacionales en el que, como hemos podido observar, el apego a las peculiaridades culturales estaría impulsando desde hace años una revisión tácita de la Declaración Universal de derechos humanos. Ello está, sin duda, profundamente vinculado al tipo de auditorio que representa la sociedad internacional. Es obvio que no lo integra una comunidad de filósofos, ni se parece en nada a la comunidad ideal de diálogo, ni a un auditorio universal, sino que es una asociación de Estados soberanos formados, como dice Walzer, por la unión entre un gobierno y “una” comunidad política.

Lo cierto es que, como pone de manifiesto Nagel, en el mundo considerado globalmente hay comunidades culturales y nacionales que representan valores tan radicalmente diferentes que no parece posible construir una única concepción de un orden político legítimo en el que pudieran vivir todos, un sistema legal respaldado por la fuerza cuya estructura básica fuera aceptable para todos141. Este dato haría dudar entonces de hasta qué punto la superación del relativismo cultural necesaria para lograr una plena universalización espacial de los derechos humanos no debe, dentro de lo razonable, aceptar como una realidad teóricamente irreductible ese pluralismo cultural e ideológico y ser –utilizando la conocida expresión de Rawls– una superación política en lugar de metafísica. Y es que, con independencia de que se sea o no relativista, o de que el relativismo ético-cultural constituya o no una teoría coherente, creo razonable admitir que su mejor o peor intencionado empleo ha contribuido a hacer mucho más visibles las diferencias y particularidades propias de las diversas civilizaciones y culturas del planeta y a reconocer que la universalidad de los derechos humanos debería ser el fruto del diálogo entre ellas142. Ello ha permitido, igualmente, poner de manifiesto la ingenuidad tanto del racionalismo ético, para el que la demostración de la...

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