La internalización de externalidades a través de la educación: el deber de educar a los consumidores en los medios de comunicación social de titularidad pública

AutorJuan Herrera Vegara
CargoDoctor en Derecho Prof. Asociado de Economía Aplicada Universidad de Granada
Páginas59-80

INTRODUCCIÓN

Existen buenas razones para que el Estado interfiera el libre desenvolvimiento del mercado. La presencia de externalidades es una bastante poderosa. Cuando la producción o el consumo de un bien perjudica o beneficia a sujetos que no participan en las transacciones de mercado, los agentes que intervienen en él no tendrán en cuenta, en sus decisiones de compra y consumo o de producción y venta, esos costes que no soportan o beneficios que no disfrutan. Al abstenerse oferentes y demandantes de incorporar en sus decisiones estos costes y beneficios externos, la demanda y la oferta sólo conseguirán equilibrar, en el mejor de los casos (en condiciones de competencia perfecta), los costes y los beneficios privados, pero no los sociales. El mercado conduce a un resultado ineficiente. La contaminación, o, en general, los daños al medio ambiente, son el paradigma de coste externo o externalidad negativa: Los procesos de producción (o consumo) emplean habitualmente recursos escasos —aire puro, agua limpia, reserva genética, valores paisajísticos...— sobre los que nadie ejerce derechos de propiedad y que pueden, por tanto, ser utilizados sin necesidad de pagar un precio, no suministrando el mercado incentivos para limitar su uso y destrucción. Quien daña contaminando no paga, así, por hacerlo: repercute el coste en el conjunto de la sociedad reduciendo su bienestar. Quien sufre el daño (la sociedad) no recibe compensación. Son transacciones de no mercado, pues éste no valora esos recursos ni el perjuicio que implica su deterioro. Como los costes externos no se incorporan a las funciones de oferta de las empresas que no los sufren, el volumen de producción y consumo de los bienes cuyo proceso de obtención contamina será excesivo (mayor que el óptimo), al igual que la contaminación generada en dicho proceso, y sus precios demasiado bajos, al no reflejar una parte del coste afrontado en el transcurso del mismo por la sociedad. Puesto que el mercado se comporta con tal ceguera, resulta irracional mistificarlo u oponerse a la intervención del Estado apelando a una libertad que nada tiene de sagrada y que sólo se justifica si conduce a la eficiencia: nadie debe ser libre para perjudicar —provocar costes externos— a los demás. Entre las políticas dirigidas a corregir este problema 1, está la de internalizar los costes externos obligando a quienes los generan a pagar por ellos: A través de un impuesto equivalente al coste externo, éste deja de serlo, se incorpora a las funciones de oferta y, ahora sí, el mercado hace el resto —los niveles de producción, y de contaminación, se reducen; suben los precios, que pasan a reflejar el coste completo; disminuye el consumo—, llevándonos a un resultado eficiente (o más próximo a la eficiencia). Ahora bien, sean cuales fueren las medidas acordadas, considero indispensable la adopción, como política complementaria susceptible de modificar directamente conductas y de reforzar la aceptación por la población de las restantes políticas y su eventual repercusión en los precios de mercado, la persuasión moral, la información y educación de la ciudadanía en los valores ambientales 2. La concienciación ha de apuntar a todos los sectores, aun a aquéllos de los que dependen directamente las decisiones empresariales, pese a la dificultad de propiciar en estos últimos cambios de comportamiento dirigidos a la preservación de la calidad ambiental cuando ello entra en conflicto con el objetivo de la maximización del beneficio. Me centraré, no obstante, en la educación ambiental «por el lado de la demanda»: la que intenta influir directamente en el comportamiento de los consumidores 3. Resulta crucial, pues las externalidades no surgen sólo en la producción, sino también en el consumo, y, además, en la medida en que los compradores comiencen a valorar, como una característica más de las diferentes mercancías, la influencia de sus procesos de producción en el entorno, serán los cambios en las demandas provocados por esa internalización moral o cívica de las externalidades los que influyan en el comportamiento de los productores y la asignación de los recursos, al igual que los cambios en las funciones de oferta derivados de la internalización monetaria de las externalidades por parte de los productores afectan a posteriori, vía precios, a los niveles de consumo. Se trata, en definitiva, de conseguir que el consumidor asuma su responsabilidad como tal; de hacerle ver que, cada vez que selecciona un producto, contribuye a poner en marcha o mantener un determinado proceso de producción —y de consumo— más o menos agresivo con el medio; que, al comprar, no sólo elige mercancías, sino niveles de degradación ambiental. La asunción de estos valores requiere el empleo de medios que permitan la más amplia difusión del mensaje. Encaramos, con ello, la cuestión central de este trabajo, que, a partir de aquí, adopta un enfoque eminentemente jurídico: la educación de los consumidores en los medios de comunicación social de titularidad pública. Trataré de responder, concretamente, a estas preguntas: ¿Tienen en nuestro país los poderes públicos el deber de educar a los consumidores en los valores ambientales a través de estos medios? ¿Existen cauces para exigirles el cumplimiento de ese deber?

EL DEBER DE EDUCAR A LOS CONSUMIDORES EN LOS VALORES AMBIENTALES A TRAVÉS DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL DE TITULARIDAD PÚBLICA

El artículo 17 de la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (en adelante, LGDCU) dispone: «Los medios de comunicación social de titularidad pública dedicarán espacios y programas, no publicitarios, a la información y educación de los consumidores o usuarios. En tales espacios y programas, de acuerdo con su contenido y finalidad, se facilitará el acceso o participación de las asociaciones de consumidores y usuarios y demás grupos o sectores interesados, en la forma que reglamentariamente se determine por los poderes públicos competentes en la materia».

La norma impone claramente un primer deber a los medios de titularidad pública a los que se dirige —veremos cuáles son—, es decir, a sus titulares, ya que no dice «podrán dedicar», sino «dedicarán espacios y programas...». A continuación, formula otro deber: el de facilitar el acceso y participación en ellos a los sujetos a que se refiere («se facilitará...»). Se pronuncia, pues, en términos categóricos 4. La posibilidad de cumplimiento del segundo deber viene subordinada de forma lógica al efectivo cumplimiento del primero, ya que no se puede facilitar participación en unos programas que no existen, pero no viceversa, pues sí es posible emitir tales espacios y programas sin facilitar en ellos la participación exigida. De la lectura de la norma, aún se deduce la subordinación del segundo de esos deberes al cumplimiento de un tercero: el de regular por vía reglamentaria dicho acceso y participación. Cabe, pues, dedicar espacios y programas a los objetivos descritos sin dictar siquiera el reglamento o los reglamentos que determinen la forma en que ha de tener lugar el acceso o participación aludidos: cumplimiento del primer deber e incumplimiento de los otros dos. Cabe también emitir esos espacios y programas habiendo dictado los reglamentos oportunos sin materializar lo en ellos dispuesto, sin facilitar la participación regulada en los mismos: cumplimiento de los deberes descritos en primer y tercer lugar e incumplimiento del segundo. Y aún es posible la emisión de los programas con la efectiva participación de los sujetos mencionados en el precepto sin que ésta se haya reglamentado previamente, caso en que el primer deber quedaría cumplido, pero no el tercero ni, a mi juicio, el segundo, pues éste no consiste en facilitar el acceso o participación de cualquier forma, sino sólo en la forma reglamentariamente establecida, aun cuando, materialmente, parezca preferible facilitar una participación no regulada que no facilitar ninguna.

Pese a ubicarse en el Capítulo IV de la LGDCU, rubricado «Derecho a la información», el artículo 17 se refiere también a la educación de los consumidores y usuarios, por lo que ha de relacionarse con el 18, inserto en el capítulo V: «Derecho a la educación y formación en materia de consumo». El artículo 18 indica, en su número 1, los objetivos de la «educación y formación de los consumidores y usuarios». El que más interesa a este trabajo es el descrito en el apartado e): «Adecuar las pautas de consumo a una utilización racional de los recursos naturales». Para conseguirlo, hay que informar tanto como educar. La información es la base sobre la que se apoya la educación. Relacionando ambos preceptos, se deduce que la ley impone, a los titulares de los medios de comunicación social públicos a los que cabe entender dirigido su mandato, el deber de dedicar una parte del contenido de los referidos espacios y programas a la información y educación de los consumidores en ese aspecto: el consumidor debe ser informado, según se dijo, sobre las consecuencias ambientales de los procesos de producción y consumo que, con su demanda y utilización de productos, contribuye a poner en marcha o mantener; orientado para minimizar los impactos negativos de su conducta, y concienciado acerca de su responsabilidad al respecto 5. A poco de promulgarse la LGDCU, BARBA VEGA destacó la importancia del instrumento descrito en el artículo 17 para la consecución de los objetivos educativos enumerados en el 18.1 y su complementariedad con el del 18.2: la incorporación de los contenidos en materia de consumo al sistema educativo 6. Mientras éste se centra en los alumnos, quedando garantizada —añado— la difusión de esos contenidos gracias a la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica (art. 27.4 de la Constitución), la eficacia de la medida impuesta en el artículo 17 se basa en el acceso generalizado a los medios, televisión y radio especialmente, de la población, incluidos los...

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