Inmigración y barreras en la ciudadanía. El miedo al otro y el derecho a la democracia plural

AutorSusín Betrán, Raúl
CargoUniversidad de La Rioja
Páginas227-251

Ver nota 1

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1. Introducción Centrando el problema

Dentro de los complejos procesos de transformación que atraviesan hoy nuestras sociedades, no es el de menor relevancia aquel que tiene que ver con el tránsito de las mismas desde sociedades construi-

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das sobre la base de una cierta homogeneidad a otras en las que la diversidad se presenta como un reto. En este sentido, cuestiones ocurridas en las últimas décadas del siglo pasado -y que no dejan de tener continuidad en estas dos primeras décadas del xxi-, como la intensificación de los procesos migratorios, la globalización y el desgaste del vínculo Estado-nación-ciudadanía, abren el debate para repensar, de acuerdo a las exigencias de pluralidad, tanto la condición de ciudadanía como la propia idea de democracia.

Sin embargo, y como iremos viendo, frente a la realidad multicultural es excesivamente frecuente encontrar cómo lo político institucional, en un gesto que puede ser interpretado como auto-protector, se cierra al reconocimiento de un significado de la ciudadanía -y de la democracia- sensible a esa realidad. Se desprecia, de esta forma, uno de los valores propios de la democracia, su capacidad para ir transformándose al tiempo que conoce de los riesgos y desafíos que se le presentan. Y entre estos riesgos y desafíos no es para nada despreciable el que tiene que ver con saber afirmar las diferencias, y en ellas reconocer que la diversidad debe contaminar -en sentido positivo- el significado de la idea de ciudadanía y de la misma democracia como demo-cracia plural.

Si, de acuerdo con Pietro Costa, la ciudadanía se presenta como «la relación política fundamental», esto es, la relación entre un individuo y el orden jurídico político en el que este se inserta (Costa: 2006, 35), hablar de una sociedad con suficientes niveles de integración exige remover los elementos que hacen que en ella la ciudadanía no sea sino una pirámide con espacios fuertemente compartimentados, excluyentes, y en los que resulta prácticamente imposible cualquier movilidad. Mientras las personas que conviven en esas sociedades no sientan que se actúa de forma abierta en el reconocimiento de la diversidad; mien-tras, tanto a nivel de derechos en abstracto como cuando toca hablar de la eficacia de estos derechos en lo que afecta a situaciones cotidianas, no se reconozca el valor del otro como parte de nosotros mismos, no podremos hablar de nuestras sociedades como sociedades demo-cráticas que cumplen las exigencias de legitimidad que la pluralidad actual requiere.

2. Algunas cuestiones claves: la inmigración como elemento estructural y la ciudadanía como categoría exclusiva y excluyente

Tras unos años de crisis es cierto que los movimientos migratorios y la inmigración no han permanecido ajenos a los mismos; así, se puede apreciar una cierta tendencia decreciente que afecta a los países desarrollados y, aunque no a todos por igual, por lo menos sí a nuestro país, como se recoge en los datos proporcionados por el Instituto

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Nacional de Estadística (INE) 2. Si bien es cierto que, de una parte, en estos datos habrá que tener en cuenta cuestiones como los procesos de nacionalización de los extranjeros; y, de otra parte, que no deja de ser una tendencia que, como se pone de manifiesto con una mirada a la realidad, o a las noticias que podemos encontrar en los medios de comunicación de forma recurrente, no es un cambio de gran calado, ni mucho menos consolidado 3.

En cualquier caso, lo cierto es que nuestras sociedades de ningún modo volverán al estado de hace solo unas décadas. Tienen ante sí una pluralidad, alimentada en buena medida por esta intensificación de los procesos migratorios, que supone un reto complejo, pero, a la vez, una oportunidad de redefinir la ciudadanía y con ella la propia democracia en una clave plural. Ignorar este desafío supone instalarse en una especie de crisis de ansiedad que nos deslizará hacia el bloqueo y la incapacidad de tomar decisiones para adaptarse a las nuevas necesidades; o, peor aún, hacia una reacción de cierre de fronteras no solo geográficas, sino a un nivel más profundo, a un nivel que tiene que ver con la propia identidad, con la propia existencia construida, precisamente, en base a la negación del otro.

En este sentido, nos resulta de utilidad la doble opción que recoge Zapata-Barrero en relación a cómo el multiculturalismo afecta al marco conceptual de lo que ha sido la Santísima Trinidad de las democracias liberales europeas. La relación triádica formada por el «Estado», la «Nación» y la «Ciudadanía» -en la que esta última desempeña un papel mediador como «el principal vehículo que tiene el Estado y la Nación para legitimarse»- atraviesa un período de desencanto, abriéndose la posibilidad de construir dos tipos de argumentos o corrientes. De un lado, la que este autor denomina vía fundamentalista, que defiende el carácter sagrado e indivisible de la Santísima Trinidad, aboga por la homogeneidad y la uniformidad, y en el ámbito de la ciudadanía identifica a esta con la nacionalidad; de otro lado, la que Zapata-Barrero llama vía multicultural, la cual supone una problematización de la relación Estado-Nación-Ciudadanía, la defensa del carácter heterogéneo del demos y que la ciuda-

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danía no deba necesariamente estar identificada con una única nacionalidad (Zapata-Barrero: 2003, 114-117).

O como también viene a sostener unas páginas más adelante: dentro de las barreras políticas -sin olvidar junto a ellas a las económicas, que afectan al vínculo ciudadanía-igualdad y que en el caso de los inmigrantes elevan sus muros-, que provocan distancia entre el concepto moderno de ciudadanía y su expansión semántica, no es la menos importante la del prejuicio que nos obliga a plantear la relación nacionalidad=Estado=ciudadanía como una relación de igualdad, y en ella sus términos como no intercambiables. Concluyendo este autor: «Si el vínculo entre Estado/Nación/Ciudadanía es La (en mayúscula) forma de legitimar toda gestión política, tenemos dificultades de encontrar elementos para incorporar una nueva realidad dentro de los parámetros tradicionales: la realidad del multiculturalismo» (Zapata-Barrero: 2003, 124-127).

Para comprender estas dificultades y barreras que empobrecen nuestra democracia, creo que resulta de utilidad fijarnos en cómo la ciudadanía ha vuelto a recuperar su capacidad excluyente, como «arquitecto de las desigualdades»; cuando, casi a modo de espejismo, con el análisis de T. H. Marshall pudimos pensar que había llegado a un punto irreversible en el reconocimiento del ciudadano como miembro de pleno derecho de su comunidad, de una comunidad nacional de iguales (Marshall: 1998). Así, como se ha señalado por diversos autores, la visión de Marshall estaba pensada para sociedades homogéneas, uniformes, ajenas al pluralismo cultural actual (Coutu: 1999, 12-13); o como también han recogido Fraser y Gordon: «Su periodización de las tres fases de la ciudadanía, por ejemplo, se adecua solo a la experiencia de los hombres, trabajadores y blancos. Una minoría de la población» (Fraser y Gordon: 1992, 69).

Dicho de otra forma, resulta que al igual que en su día este reconocimiento de unos individuos como ciudadanos, como miembros de la comunidad política, del demos, es decir, como portadores de derechos, supuso dejar fuera del disfrute de los mismos a buena parte de la población; hoy nos encontramos con que en nuestras sociedades seguir asignando derechos en virtud de la pertenencia a una nacionalidad crea una fractura entre lo que es la población real y la sociedad políticamente reconocida; entre los que viven en una sociedad y los que disfrutan de la condición de ciudadanos y de la titularidad de derechos -y reconocimiento- que significa esta condición 4. Se puede

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decir que se trata de una forma de pensar los derechos basada en la contraposición ciudadanos-extranjeros, nosotros-ellos, y en la exclusión de estos, los extranjeros, del espacio que constituye el demos, lo que da lugar a toda una «institucionalización-naturalización» de un ámbito de exclusión que se mantiene firmemente cerrado al desarrollo de la democracia 5.

La conversión de la inmigración, y con ella del hecho del multiculturalismo, en un elemento estructural de nuestras sociedades obliga, por lo tanto, a una reflexión en torno a la relación ciudadanía-inmigración y a cómo en ella -en la ciudadanía- se ha revertido su imagen inclusiva y expansiva hacia una dimensión exclusiva y excluyente. Una dimensión que socava las oportunidades de integración de la población inmigrante, supone un alto coste de legitimidad y acaba deteriorando la calidad democrática de nuestras sociedades. Roto el vínculo existente entre la idea de ciudadanía y la pertenencia al Estado-nación, y que supuso durante un tiempo el criterio básico de inclusión en el orden que este significaba 6, el panorama que sale a la luz, el de una sociedad de castas en la que conviven nacionales y no naciona

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les, residentes autorizados y no autorizados, supone un alejamiento «de la aspiración democrática de convivencia dentro de un espacio político de igualdad» (Rubio Marín: 2002, 181) 7.

Sin embargo, conviene señalar que lo paradójico del caso es que, pese a sus costes de legitimidad democrática, esta sociedad...

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