La pena de inhabilitación absoluta ¿Es necesaria?

AutorBorja Mapelli Caffarena
CargoCatedrático de Derecho Penal. Universidad de Sevilla
Páginas5-29

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I Introducción

Una reciente monografía de Puente Aba1sobre la inhabilitación absoluta en la que se aborda con rigor y de una forma tan exhaustiva, como no se había hecho antes en nuestra ciencia penal, es un motivo justificado para que se inicie una reflexión sobre esta pena e, inevitablemente, sobre el resto de las penas que forman el grupo de las llamadas por nuestro legislador “penas privativas de derechos”. Todas ellas y, muy especialmente, la inhabilitación absoluta parece que se hubieran quedado prendidas en el túnel del tiempo, insensibles a los muchos vaivenes producidos en las sucesivas leyes penales, desde que la 7ª Partida (Tít. VI) en su Ley VI, reconociera que todo yerro lleva inevitablemente asociado la nombradia mala que solo puede perderse por el enfamamiento o recuperación de la buena fama, competencia reservada a la Corona.

El adjetivo de absoluta que acompaña a la inhabilitación no tiene la misión de diferenciarla de la inhabilitación especial, sino que se quiere con él significar que estamos ante una pena totalizadora y perpetua que aspira a etiquetar al condenado en si mismo y en su relación con los demás y que, aun cuando no se pretenda, resulta irreparable. Por esto, un retribucionista como Carrara la consideró destructiva de la dignidad humana y obstaculizadora de la enmienda2. Esa “universalidad3inhabilitante ni se corresponde con la realidad, ni, desde luego, se sostiene en un sistema penal moderno.

Distintas razones pueden explicar esta falta de aggiornamento que sufre la inhabilitación absoluta. El sistema penal muestra en esa desatención el interés preponderante y excluyente de la pena privativa de libertad que se sitúa en el centro de la atención penológica. Por otra parte, teniendo en cuenta su perfil criminológico y social, se presume que la perdida de honores o, incluso, del empleo público no es algo que preocu-

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pe a los condenados. Por último, la ancestral descoordinación de nuestra Administración de justicia en la ejecución de los fallos condenatorios y la falta de una información fluida y fiable entre las distintas administraciones públicas da lugar a que la inhabilitación sea una pena nominal sin ejecución de oficio, tan solo a instancias de parte puede diligenciarse su efectivo cumplimiento. Si nadie lo denuncia, porque tenga intereses contrapuestos, muy probablemente el condenado podrá mantener sus honores y podrá recuperar su empleo en cualquier Administración.

Para comprender el uso que el legislador hace de ella, es necesario no perder de vista esos orígenes. La inhabilitación absoluta es heredera de la pena de infamia que provocaba en el sujeto una condición de persona de segundo rango4, con importantes consecuencias tanto en el plano de su status jurídico, como en el patrimonial5. Más adelante las penas infamantes pasaron a tener el carácter de accesorias. La codificación hizo evolucionar esta pena en un doble sentido, por una parte, alejándola de la idea del Derecho penal de autor y, por otra parte, limitando sus efectos6. Ese adecentamiento conforme a las garantías del Estado moderno ha sido el que ha permitido que sobreviva hasta nuestros días. Sin embargo, aún son muchos los conflictos que se suscitan cuando se confrontan con las garantías del ius puniendi. Porque en los términos en los que está actualmente concebida en el Art. 55 sigue siendo una pena infamante, la infamia no solo se alcanza por los contenidos, sino también cuando se transmite al condenado la idea de que la pena que se le impone está al margen del delito cometido7. Toda pena que no responde, en lo concreto,

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a la gravedad de la infracción tiene como fundamento, no el castigo, sino la difamación de la persona del condenado.

La inhabilitación absoluta es probablemente la pena más hibrida de las que recoge nuestro Código. Lo es, en primer lugar, por su contenido, porque está formada por una amalgama de consecuencias de muy distinto alcance, dependiendo de las circunstancias personales del condenado y lo es, también, por su heterogénea relación con las demás penas. Por otra parte, tal como aparece en nuestro Código carece del más mínimo respeto con las exigencias de seguridad jurídica que rige en el sistema penal. El juez en el momento de dictar la sentencia ni puede ni tiene que concretar cuál va a ser el alcance de la pena. ¿Cómo puede soportar el test de las garantías penales una pena que en el fallo tan solo se enuncia en términos tan ambiguos que se exime al órgano sentenciador de la obligación de entrar en una mayor concreción?

Esta imprecisión tiene como consecuencia el generalizado incumplimiento de la inhabilitación absoluta que, salvo contados casos, se limita a aparecer como apéndice en el fallo condenatorio y poco más. Las penas nacen con vocación de cumplirse y cuando, tras ser firme, quedan en una especie de limbo jurídico se transmite una imagen de la Justicia que lesiona los fines de prevención general. Este es el caso de la inhabilitación absoluta que en la gran mayoría de las ocasiones no sobrevive a la sentencia firme.

En el presente trabajo abordaremos algunas de las cuestiones más problemáticas de dicha pena y terminaremos haciendo una propuesta lege ferenda sobre la misma.

II Naturaleza juridica
  1. La inhabilitación absoluta aparece mencionada hasta en treinta ocasiones a lo largo del Libro Segundo de nuestro Código8. No está contemplada ni como medida cautelar, ni como medida de seguridad. La horquilla más frecuentemente empleada es la comprendida entre los seis y los doce años. En muchas de estas ocasiones va referida a grupos de delitos, incluidos dentro de un mismo capítulo, a veces, tan amplios, como los de salud pública. De manera que, en contra de lo que parece, es una pena muy frecuentemente utilizada por el legislador. Su empleo tie-

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ne consecuencias que van más allá de la estricta aplicación de una pena. En el delito de sedición, por ejemplo, cierra la puerta a la posibilidad de que el órgano judicial pudiera bajar la pena hasta en dos grados y, con carácter general, al tratarse de una pena grave, siempre que aparece, los plazos de prescripción son mayores (Art. 133 CP) y también lo es el tiempo para cancelar los antecedentes penales (Art. 136 CP).

En todos estos supuestos la inhabilitación dista mucho de comportarse como el resto de las penas principales, las cuales resultan incrementadas o atenuadas en función de la mayor o menor gravedad del tipo básico. Por el contrario, la inhabilitación suele mantener una misma horquilla de pena, incluso, aunque el delito pase a castigarse a título de imprudencia, como sucede dentro de los delitos de receptación y blanqueo de capitales, en los que está prevista la comisión imprudente (Art. 301 CP); algo tan relevante como el título de imputación no hace modificar la horquilla genérica de la inhabilitación (Art. 303 CP). En otras ocasiones se emplea la misma gravedad a pesar de que la pena de prisión, a la que acompaña, ha cambiado sustancialmente o, incluso, como sucede en los delitos contra la salud pública, debido a una disminución sensible del injusto, deja de emplearse ya la prisión y pasa a castigarse con multa. Esto sucede, por ejemplo, en el Art. 372 CP, que castiga de forma genérica con la inhabilitación absoluta comprendida entre los diez y los veinte años, tanto a quien realiza el tipo del Art. 368, como el 360.

Esta fórmula legal es poco respetuosa con el principio de proporcionalidad, pues, aun a pesar de que se emplee los topes mínimos, nunca permite considerar la enorme diferencia que hay entre unos tipos y otros dentro de un mismo grupo9. Y, desde luego, permite cuestionar si la voluntad del legislador es que en estos supuestos la pena de inhabilitación se determine conforme a las reglas comunes o siga la suerte de las penas accesorias10.

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En efecto, la única explicación, que tal proceder del legislador puede encontrar es que, aun cuando se utiliza como pena principal, se concibe como pseudo accesoria o de accesoriedad impropia11. La seña de identidad de una pena principal es siempre que su gravedad está condicionada por el delito al que acompaña12. Y, si bien, la determinación de la duración de la inhabilitación en estos casos, inevitablemente, se hará siguiendo el procedimiento general aplicable al resto de las penas principales, la pena en abstracto –igual para la mayoría de las ocasiones– se ha puesto sin considerar la gravedad del delito.

Ya el Código de 192813se percató de ello y las trató como efectos de otras, en términos parecidos a como lo hace la legislación alemana (nebenfolgen) y en nuestro país tampoco han faltado autores que han considerado conveniente que las inhabilitaciones, especialmente, la absoluta se apliquen como efectos de las penas, pero en sede jurisdiccional distinta (administrativa, civil)14. En parte, otras ramas de derecho no se han resistido a incluir como causas de inhabilitación para el ejercicio de ciertos derechos la condena penal, dando lugar a un considerable número de solapamientos legislativos. A nuestro juicio, sacar del Código la inhabilitación absoluta y dejar que, si fuere conveniente, sean otros ordenes los que la apliquen no solo evita estas duplicidades, sino que tiene la ventaja de que va a ser tratada estratégicamente en el lugar que corresponde y se ajustará al modelo político y jurídico adecuado. Esta decisión tiene la ventaja añadida de que la privación se hará estrictamente donde se entienda necesario y no como sucede ahora con carácter universal en contra del principio de intervención mínima. Así, por ejemplo, la pérdida del derecho al sufragio, concebido como pena, no puede evitar su carácter infamante cuando se aplica sin más a los condenados a prisión, en tanto que tratada dentro de la legislación electoral puede tener otros objetivos y responder a determinadas...

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