Informe bio-bibliográfico

AutorReyes Mate
Páginas26-38

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1. La Mejorada y Arcas Reales

La Mejorada era un viejo caserón, a cinco kilómetros de Olmedo, en la provincia de Valladolid, que había sido monasterio jerónimo en tiempos de Isabel de Castilla y que acabó convirtiéndose en un colegio de los padres dominicos. Allí llegué con diez años en 1952. Eran tiempos de postguerra en los que las familias de origen modesto, como era el caso, veían en estas instituciones la posibilidad de que el chico estudiara, porque la estancia era casi gratis, estaba bien alimentado y encima estudiaba; un privilegio, habida cuenta de los tiempos que corrían. De aquella época recuerdo la disciplina en el estudio, el rigor de la educación religiosa y la vida al aire libre en un paisaje castellano, rodeado de pinares y viñedos. Al acabar el primer curso nos llevaron al Instituto de Ávila para los exámenes de «ingreso» y «primero». Fue la primera vez que subía a un tren...

De ahí pasamos al Colegio de Arcas Reales en Valladolid. Aquello era otra cosa. Un colegio moderno construido por un arquitecto de lujo como era Miguel Fisac, a quien le concedieron por la Iglesia el Premio Internacional de Arte Sacro. Esa iglesia que hoy maravilla y considero el espacio religioso moderno más logrado de lo que conozco en Europa (y conozco bien la iglesia de Le Corbusier en l’Arbresle, cerca de Lyon), me causó una impresión deprimente con sus paredes desnudas y esos santos desencajados, como el San Vicente de Susana Polack, o deformados, como el Santo Domingo de Oteiza. Pasar de La Mejorada a Arcas Reales era algo más que transitar del campo a la ciudad. Era de alguna manera viajar de España a América, pero no a la del Sur, sino a la del Norte. Aquel soberbio edificio había sido posible gracias a la indemnización que tuvo que pagar el Gobierno de Estados Unidos a la provincia dominicana de Filipinas, porque el general McCarthy había instalado su cuartel general en la Universidad de santo Tomás que a ellos pertenecía. Con aquel dinero se construyó Arcas Reales y también el convento de San Pedro Mártir en Alcobendas. Pero de América no vino sólo el dinero, sino también un cierto estilo de vida que se manifestaba en los juegos (nos enseñaron a jugar a baloncesto e introdujeron el baseball) y en un uso mucho más empático de la radio y de la literatura. De esos años recuerdo particularmente a un profesor, el padre Tejedor, que nos daba Latín y Cultura. Gracias a su entusiasmo llegamos a apreciar el arte moderno, lo que significaba un gran despegue respecto a los valores dominantes. A él le debo buena parte de mi interés por el estudio. Fue un buen día en el que nos entregaba corregido un examen de latín. Cuando llegó mi turno, me tomó a parte y me dijo: «Tienes un siete, pero tú puedes hacerlo mucho mejor». Yo era un estudiante del medio, que vivía de las rentas que se traía de casa, gracias a la excelente docencia de «Don Justi», el maestro del pueblo. En los casi tres años que llevaba en el colegio nadie se me había acercado tan personalmente, ni había sentido que interesara a alguien particularmente. Puse todo el empeño en demostrarle que tenía razón.

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2. Madrid

Arcas Reales era un colegio de dominicos, y se sobreentendía que al acabar el colegio estudiarías Filosofía. Y así ocurrió. Fui a Madrid, en 1958, donde d nuevo Miguel Fisac acababa de construir para los dominicos la Facultad de Filosofía en el Km. 7 de la carretera a Alcobendas. Un curso de preuniversitario y de introducción a la Filosofía, muy poco estimulantes. Lo sobresaliente eran las derivaciones liberales que traían algunos profesores que habían estudiado o trabajado en Estados Unidos o Filipinas. Nos metieron el gusanillo del periodismo, ya que instalaron una radio en el centro, y había que hacer guiones radiofónicos o escribir artículos para la ocasión. Eso unido a los cineforums, realmente notables, y al gusto por la literatura. Circulaban de mano en mano los volúmenes sobre Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller, lo que nos llevaba a leer los grandes autores que él trataba. Muchos estaban prohibidos y con éstos no había nada que hacer, pero otros no. Luego estaban los nuevos autores españoles que devorábamos uno detrás de otro: Nada de Carmen Laforet, La sombra del ciprés es alargada de Delibes o La frontera de Dios de Martín Descalzo. Había una animosa efervescencia entre los estudiantes que se expresaba en una revista dirigida por uno de ellos, Aniceto Núñez, que ejercía, gracias a una gran inteligencia y dotes de mando, liderazgo cultural. Le propuse y me editó un largo artículo sobre marxismo y religión, que era un resumen de uno de esos libros -El pensamiento de Karl Marx del jesuita francés Yves Calvez- sin los que no se explica nuestra generación.

Los profesores eran en su mayoría escolásticos poco dados a provocar entusiasmos filosóficos, pero había algunos que sí lo lograban, y éstos encontraron tierra abonada entres sus alumnos. En aquellos años rodaba la polémica de los dominicos de Salamanca, con el conservador padre Ramírez a la cabeza, contra Ortega y Gasset y los suyos. Roma había metido ya en el índice a Unamuno y los salmanticenses se empeñaron en repetir la hazaña con Ortega. Pues bien, en aquellos meses pasaron por el complejo de San Pedro Mártir, en Alcobendas, construido por un maldito como Fisac, que acabada de abandonar el Opus Dei, el doctor Marañón, Xavier Zubiri y Julián Marías, decididos defensores del legado de José Ortega y Gasset.

3. París

El rumbo que iba tomando aquello se apartaba tanto de lo que el catolicismo español permitía, y de lo que los propios dominicos toleraban, que tenía que acabar mal. Algunos dirigentes de dentro pensaron que se había ido demasiado lejos y que había que reconducir la situación, lo que significaba que había que aislar a las nuevas generaciones de todo lo anterior. Los cursos mayores fueron trasladados a Ávila y el mío, que era reducido, fue dispersado. Unos fueron a Granada, otros a Toulouse o Lyon. A mí me mandaron a París. Entendí que ir a estudiar a París con 18 años era un privilegio. Lo era para cualquier joven español de aquella época, y más para alguien de un grupo social como el mío.

Fue un gran cambio, pues no sólo iba a un país cuya lengua desconocía, sino a uno situado culturalmente en las antípodas del nuestro. Lo noté muy pronto. La Facultad de Filosofía de Le Saulchoir, situada en las cercanías de Corbeil, a las afueras de París, era un lugar especial. Había sido marcada con una X por las autoridades romanas, culpán-dole de graves desviaciones doctrinales. El papa Pío XII se lo tomó tan en serio que amenazó al general de los dominicos con asumir la dirección de la Orden dominicana si no ponía orden, es decir, si no expulsaba de Le Saulchoir a figuras como Y. Congar o

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M.D. Chenu. Fueron efectivamente silenciados. Al frente de la dirección de los estudios pusieron a un belga, J. Hamer, que supo capear la situación. Yo llego cuando Y. Congar ya no podía enseñar y M.D. Chenu estaba recluido en el Convento parisino de Saint Jacques. Al primero le veía en la biblioteca, siempre concentrado y con aire de atormentado. Se contaban cosas, pero no tantas como las que él mismo refiere en sus memorias. Fue perseguido, sin contemplaciones, con métodos propios del Santo Oficio. El que luego sería nombrado cardenal por Pablo VI llegó a estar tan desesperado que acarició en un momento la idea del suicidio, según cuenta en sus memorias. Pero nada refleja mejor el encono del enfrentamiento entre la curia romana y el fraile galo que ese episodio en el que le convocan en Roma, en el palacio de la Inquisición, para marearle, interrogarle, darle a entender que es sospechoso, a la espera de un fallo suyo. Desesperado, no encuentra mejor manera de expresar su indignación que aliviarse a la salida, orinando en una esquina ante las barbas del mismísimo cardenal de la Doctrina de la Fe.

Pero estamos en agosto de 1960, recién llegado a Le Saulchoir. Me ponen un tutor para que me enseñe francés y me introduzca en su mundo. Es además bibliotecario, y me compete ayudarle a recoger y repartir los libros que los estudiantes piden ordenadamente para llevarles a sus habitaciones. Me conduce a una especie de urna donde están las fichas con las solicitudes y me dice cómo recoger los libros de los estantes y colocarlos en unos cajetines con los nombres de los estudiantes. Tras la debida explicación me deja solo para que cumpla el cometido mientras él se va a otras tareas. Leo la primera ficha y me quedo perplejo. Pide un libro de J.P. Sartre cuyo título es La putain respectueuse. Voy hacia mi tutor y le digo que ése es un libro prohibido. Benévolamente me explica que ésas son cosas de Roma que allí no rigen. Pero me pide que le acompañe a un pequeño aparador en el que sí hay libros que necesitan una licencia especial. Abre la portezuela y me saca unos textos ciclostilados cuyo autor es un tal Teilhard de Chardin. Antes de navidad ya me había leído Le Milieu Divin. Luego estaba el asunto político. A aquella casa llegaban puntualmente Le Monde, Le Figaro y La Croix, que mi tutor me había recomendado leer (además de los cuentos de Tintin et Milou que gozaban de una acogida entusiasta) para mejorar el francés. Los juicios sobre la España de Franco en aquella prensa eran los que eran. Ni siquiera el diario católico templaba gaitas. Yo pertenecía a esa parte de mi generación educada en el nacionalcatololicismo, sin contraste alguno con los valores del bando republicano. Al principio tanta crítica escocía, pero los datos se iban acumulando. Los más críticos eran los propios estudiantes con una idea muy clara de la guerra civil y de las responsabilidades de la Iglesia católica. Al acercarse las navidades, mi...

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