Impuesto municipal sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana: aproximación a un tributo de moda

AutorEnrique José Rodríguez Cativiela
CargoNotario
Páginas3351-3384

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I Introducción

El Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (IIVTNU), denominado en términos vulgares «plusvalía municipal», y que en adelante denominaré sencillamente «el Impuesto», ha abandonado en los últimos tiempos su modesta posición dentro del sistema fiscal español para adquirir un repentino protagonismo. La profunda crisis económica que hemos padecido ha elevado una figura imperceptible que apenas ocupaba una modesta nota a pie de página en los tratados de Derecho Tributario, y una parte no cuestionada del importe de los costes de transacción de los bienes inmobiliarios, a un papel esencial. Este fenómeno se ha debido fundamental-mente al notable gravamen que implica a pesar del hundimiento generalizado de los precios de los inmuebles urbanos, lo que provoca la existencia de importantes disminuciones patrimoniales difícilmente conciliable con un tributo que debido a sus peculiares normas de cálculo de la base imponible, siempre resulta exigible por grande que haya sido la pérdida real experimentada por la transmisión -o adquisición- pues ambas son objeto de gravamen en

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función de la naturaleza onerosa o gratuita, respectivamente del terreno. Y lo que en las épocas de prosperidad era una partida más, ahora representa un coste importante y en algunos supuestos, absolutamente inasumible para el sujeto pasivo obligado al pago del Impuesto. Un impuesto denominado «de Incremento Patrimonial», que hace tributar como tales enormes minusvalías, admitidas pacíficamente como tales por los tributos más prestigiosos del Sistema, provoca una airada reacción de hostilidad en los contribuyentes que tienen la desgracia de padecerlo.

Esto se ha visto agravado, en una suerte de tormenta perfecta, con otras circunstancias adversas. Por un lado, el notable incremento de los valores catastrales de los bienes urbanos llevado a efecto durante los últimos años por los Ayuntamientos, con el fin de actualizar las bases del Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI), muy erosionadas por el «boom» del mercado inmobiliario operado en los años inmediatamente anteriores al estallido de la crisis económica, pues precisamente una parte de este Valor Catastral vigente en el momento de la operación, la correspondiente al suelo, constituye el elemento determinante para cuantificar la cuota del Impuesto. Y por otro, la significativa rebaja de otras figuras tributarias, también estrechamente ligadas al fenómeno inmobiliario, como el Impuesto sobre el Patrimonio, ampliamente bonificado, hasta el punto de no exigirse en determinadas CCAA (caso del País Valenciano y Madrid, donde la bonificación alcanza al 100%); y el ISD, prácticamente inexistente en las transmisiones entre ascendientes, descendientes y cónyuges en buena parte del territorio español. Lo cual significa que en la mayoría de las herencias y donaciones, aquellas que tienen por objeto principal bienes urbanos, el coste principal es precisamente este Impuesto, antes poco menos que invisible. Tal estado de la cuestión ha provocado, por un lado una reacción del propio legislador, que ha establecido con carácter retroactivo la exención total del Impuesto para los supuestos más escandalosos, como la dación en pago de la vivienda habitual del deudor hipotecario o garante del mismo, para la cancelación de deudas garantizadas con hipoteca, y en general en transmisiones derivadas de ejecuciones hipotecarias judiciales o notariales1.

De otra parte, se han publicado recientemente diversos trabajos doctrinales, alguno de ellos muy crítico con el impuesto, y propugnando su expulsión del ordenamiento jurídico por inconstitucionalidad2. Resulta curioso que un tributo de solera casi centenaria, vigente con diferentes nombres bajo el imperio de tres constituciones, las de 1876, 1931 y la vigente, aparte de las inefables Leyes Fundamentales del Reino, y habiendo vivido entre otras vicisitudes las consecuencias de la Crisis de 1929 y la catástrofe de la Guerra Civil y su larga postguerra, precisamente ahora resulte tan cuestionado.

Por último, y aludiendo a la esfera registral, tampoco hay que dejar de lado la reciente implantación del cierre del Registro, y la consiguiente existencia de diversas Resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notaria-

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do (DGRN), que aplicando esta norma endurecen el acceso al Registro de la Propiedad3.

Tales razones justifican esta humilde aproximación a una figura tributaria curiosa y olvidada que ha caminado de puntillas durante décadas, pero que inopinadamente ha provocado un pequeño terremoto con oleadas de recursos ante los tribunales y cierta preocupación por parte de los operadores jurídicos -mis disculpas por la utilización de tan horrendo neologismo-. En las páginas que siguen, trataré de esclarecer las principales cuestiones suscitadas por el tributo para ofrecer a quien pudiera estar interesado un punto de vista lo más sencillo y aséptico posible.

II Un poco de historia para comenzar

Es una lástima que en la lectura de los trabajos jurídicos, nos saltemos siempre el apartado histórico, pues suele ofrecer algunas claves para una mejor comprensión de la materia tratada. En este caso también es así.

Como ya anticipé, se trata de una figura muy añeja, con mucha más anti-güedad que los impuestos cardinales de nuestro sistema tributario: IRPF, Sociedades e IVA.

Su antecedente más remoto se encuentra en Alemania, y más concretamente en el gravamen establecido en la colonia de Kiantschou (China) en 1898, también con carácter local aunque más tarde se convertirá en imperial. Después se implantaría sucesivamente en Dinamarca, Reino Unido, Francia e Italia4.

En España, se empieza a hablar de él tras el fracaso de la desamortización, que había tratado de financiar los municipios vía patrimonio, como alternativa recaudatoria al muy impopular Impuesto sobre Consumos.

Con este objetivo se creó el Arbitrio de Plusvalía, antecedente del Impuesto vigente. Su primera norma fue el Real Decreto de 13 de marzo de 1919, promulgado al amparo del artículo 9 de la Ley de Autorizaciones de 2 de marzo de 1917, siendo Ministro de Hacienda GÓMEZ ACEBO. Este Real Decreto se inspiró en el proyecto de ley de Exacciones Municipales, que se había elaborado en 1910 bajo el mandato del Ministro COVIÁN, el denominado Proyecto Canalejas. Aunque, su antecedente más remoto sea el Proyecto de Haciendas Locales de 1907, conocido como Proyecto Maura, frustrado como el anterior, que ya preveía el establecimiento de un impuesto sobre el incremento de valor que obtuvieran las propiedades directamente beneficiadas por las reformas urbanas. Se le confirió provisionalmente carácter municipal, lo cual persiste en la actualidad. Y naturaleza potestativa, de suerte que no resultaba obligatoria su implantación por los municipios5. Solo sometía a gravamen el incremento de valor de aquellos terrenos con naturaleza de solares en el momento de su transmisión. El cálculo de la plusvalía era mucho más correcto técnicamente

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que en el Impuesto vigente, pues consistía -como no puede suceder de otra manera en un impuesto de esta naturaleza- en la diferencia entre los valores de adquisición y transmisión, con una serie de deducciones, como las mejoras, las contribuciones especiales y el Impuesto de Derechos Reales. Y el tipo de gravamen era progresivo en función de la plusvalía obtenida, del 5 al 25%, lo cual es discutible, pues resulta más ortodoxa la fijación de un tipo único, como sucede incluso en el IRPF para el gravamen de los incrementos patrimoniales.

Junto al Arbitrio de Plusvalía propiamente dicho, que solamente afectaba a las personas físicas, por razones de justicia existía lo que para algunos era una modalidad del arbitrio, pero que más bien constituía un tributo independiente6,

la mal llamada Tasa de Equivalencia, que gravaba la mera tenencia de solares por parte de las personas jurídicas, que obviamente nunca mueren -aunque esta verdad también se está viendo sometida a una dura prueba en estos últimos años- y en virtud de la cual debían tributar por la prolongación de su titularidad durante un determinado periodo de tiempo, últimamente diez años.

Aquí se halla la clave del nuevo tributo al que tan larga vida aguardaría: gravar los terrenos urbanos, de ahí que su gravamen se redujera a los solares, cuyo valor se incrementa por sí solo, sin actividad alguna de quien la obtiene, sino exclusivamente por una actuación extraña a él, la realizada por la actividad de ensanche y urbanización urbana de las Corporaciones Municipales7.

Otros hitos reguladores posteriores, que trataron de mejorar técnicamente el arbitrio, especialmente en materia de valoraciones, fueron el Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924, el Real Decreto-ley de 3 de noviembre de 1928, proyectado por CALVO SOTELO, y el Decreto de Ordenación Provisional de las Haciendas Locales de 25 de enero de 1946, desarrollando la Ley de Bases de Régimen Local de 17 de julio de 1945, que no se articularía hasta el Decreto de 1953. También hay que citar los Reglamentos de Haciendas Locales de 1952 y 1981...

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