¿una iconografía digital?

AutorRamón Cotarelo
Páginas976-1021

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1. La sociedad

Un ensayo sobre la iconografía digital tendría que resultar sencillo si se tiene en cuenta que todos los sistemas operativos en internet trabajan a base de iconos, como se denominan. Y, sin embargo, no está claro si puede hablarse de una iconografía digital en el mismo sentido en que podemos referirnos a la iconografía medieval o a la bizantina. Estas denominaciones no solo hacen referencia a un soporte material, sino a un contenido, un estilo, una temática. En el caso que nos ocupa, el de una hipotética iconografía digital, esos soportes materiales están a la vista, al alcance de todo el mundo, pero presentan una variedad tan amplia que resulta inabarcable. En cuanto a su contenido, aunque también de una extraordinaria variedad, quizá merezca la pena indagar si sigue algún tipo de pauta que permita hacer enunciados teóricos.

Hay una iconografía práctica, inmediata, minimalista que facilita los intercambios y la interacción en internet. Todavía se encuentra en sus comienzos, pero ha desarrollado ya un volumen considerable que permite hablar como de las señales de la circulación en internet. Constituye una

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semiótica universalizada que orienta el funcionamiento de las redes a veces con cientos y miles de millones de usuarios. El signo de la "arroba", @, que se requiere en las direcciones de los correos electrónicos y en las de los usuarios de Twitter, podría ser el emblema de la globalización y, desde luego, el de la propia internet. Muestra un lejano parecido con el icono de los derechos de autor o copyright, ©, igualmente de uso generalizado, con la variante de ® para los derechos obras musicales. Ambos tienen una larga historia (Ronan, 2006; Soar, 2009) y muchas variantes. Sin embargo, ha sido su empleo masivo en internet el que los ha puesto de nuevo de actualidad. La posibilidad que ofrece la Red de publicar contenidos en abierto es, paradójicamente, la que fuerza la reaparición del símbolo del copyright, que el Convenio de Berna de 1886 había hecho voluntario, pues se entendía que toda obra intelectual o artística estaba automáticamente protegida. Ya no es el caso y, por ello, reaparece el icono en cuestión junto con su antitético, el del copyleft, que remite a la opción de producción intelectual y artística en libre y que, de acuerdo con un sentido de la ironía propio de internet, se representa por la imagen simétrica del icono de los derechos de autor.

Son estos algunos de los elementos de una enorme variedad iconográfica que, al referirse a un mundo de infinitas posibilidades plásticas y visuales, ha dado lugar a una verdadera producción industrial. Desde muy temprano internet, que había comenzado siendo una actividad colaborativa, abierta de intercambio, pasó a hacerse esencialmente mercantil, en especial desde que Clinton la declaró abierta al uso comercial (Rodríguez y Martínez, 2016). En la actividad mercantil es saber admitido que una de las facetas esenciales para el intercambio económico es la identificación de los productos. Esa misma actividad, desarrollada ahora en el ciberespacio, ha dado origen a su vez a una nueva línea de producción, que es la fabricación de los iconos y/o logos

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digitales. Todavía no hay una iconografía digital, pero sí existe ya una enorme abundancia de material que permitiría formalizarla

Tómense los iconos del partido pirata y el citado copyleft. Ambos hacen referencia a un debate muy extendido en la Red acerca de los derechos de autor y la propiedad intelectual (Cotarelo, 2010). No es un debate nuevo. Los críticos suelen señalar que precisamente la idea misma de la aparición de los derechos de autor está relacionada con el intento de censurar los contenidos, que fue la respuesta inmediata de los poderes espirituales y seculares ante la aparición de la imprenta. La controversia se inició ya con la promulgación del Estatuto de la Reina Ana (1710), por el que los derechos de publicación pasaban de los editores a los autores, a quienes se reconocía un derecho de propiedad sobre su obra con un plazo de 14 años. El plazo se prolongó otros siete años con la Ley de Propiedad Intelectual de 1842, pero siguió sin satisfacer prácticamente a ninguna de las partes interesadas, autores, editores o lectores. La preocupación por los derechos de autor ha experimentado un nuevo incremento con internet, que, en realidad, equivale a una revolución tan amplia e intensa como la de la imprenta (Cotarelo, 2015: 117). En comparación con las circunstancias de fines del siglo xv y los subsiguientes, las posibilidades de difusión que ofrece hoy internet son simplemente incomparables. Y, con ellas, las de que haya conflictos que afecten a la protección del derecho de propiedad intelectual, hoy sometido a un ataque en todos los frentes provocado por la gran disponibilidad de medios de difusión en todo el mundo.

Es innecesario recordar que la cuestión se ha exacerbado a causa de la enorme difusión que alcanzan hoy todas las producciones intelectuales escritas en el formato y con los lenguajes que sean, así como las imágenes de las artísticas de todo tipo. Cualquier cuadro, cualquier fotografía, cualquier imagen puede circular por internet en millones de reproducciones. El ensayo

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de Benjamin sobre la reproducción mecánica de las obras de arte, escrito en los años treinta del siglo anterior, establecía la dualidad entre la obra de arte original y su reproducción mecánica, haciendo a aquella independiente de esta (Hansen, 2008). Hoy, internet fuerza una segunda lectura, ya que no hay hiato entre la creación original y la reproducción, pues el origen se halla ya en la red y, con ello mismo, alcanza la universalización, pero no constituye una "reproducción" de obra original alguna.

Efectivamente, después de años, siglos, de controversias, se consiguió un marco institucional de protección jurídica de la "propiedad intelectual", un derecho de reconocimiento relativamente reciente. Recuérdese que, en los primeros tiempos de la imprenta y la circulación de obras impresas, la mentalidad imperante no veía como un desdoro que unos autores saquearan a otros y, por supuesto, el concepto de "plagio" no existía. Fueron necesarios largos años de lucha para imponer un respeto al derecho de los creadores de no ser despojados del producto de su trabajo. Un respeto que los autores muchas veces tenían que ganarse tomándose la justicia por su mano y contrarrestando el saqueo de su obra como mejor podían. No se me ocurre mejor ejemplo para ilustrar esta situación de indefensión que la aventura de Cervantes con el Quijote de Avellaneda. Es verdad que se trata de un caso extremo, pero, en aquellos tiempos, no era extraño que composiciones, trozos enteros de unos autores emergieran en las obras de otros, eso que se llama hoy "intertextualidad". Era un saqueo de hecho, pero quizá no se viera como tal precisamente porque las obras de creación no estaban protegidas y no lo estaban porque los autores, los escritores, los artistas no trabajaban para el mercado, no dependían de la ley de la oferta y la demanda, que requiere un marco jurídico público de derechos y obligaciones, sino de mecenas y protectores privados, normalmente príncipes mundanos y eclesiásticos.

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Ese derecho de propiedad intelectual está hoy jurídicamente amparado en casi todos los países y cuenta, además, con una organización internacional destinada a protegerlo, la OMPI. Hay variantes en las distintas legislaciones nacionales, pero todas se acomodan a un mismo patrón: el derecho de propiedad intelectual tiene un plazo, es como un contrato en lease, en el entendimiento de que el propietario último del bien que se protege, la comunidad, representada por el Estado, concede al creador el uso, pero, al cabo de un tiempo, este revierte sobre la comunidad, de forma que las obras antes protegidas pasan al dominio público. Esta protección es a la que se alude simbólicamente en el icono del copyright con el círculo, que viene a ser como un refugio o garantía de unos derechos.

Figura 35.1. Logo de Creative Commons.

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Justamente, la inaudita posibilidad de reproducción de todas las obras intelectuales que permite la red es lo que ha puesto en cuestión la capacidad de los Estados de imponer el cumplimiento de la legislación de propiedad intelectual. De aquí emana un conflicto que tiene consecuencias y ramificaciones en todos los países y en todas las industrias de culturales y

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asimiladas. Por supuesto, en él se esgrimen argumentos de principios que estuvieron siempre latentes en los tiempos del reinado del derecho de propiedad intelectual, pero que ahora podían emplearse de nuevo, dadas las posibilidades tecnológicas de convertir en realidad un presupuesto ideológico muy polémico: que toda obra del espíritu debe ser un bien público a disposición del común. Para ello, se invoca el derecho a la cultura, a los efectos de procurarse un respaldo teórico respetable.

La configuración material e iconográfica de este espíritu se ha formulado como una nueva variante del símbolo del copyright amparada en una convención que se registra al igual que la de aquel, pero con contenidos opuestos. Todo el que suba a la Red su trabajo intelectual y/o artístico para consumo general libre y gratuito lo hará constar utilizando el correspondiente icono de Creative Commons (véase la Figura 35.1). A comienzos de la década del año 2000, el profesor de Derecho de Stanford, Lawrence Lessig puso en marcha el proyecto Creative Commons. Lessig objetaba a la legislación vigente en materia de propiedad intelectual por entender que yugula la creatividad y obstaculiza la competitividad, aparte de ir en contra del espíritu original con el que se implantó ese derecho y que era el de equilibrar los dos intereses encontrados, el del creador y el del...

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