Límites al ejercicio de la acción penal popular (A propósito de la STS de 17 de diciembre de 2007)

AutorFrancisco Ortego Pérez
CargoProfesor Titular de Derecho Procesal Universidad de Barcelona
Páginas385-406

A mi Maestro, el Profesor José Luis Vázquez Sotelo, en manifestación de gratitud por sus sabias enseñanzas, no sólo académicas, sino también humanas.

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1. Introducción

Sabido es que una de las piedras basilares sobre las que se sustentó el sistema acusatorio puro en el período helénico y en la Roma republicana en cuanto modelo de justicia popular, fue la atribución del derecho de acusar "a cualquier ciudadano" mediante una "actio ex quivis ex populo"1, y aún siendo incuestionable su tradición en la justicia penal, su arraigo no ha sido igual en todos los ordenamientos, pues como con razón se ha dicho, la acción popular es una institución que exige profundas raíces en la cultura jurídica de un pueblo2. En este caso, bien puede afirmarse que en España las ha tenidoPage 386 y las tiene, y aunque creíamos que el paso del tiempo no las había debilitado y gozaban de buena salud, recientemente parece haber comenzado la poda, razón por la que con las necesarias puntualizaciones, califico de restricciones jurisprudenciales a tan secular institución, aun siendo conocedor de que es únicamente el legislador quien se encuentra facultado para establecer los límites oportunos al ejercicio de este derecho (Quilibet qui a iure non prohibitur, admittitur ad accusandum).

Si respecto de ciertas instituciones procesales se ha dicho que no dejan indiferente a ningún jurista, este aserto parece pronunciado a la medida de la acción popular. Incluso doctrinalmente ha llegado a plantearse cuál debía ser el motivo por el que el Derecho español contemporáneo ha conservado la acción penal popular mientras que en cambio ha desaparecido de la mayoría de los ordenamientos occidentales3.

Sin embargo, nuestro Derecho histórico ofrece claros ejemplos de acusación por los particulares. Ya en el derecho castellano del alto medievo, la máxima "nullum respondeat sine querelloso" informaba la actividad procesal en la mayoría de los Fueros Municipales4, y Las Partidas disponen como principio general que "Acusar puede todo ome que non es defendido por las leyes deste nuestro libro"5, aunque durante el período de mayor vigencia del procedimiento inquisitivo la forma más común de iniciarse el proceso fueran las delaciones o denuncias anónimas que ponían en marcha las pesquisas del inquisidor, lo que distorsionaba el ideal primario de toda acusación cívica. Así, el devenir de la acusación por los particulares transcurrió -según recuerda pérez gil- por ciertos vaivenes de permisividad o de limitación6, como demuestra la Constitución de 1812 en la que únicamente se contempló para un reducido número de delitos7, hasta llegar a la brillante y fecunda época codificadora de finales del siglo XIX, exponente del pensamiento liberal.

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Precisamente se atribuye al insigne Eugenio Montero ríos ser el principal inspirador de la acusación popular en su configuración actual, fijándose su antecedente más próximo en la Ley Provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872, de cuyo art. 2 pasó casi en su íntegra literalidad al art. 101 de la vigente LECrim, erigiéndose en fiel exponente de uno de los aspectos más característicos de nuestro sistema penal de enjuiciar. Esa singularidad responde a la amplitud con la que el legislador decimonónico concibió la titularidad de la acción penal, diseñando un modelo de triple legitimación activa frente a otros ordenamientos europeos que optaron por el de la acusación pública en régimen de monopolio, tal como ilustrativamente recuerda la STS de 5 de julio de 2006 [R. J. 851]8.

Atribuido en la vigente LECrim el derecho de acusar ("ius ut procedatur") al Ministerio Fiscal y a los particulares, es preciso distinguir las distintas cualidades que pueden presentar éstos últimos, de forma que la acción exclusivamente "popular" en el más amplio sentido del término, se caracteriza -según Gimeno sendra- porque puede ejercitarla cualquier ciudadano que se halle en plenitud del goce de sus derechos, sin que tenga que alegar en el proceso la vulneración de algún derecho, interés o bien jurídico protegido que se encuentre dentro de su esfera patrimonial o moral9; o lo que es lo mismo, sin que tenga que tratarse de un ciudadano directamente ofendido o perjudicado por el delito.

En definitiva, tal como estableciera la STS de 26 de septiembre de 1997 [R. J. 6366], en el conocido como "caso del síndrome tóxico", "la acción popular ha de emplearse en defensa de la sociedad en su conjunto, no en nombre o interés propio o ajeno", aunque ese interés social al que alude la Sentencia no siempre resulte ni bien entendido ni correctamente invocado.

Teniendo en cuenta estas premisas, la acción penal popular se contempla en el ordenamiento jurídico español como uno de los cauces que posibilitan la participación ciudadana en la administración de justicia, según disponen con carácter general los artículos 125 de la Carta Magna, 101 y 270 de la LeyPage 388 de Enjuiciamiento Criminal y 19 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, corroborando su raigambre en el Derecho español hasta el punto de resaltarse su pervivencia desde su regulación en la LECrim de 1872 hasta hoy, a pesar de todos los cambios de régimen político habidos en España durante períodos tan convulsos10, máxime tratándose de una institución tan íntimamente ligada al concepto de democracia. De ahí que cuando esta forma política no ha existido, la acción popular también haya quedado oscurecida hasta llegar incluso a instarse su abolición11, o que, por el contrario, su restauración haya supuesto su fortalecimiento, como demuestra que se reclamara con insistencia durante el período preconstitucional12.

No obstante, si al analizar el devenir de la acción popular durante los últimos tiempos en España la doctrina advertía hasta el momento tres fases perfectamente diferenciadas: una primera fase abolicionista, anterior a la promulgación de la Constitución; una segunda fase permisiva, que inaugura la Carta Magna, y una tercera, expansiva, en la que se experimenta un cierto auge en su ejercicio13, en el momento actual bien cabe añadir una cuarta fase, de carácter marcadamente restrictivo.

Pero a pesar de haber convivido siempre con críticas que cabe considerar tradicionales, lo cierto es que a día de hoy los reproches se han acentuado, y ya desde hace algunos años se ha propugnado la necesidad de una nueva regulación legal del ejercicio de este derecho, tal como ocurriera con el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia suscrito en mayo de 2001, cuyo principio 17 b) contemplaba la aspiración de una delimitación nítida de las facultades del acusador particular y del acusador popular14.

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No obstante, ha sido la Sala Segunda del Tribunal Supremo quien en fechas recientes ha puesto en entredicho mediante una controvertida Sentencia, el derecho constitucionalmente reconocido a cualquier ciudadano, haya sido o no ofendido por el delito, y con ello el genuino principio procesal español de publicidad de la acción penal, estableciendo una injustificable restricción de las expectativas y potestades del acusador popular cuando la causa se tramite mediante el procedimiento abreviado, aunque quizás sea más oportuno decir "perpetrando", dado que ha sido calificada de "atentado" a dicha manifestación acusatoria en uno de sus votos particulares.

Me refiero a la STS de 17 de diciembre de 200715 [JUR 2008/189], que establece la que se ha dado en llamar "doctrina Botín", por haber sido dictada en el denominado "caso de las cesiones de crédito del BSCH", para la que se ha precisado la celebración de un Pleno jurisdiccional de la Sala ante la falta de acuerdo sobre la aplicación al caso concreto de otros precedentes jurisprudenciales.

Se trata de una Sentencia que incluso ha tenido una especial trascendencia fuera del ámbito jurídico, ya que por muy diversas razones, ha originado un importante seguimiento mediático, poniendo de manifiesto ese fenómeno actual de excesiva "judicialización" de la vida pública, habida cuenta de la notoriedad general de algunos de los imputados en la citada causa.

Alegaban los recurrentes que en un verdadero Estado de Derecho "no puede administrarse justicia de manera dispar según el rango o poder de los inculpados", de suerte que pudiera conferirse una especie de privilegio de inmunidad a determinadas personas contra las que se dirija una acusación, hasta el extremo de conculcar ciertas manifestaciones del derecho de acusar como la que inspira esta reflexión. Y si bien es verdad que aquella notoriedad general ha sido uno de los principales motivos del interés provocado por dicha resolución, también existía otra poderosa razón, dados los efectos que pudieran derivarse de la aplicación o no de esta novedosa doctrina a determinadas causas pendientes de enjuiciamiento, aunque de no menor trascendencia social que la que ha impedido en este caso abrir el juicio contra determinados personajes públicos, haciendo caso omiso de la petición de las acusaciones populares.

Bien puede decirse que ha sido una Sentencia que se esperaba con cierta expectación, pues cabe recordar en esta línea los denominados casos "Atu-Page 390txa", "Ibarretxe", o el del "ácido bórico", que tienen como denominador común el tratarse todos ellos de procesos penales incoados a instancias de la acusación popular o impulsados por este derecho cívico, institución que ha sido puesta en la picota por obra y gracia de esa doctrina del Tribunal Supremo que impide la apertura del juicio oral cuando únicamente lo pida la acusación popular, frente a la solicitud de sobreseimiento instada tanto por el Ministerio Fiscal como por la acusación particular.

Téngase en cuenta que a la ya de por sí controvertida "doctrina Botín...

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