Los derechos humanos en las democracias contemporáneas

AutorJuan María Bilbao Ubillos
Cargo del AutorUniversidad de Valladolid
Páginas99-123

Page 99

-I -

Es difícil decir algo nuevo en torno a una cuestión que concita tanta atención en círculos académicos y sobre la que se han escrito millones de páginas. Pero trataré de exponer algunas ideas sin otra pretensión que la de ofrecer una visión de conjunto desde la perspectiva de un constitucionalista, que es lo que yo soy. Y procurando evitar en la medida de lo posible los solapamientos con otras intervenciones.

Comenzaré anticipando, sin más preámbulos, la tesis central de mi intervención: derechos humanos y democracia son términos indisociables, conceptual y empíricamente. No puede concebirse la existencia de derechos fundamentales, que son los derechos humanos consagrados en el ordenamiento positivo en favor de los sujetos sometidos a la jurisdicción del Estado, si no es en el marco de una genuina democracia liberal. De hecho, no se garantiza su vigencia efectiva fuera de ese contexto. Lo demás son sucedáneos o pura retórica. Desde el momento en que se impone históricamente el paradigma del Estado de Derecho, tras las primeras revoluciones liberales del siglo XVIII, libertades y gobierno limitado y representativo han sido las dos caras de la misma moneda. Bien elocuente era en este sentido el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: "toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos ni definida la separación de poderes carece de Constitución". A fin de cuentas, la Constitución es la norma mediante la cual unos hombres libres deciden organizarse políticamente de forma que quede suficientemente garantizada su libertad.

La democracia es un sistema de organización de la convivencia (el único que podemos calificar de civilizado) que adopta como criterio de legitimidad el principio de soberanía popular (los hombres sólo puede estar sometidos al poder emanado de su propia voluntad) y basa toda su arquitectura institucional en la primacía de una Constitución que garantiza un amplio catálogo de derechos fundamentales (de libertades jurídicamente reguladas), unas elecciones libres y un poder político dividido, controlado y responsable. Sólo puede gobernarse en representación del pueblo y mediante el Derecho. La organización estatal está al servicio de la libertad. Si finalidad es precisamente la protección de esos derechos, que para muchos son innatos, anteriores al Estado. Se trata de garantizar, por tanto, que, en el Estado ya constituido, el pueblo Page 100 siga siendo libre y soberano. El poder del Estado tiene que ser un poder representativo (libremente elegido), pero limitado: formalmente, mediante la exigencia de elecciones periódicas (limitación temporal) y la división de poderes (limitación funcional), y materialmente, por los derechos fundamentales. Estos derechos, que acotan un ámbito de autonomía, de libertad, frente al poder, constituyen el auténtico fundamento del orden político, porque son la garantía jurídica de la soberanía del pueblo. Sólo un pueblo libre puede ser soberano. Ese es justamente el significado del artículo 10.1 de nuestra Constitución, que subraya el valor de la dignidad de la persona y de los derechos inviolables que le son inherentes como fundamento del orden político y la paz social. De la convivencia, en suma. No es una simple declaración de principios, porque todos los derechos, en mayor o menor medida, son concreciones o manifestaciones de esa dignidad. O más exactamente, son las facultades que, de acuerdo con la conciencia social predominante en un determinado momento histórico, concretan las exigencias mínimas, esenciales, de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas.

La democracia, tal y como hoy la entendemos, la democracia realmente existente en sociedades libres como la nuestra, es un precipitado histórico. Se identifica con el modelo de Estado democrático-liberal, que es el resultado de una evolución del modelo liberal clásico, que incorpora a su núcleo esencial (el Estado de Derecho como autolimitación del poder) nuevos ingredientes de participación, de pluralismo (sufragio universal, partidos políticos), y de mayor igualdad (es una nueva síntesis, más equilibrada, de los valores de libertad e igualdad). La democracia contemporánea es el resultado de un largo proceso de aprendizaje, con sus luces y sus sombras, con sus fracasos, correcciones e innovaciones; el resultado de la propia experiencia histórica, de la aplicación constante del método de la prueba y el error, que consiste en ensayar o experimentar las diferentes fórmulas o recetas teóricas y comprobar su rendimiento real para incorporar o descartar esas soluciones. Tiene pues una determinada biografía: es el producto final (hasta la fecha) de lo que acostumbramos a llamar civilización occidental.

Democracia, como la propia etimología sugiere, es, para empezar, soberanía popular como fundamento del poder, poder o gobierno del pueblo. Esa es la acepción más común de un término ciertamente anfibológico y pluridimensional: nadie puede arrogarse esa capacidad de decisión última, nadie puede suplantar, interpretar por su cuenta o colocarse por encima de la voluntad popular libremente expresada. Equivale, por tanto, a autogobierno, a gobierno consentido (el consentimiento de los gobernados es la fuente última de legitimación del poder y ese consentimiento no se presume sino que es verificable Page 101 fehacientemente, se acredita mediante elecciones limpias, fiables, competitivas), no impuesto por una voluntad extraña, por la fuerza. Se confía en la capacidad de autodeterminación de los ciudadanos, en la capacidad para decidir por sí mismos, responsablemente, sin tutelas paternalistas.

La democracia como método o procedimiento de adopción de decisiones se funda en la hipótesis de que todos pueden opinar y decidir sobre todo y cada uno es el mejor juez de sus propios intereses (se supone que una persona madura, mayor de edad, sabe muy bien lo que le conviene). Es el único método que asegura el respeto a los principios de libertad, igualdad y dignidad individual. Es un procedimiento que encarna o comporta en si mismo la afirmación de ciertos valores sustanciales: quien no crea en la igual dignidad básica de los seres humanos, sin excepción, difícilmente creerá en la democracia; por eso la contraposición entre democracia procedimental y sustancial es un falso debate. De este modo, se intenta conciliar, armonizar la libertad de cada uno con la libertad de todos, con la igualdad. En el momento estelar de la vida democrática, en las elecciones, todas las opiniones valen exactamente lo mismo, todos tienen la misma cuota de influencia, de decisión y esa igualdad encuentra su más alta expresión en el sufragio universal (un hombre, un voto).

Es verdad que una democracia la regla procedimental por antonomasia, a todos los niveles, es la regla de la mayoría. Pero las decisiones mayoritarias no equivalen a la verdad objetiva, no son infalibles, y además son revocables, reversibles. Por eso, no hay que sacralizar esta regla ni aplicarla incondicionalmente, a rajatabla, hasta sus últimas consecuencias, porque desembocaría en el despotismo o tiranía de la mayoría (de la voluntad general por utilizar la expresión de Rousseau). La democracia no es pura y simplemente el gobierno de la mayoría. Esta regla tiene sus limitaciones, sus correctivos, sus "condiciones de validez" (Bobbio). Y esos límites pueden sintetizarse en la garantía de los derechos de las minorías. Ya lo decía Lord Acton hace más de un siglo: el criterio más fiable para comprobar si un país es o no libre es el grado de seguridad de que gozan las minorías, la oposición. Una vez que se instala en el poder y con el fin de perpetuar su hegemonía, la mayoría puede caer en la tentación de modificar unilateralmente el estatuto jurídico de las minorías, restringiendo sus derechos, silenciando su voz o bloqueando la posibilidad de alternancia. Por eso, los derechos han de protegerse frente a las mayorías coyunturales

La soberanía popular es una respuesta a la pregunta de quién gobierna, una solución que se ha impuesto históricamente en pugna dialéctica con otras Page 102 fórmulas ya superadas como la soberanía monárquica. A estas alturas, pocos se atreven a discutir seriamente el principio de que el poder último de decisión en materia política corresponde al pueblo en su conjunto. En efecto, en el recién estrenado siglo XXI la democracia carece oficialmente, aparentemente, de enemigos: todo el mundo presume de demócrata, se envuelve en esta bandera; nadie se atreve a combatirla frontalmente. Se ha convertido en una palabra universalmente honorable que todos invocan, aunque no la conciban de la misma manera. Se ha llegado a hablar incluso del fin de la historia (Fukuyama), al menos en lo que se refiere a la confrontación ideológica, al antagonismo característico de la guerra fría entre el modelo liberal-democrático y el comunista.

La democracia, como forma histórica de legitimación, organización y ejercicio del poder político, ha sabido renovarse, perfeccionar sus instrumentos, ha demostrado una enorme capacidad de adaptación y regeneración. Ha encajado críticas demoledoras como la marxista: esa crítica la hizo más fuerte y el Estado social fue la respuesta: se toma conciencia de la necesidad de superar la democracia puramente formal y garantizar unas mínimas condiciones para el ejercicio efectivo de las libertades. Pero no nos confundamos: la alternativa democracia formal -democracia real es falsa, porque sin libertades formales no hay democracia de ningún tipo; la democracia política es condición necesaria para construir cualquier otra forma de democracia (social, económica, etc). Bien ilustrativa ha sido en este sentido la experiencia de los regímenes comunistas. No se puede construir la igualdad desde la arbitrariedad. No hay atajos, es desde la libertad (la libertad de elegir en función de las preferencias personales) como puede avanzarse hacia la igualdad y la justicia, y cuando se ha...

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