Hoy

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas75-84

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1. El reto y la respuesta

Vaya por delante el reconocimiento expreso, para dar a cada uno lo suyo, de que el Tribunal Constitucional de España ha dado en con-

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junto la respuesta adecuada al reto histórico que fue su razón de ser, en la terminología que popularizó Toynbee81. En verdad que la suerte del sistema democrático estaba ligada indisolublemente a su “fatum”82, como lo estuvo en sus balbuceos y lo sigue estando, a la Corona y, por fortuna para el pueblo español aquel y esta han cumplido con creces su misión. Aunque veinte años no sean nada para la edad del hombre y del mundo (y para el tango), permiten no obstante una cierta perspectiva, cuando por otra parte en ese período, con la intensa aceleración histórica de nuestro tiempo, se ha consolidado la alternancia de los partidos en el Gobierno y se han conseguido, con unos y otros, equilibrios parlamentarios muy positivos, aunque a partir de 2004 haya crujido las cuadernas de la Constitución por la embestida de un Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, sin sentido del Estado, cuyo propio partido, el socialista, se ha visto obligado a librarse de él. En una mirada crítica, para no olvidar nunca que la democracia está hecha de razón y de pasión, pero no de adhesiones ciegas y fanáticas a nada ni a nadie, conviene antes de seguir que dejemos en su sitio al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, aun cuando su experiencia y ejemplo sean siempre útiles porque en ellos cuajó el invento, pero sin llevar la imitación o las comparaciones más allá de su propio significado83. Tiempo y espacio son distintos. Allí nació la revisión judicial de las Leyes y de los actos del Gobierno como un instrumento del federalismo para contrarrestar las tendencias centrífugas de quienes entonces se agrupaban. El Tribunal no lo utilizó contra el Congreso en el medio siglo siguiente hasta el caso “Dred Scott” en 1857, que destruyó el “compromiso de Missouri”, porque convenía impulsar la expansión de un poder nacional, centrípeto, favorable al mercado único y, en cambio, se utilizó en muchas ocasiones contra los poderes estatales84.

En España la situación, sin llegar a invertirse, es muy distinta. Viejo país en un viejo continente, había conseguido hacía 1500 la unidad bajo el cetro de los Reyes Católicos, unidas pero no confundidas las Coronas de Castilla y de Aragón, con la conquista de Granada, por el acero y la anexión de Navarra por la coyunda, unidad que evolucionaría hacia la unificación con Felipe II, la uniformidad con Felipe V y los Decretos de Nueva Planta a principios del siglo XVIII, hasta imponerse en el siguiente la centralización al modo napoleónico por obra del liberalismo y desembocar en la ficción de la España “una”.

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Sin embargo, por debajo de ese proceso que navegaba desplegadas las velas al viento de la Historia, son constantes los fenómenos que dan testimonio de otras fuerzas e impulsos subyacentes. Las Comunidades en Castilla, las Germanías en Valencia, la Guerra de Cataluña bajo el Conde-Duque, la misma Guerra de Sucesión, las guerras carlistas a lo largo del siglo XIX y la Civil en el XX ponen de manifiesto no ya la rica variedad de los pueblos de España, sino su deseo de que su voz se oyera. Así llegamos a este siglo que se nos va, en cuya convulso acaecer está latente la tensión o el binomio unidad-diversidad. Para decirlo sin precisión pero con expresividad, así como el federalismo en América llevaba consigo la idea de unión, en cambio el desguace de un Estado unitario con cerca de tres siglos de existencia, lleva consigo gérmenes de desunión y vientos de separatismo.

El desafío para el Tribunal Constitucional español consiste, pues, en dar solución a ese problema, saliendo de la homogeneidad para conseguir que las partes expliquen el todo y la estructura sea así un modo de conocimiento con significado trascendente. En muchos puntos sus líneas directrices pueden coincidir con las trazadas por el norteamericano, aunque desde perspectivas opuestas. Por ejemplo, ambos Tribunales han sido inexorables a la hora de diseñar un mercado único, como infraestructura de la unidad real o material, pero aquel lo crea “ex nihilo” mientras el otro brega por conservar el preexistente, obra de casi cinco siglos.

2. La rebelión de los Jueces

El sistema judicial de tal guisa configurado como una diarquía o consulado es por sí mismo conflictivo. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional en su primera etapa fue muy positiva y nadie sino él hubiera podido hacerlo allí y entonces, pero para ello invadió en muchas ocasiones el campo natural del Poder Judicial, cuyos componentes callaron por un complejo de culpabilidad bien ganado. La invasión se hizo con prejuicios antijudicialistas fácilmente identificables a través del test o de la piedra de toque de la motivación como vestidura de todas las sentencias judiciales (art. 120.3 C.E.) y de la consistencia de su razonamiento jurídico, que en la cuestión de inconstitucionali-

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dad se arropa como “juicio de relevancia”. No es de recibo, en buena lógica, comprobar que se ha argumentado la respuesta judicial a través de un discurso plasmado por escrito con mayor o menor extensión y luego negar que existe “motivación” porque no es “razonable”, es decir porque no compartimos su hilo conductor ni sus conclusiones. En suma, porque no nos gusta. Otro portillo fue y sigue siendo la ponderación de los derechos fundamentales en conflicto, que se maneja como instrumento de fiscalización de la potestad de juzgar en su mismo meollo, de modo y manera que el fiscalizador se convierte en lo que niega empecinadamente, una tercera instancia, una supercasación que incluso entra en la determinación de los hechos mediante la valoración de la prueba y, por supuesto, en el plano de la legalidad, no obstante los constantes aspavientos en contrario.

Desde esta misma perspectiva conviene traer a colación un problema creado artificialmente por el propio Tribunal Constitucional en complicidad con el Poder Judicial por haber asumido también el juicio de constitucionalidad de las leyes anteriores a 1978 como consecuencia de la llamada “inconstitucionalidad sobrevenida” por efecto de la cláusula de la Constitución donde se derogan cuantas disposiciones se le opongan (art. 161.1 y 3). Visto desde la distancia, no cabe la menor duda de que allí y entonces se permitió y, aun más, se impuso a los Jueces y Tribunales la función de expurgar el ordenamiento jurídico y limpiarlo de las normas inconstitucionales por sí y sin ayuda ajena, aun cuando la Ley Orgánica del Tribunal, que se integra en el sedicente y mefítico “bloque de la constitucionalidad”, pase de regular tal situación y no aclare, quizá por su misma evidencia, que las “cuestiones” sólo se dan contra normas [art. 21.1.a)] posteriores a la Constitución. Sin embargo, esta distinción tan nítida ahora no lo estuvo tanto en su momento si se atiende a lo que sucedió. En efecto, los jueces ordinarios plantearon y el Constitucional de consuno aceptó, la homogeneización de este mecanismo judicial de impugnación de las leyes cualquiera que fuere su fecha, permitiendo el planteamiento de “cuestiones de inconstitucionalidad” contra las leyes preexistentes. Por algo sería, me digo yo. Timidez en unos, energía expansiva en el otro, como características de una situación histórica muy singular. El hecho es que en 1981 hubo una dejación de funciones por aquéllos y una asunción excesiva o indebida de...

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