De la hipoteca por bienes reservables

  1. Observaciones generales sobre la vigencia actual de esta hipoteca legal para asegurar bienes reservables

    Todos recgrdamos las expresiones tan gráficas que utilizó el genial e ingenioso comentarista de nuestro Código civil, Quintas Mucius Scaevola (don Pedro de Apalategui), al enjuiciar la figura contractual de los censos. Afirmaba que había llegado a la arqueología del Código y aún más: «a la sala de las momias». En ella, en tres vitrinas bien decoradas reposan su eterno sueño el contrato enfitéutico, el censo reservativo aledaño del anterior, y el «censo consignativo». Pues bien, algo parecido pienso yo de la hipoteca legal suficiente por bienes reservables y, en cierto modo, de la mayor parte de las hipotecas legales que con tanto cuidado y detalle reguló nuestra primera Ley Hipotecaria de 1861.

    Poca debió ser la aplicación práctica de la hipoteca legal por bienes reservables en los primeros cincuenta o sesenta años a partir de la Ley Hipotecaria de 1861, cuando la Circular de 10 enero 1918 de la Dirección General de los Registros ya hacía notar, a la vista de las estadísticas, que las hipotecas legales y, por supuesto, la establecida para impedir que se frustre la sucesión testada e intestada a favor de la descendencia común respecto de los bienes reservados, que en la práctica habían pasado, poco a poco, a ser casi letra muerta y que obligaba al Centro Directivo «a velar por el riguroso cumplimiento de las obligaciones de prestar hipoteca, nacidas de acto o negocio jurídico que hubiere de surtir efectos contra el patrimonio actual o futuro de mujeres casadas, menores o incapacitados». La legislación reglamentaria contenía disposiciones en igual sentido pero fueron quedando en desuso y por esta razón la Dirección General tuvo que tomar cartas ante la pasividad en asunto de tan gran trascendencia para la vida familiar para evitar que se llegara a pensar que su inobservancia era tolerada por el Centro que admitía tan deplorable estado de cosas dejando en completo abandono los intereses de las personas protegidas por las legislaciones tradicionales.

    La indicada Circular de 10 enero 1918 fue completada al año siguiente con la de fecha 18 octubre 1919 adoptando medidas que, salvando ligeros inconvenientes, permitiesen una mayor atención de Notarios y Registradores de la Propiedad(1). La situación de poca aplicación práctica de la hipoteca legal por bienes reservables que dejan ver las anteriores Circulares debió ser muy cierta y prueba de ello, como acertadamente señaló De la Rica, es que las modificaciones legislativas posteriores, como consecuencia de las pocas cuestiones que se han suscitado y, por tanto, la casi nula atención de los Tribunales y de la doctrina, han sido modificaciones sumamente parcas y en su mayoría encaminadas a simples correcciones de estilo o a suprimir preceptos ya contenidos en el Código civil, con la plausible finalidad de evitar inútiles repeticiones. Esta era, al menos, la impresión de conjunto que las hipotecas legales, en general, y la establecida para asegurar bienes reservables, merecían en 1949 al ilustre comentarista De la Rica(2).

    Casi cincuenta años después pienso que la hipoteca legal por bienes reservables es una «hipoteca dormida», una institución que se limita a decorar (juntamente con otras hipotecas legales como la dotal) la Subsección segunda de la Sección tercera del Título V de la vigente Ley Hipotecaria (arts. 184 a 189) y los correspondientes preceptos de la Sección tercera del Título V del Reglamento (arts. 259 a 265).

    Las hipotecas legales, algunas cuando menos, hay que reconocer que no son moneda de uso frecuente en el tráfico jurídico y, desde luego, mucho menos ésta de cuyo comentario me estoy ocupando, hasta el punto de que el artículo 265.2.° del vigente Reglamento Hipotecario afirma que «en tanto los reservistas no hagan constar expresamente el carácter reservable de los bienes, los Registradores se abstendrán de asignarles este carácter al practicar los correspondientes asientos; y a efectos registrales no serán suficientes para reputarlos reservables los datos indicadores que resulten de los documentos presentados o de anteriores inscripciones». Pero tal circunstancia la señalaba ya la Ley Hipotecaria de 1861 y en su Exposición de Motivos ya se reconoce, para los reservatarios mayores de edad, que si no la pedían se entendía una renuncia tácita a su derecho.

    Las razones de esta situación pueden ser variadas. Puede aceptarse que la finalidad de la reserva binupcial o clásica nació, según afirmaba García Goyena, seguramente más que para «vengar la pretendida injuria hecha a la memoria del difunto esposo, para favorecer a los hijos del primero, generalmente postergados por el padre o madre bínubos», observación ésta de García Goyena que es atinadísima pues a poco que se estudien las fuentes romanas se podrá comprobar que aunque la reserva clásica o binupcial se encuentra en el Derecho Romano tardío entre las que surgen como consecuencia de las poenas secundarum nuptiarum (y así se denomina en los textos de Justiniano, Novela II, cap. II, 1 y cap. III y Novela XXII, caps. XXIII y XLI), sin embargo, no surgía tal obligación, que indirectamente era una sanción, si el matrimonio se disolvía sin hijos o cuando (aún repitiendo matrimonio) no sobrevivían hijos comunes al tiempo de celebrarse el segundo matrimonio (así el C. 5, 9, 3, 2 y Novela XX, cap. XXIII), por lo que creo que más que sanción a las segundas o ulteriores nupcias, en sí mismas consideradas, la reserva lo que quiso desde siempre fue proteger el interés de los hijos del matrimonio disuelto (así en el C. 5, 9, 5, 1, donde se habla de favore liberorum inductum est) y así lo entendió, a mi juicio, la Ley Hipotecaria de 1861 al establecer la hipoteca legal(3). Es verdad que si ya en 1851 el convolar a segundas o ulteriores nupcias no estaba sancionado o no está tan mal visto como lo había sido en épocas anteriores hasta el punto de afirmarse que suponía incurrir en «honesta fornicación», sin embargo, el origen de las hipotecas legales, en general, y la de por bienes reservables, en particular, y su introducción en las Leyes modernas, se fundamentó, al decir de García Goyena, «en el estado que a la sazón tenía la riqueza; y entonces la riqueza inmueble lo era todo; ahora con el desarrollo de la industria ha adquirido la riqueza mueble dimensiones prodigiosas; por consiguiente, no cuida mucho de los intereses del menor, quien sólo trata de asegurarlos sobre los bienes inmuebles...»(4).

    Por otra parte pienso que los desplazamientos patrimoniales y los motivos que dan origen a la obligación de reservar (arts. 968, 2.a mitad, 969, 979 y 980 C. c.) no son frecuentes en nuestros días. Y de igual manera la figura de la reserva binupcial es rara avis en las legislaciones modernas, que la han suprimido(5) y si se llegó a regular en el Proyecto de 1851 fue porque se seguía así la tradición romana que se impuso en nuestro Derecho histórico desde el Fuero Juzgo hasta las Leyes de Toro(6), al decir de García Goyena, lo que no lo estimo del todo acertado. En Roma los segundos, terceros y subsiguientes matrimonios eran frecuentes, pues Roma era «divorcista» hasta tal punto que se decía que «las mujeres contaban los maridos por los consulados y por eso la Ley cuidó de asegurarles su dote»(7), pero en la España decimonónica (conviene recordar que desde Felipe II nuestra legislación matrimonial era un trasunto fiel de las normas del Concilio de Trento) el matrimonio era indisoluble, solamente acababa con la muerte de uno de los esposos, siendo —al decir de los comentaristas de la época— los casos de nulidad tan raros y escasos que no merecían tenerse en cuenta(8).

    Introducir la reserva troncal tenía motivos, pero no así la vidual, pues si la finalidad estaba en función de segundos y ulteriores matrimonios, la verdad es que dada la indisolubilidad del vínculo por la no admisión del divorcio y el poco favor con el que se miraban las ulteriores nupcias «por ser lo menos adecuado para el bien de las familias» y lo excepcional de las nulidades matrimoniales, la verdad es que no encuentro donde estaban las razones del legislador de 1889 para regular al menos la reserva binup-cial y sobre todo que nada menos que García Goyena encontrara lógico el mantenimiento de la vidual por ser institución «decorosa, política y equitativa». Algunas de esas motivaciones para mantener la reserva vidual —y consecuentemente sus reflejos regis-trales e hipotecarios— no tienen hoy aquel sentido, ya que por lo menos no lo tienen los viejos prejuicios a las segundas y ulteriores nupcias que durante siglos parecían cosa poco decorosa y loable. Mucho ha llovido desde las consideraciones de la Patrística y los juicios de entonces hacen reír actualmente y si fuera por esas razones nadie dudaría en estimar innecesaria la vigencia de la reserva binupcial. De igual manera han dejado de tener consistencia jurídica el mal trato de los segundos o ulteriores cónyuges a los hijos del primer matrimonio, a esos «desdichados hijos de los primeros matrimonios», en frase muy de la época de la Codificación. Y tampoco es en la actualidad fundamento de ninguna clase para mantener la reserva clásica o vidual el sostener que se hace porque los segundos matrimonios «envuelven cierta injuria y olvido al cónyuge premuerto».

    A mi juicio carece de sentido partir de la presunción de que lo donado o dejado por el cónyuge premuerto al sobreviviente, en vida de su consorte, deba entenderse que lo dio con la tácita condición de no repetir matrimonio(9). Otra cosa es que busquemos el fundamento y la finalidad de la reserva binupcial en que, precisamente por repetir matrimonio, los bienes familiares puedan pasar a hermanastros y aún al padrastro o madrastra, porque lo natural y razonable es que cada uno prefiera su propia familia de sangre a la ajena(10), presupuesto que se encuentra en la reserva troncal del artículo 811 del Código civil, pero sin otros matices...

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