Los hijos del Lord o el anti-Kedourie. Apuntes sobre la teoría antinacionalista

AutorXacobe Bastida Freixedo
Páginas865-883

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Libri quosdam ad scíentiam, quosdam ad insaníam deduxere.

Lord Acton -John Americh Edward Dalberg-Acton, no descuidemos el abolengo, pues, si hemos de creer la difícilmente verificable genealogía defendida por la familia, era descendiente de Jesucristo por parte de madre- es el iniciador de una de las corrientes críticas del nacionalismo que más éxito han tenido en la Historia de las Ideas. En su breve ensayo Nacionalidad, publicado por primera vez en 1862, Lord Acton inauguró no sólo un género -la literatura antinacionalista- sino un estilo que, de manera metonímica, se fue adueñando inexorablemente de la categoría de la que en un principio sólo era predicado. Este tipo de metamorfosis no es infrecuente en los anales de las Letras. Séanos ilustración el propagandismo de San Marcos, que con su libro apocalíptico de la vida de Cristo en forma de relato objetivo que sustituye a las máximas originarias y a la narración de la experiencia directa, cerró el paso a otras fuentes que no se avinieran a ese molde estilístico. «Evangelio» dejó de designar un contenido y pasó a significar una forma. Del mismo modo, con el paso del tiempo se observa cómo lo que en Acton era simple característica del discurso se torna dato sustantivo. El antinacionalismo, desde entonces, parece precisar de una determinada métrica, y aun prosodia, que nos habla del surgimiento de todo un subgénero literario. Hoy la práctica totalidad de la Academia y, lo que es peor, la canalla publicista -ambasPage 866 de consuno- hablan por boca de Acton. Tal vez consolase al Lord inglés saber que, si bien su linaje se aparta de la familia del Rey de los judíos, al menos sí atesora cierta santidad, pues al igual que San Luis, más de cien mil hijos ha engendrado.

Resultaría tan tedioso como improductivo pasar revista a la longísima lista de autores que perpetúan la visión antinacionalista del Lord ya que, en cierta medida, constituye redundancia hablar de semejante perspectiva1. Para evitar la reiteración que supone tratar sobre una regla que carece de excepciones, parece más prudente acometer el estudio del antinacionalismo actoniano escogiendo uno de los que, siguiendo a Goethe, pudiéramos llamar «protofenómenos» del género en cuestión. Goethe se percató de la existencia de ciertos acontecimientos -protofenómenos- que, a pesar de su aparente inanidad, revelan el íntimo secreto de las leyes de la naturaleza. Serían como el armazón de un modelo que contribuiría a explicar fenómenos de más enjundia y alcance. Pues bien, el libro de E. Kedourie, Nacionalismo, se comporta como un auténtico protofenómeno del antinacionalismo. En él aparecen de manera nuclear las claves del discurso de Acton que desde aquel primitivo ensayo sobre la nacionalidad han venido caracterizando a los escritos antinacionalistas. Lo que en otros autores es mixtificación y edulcoramiento es en Kedourie afirmación diáfana y cruda. A diferencia de otros hijos del Lord, no se arropa con el cálido manto del cosmopolitismo universalista y se deja ver en cueros. Por esta razón atesora el carácter vertebrador y estructural propio de esos protofenómenos llamados a explicar verdades más complejas.

De otro lado, el trabajo de Kedourie es comúnmente reconocido como la muestra más quintaesenciada de la oposición liberalista al nacionalismo. Citadísimo en multitud de foros como ejemplar y lúcido detractor de la idea nacional, las remisiones a su obra tienen siempre la alevosa seguridad del que se refiere a un compendio dotado de indiscutible autoridad. Es esta aureola de catón la que propicia que en no pocas ocasiones los comentarios vertidos sobre el libro de Kedourie muestren, por numerosos motivos -entre los que destaca la constante cita de página inexistente y desmesurada, ignorando que el volumen más se asemeja a opúsculo que a mamotreto-, que en realidad no se ha manejado directamente su obra (permítasenos aquí la omisión de unos ejemplos que no contribuirían tanto a la ilustración como a la maledicencia). Por eso, porque casi nadie lo lee y todo el mundo lo da por conocido y lo venera -no otra cosa es un «clásico»-, el Nacionalismo de Kedourie presenta unos rasgos de notable interés. Si lo pretendido en estas líneas es realizar una prospección del pensamiento antinacionalista nada resultará de más provecho que partir de la línea establecida entre el fundador ideológico y su «protofenoménico» epígono.Page 867

El mundo, diría Lord Acton, es un vasto territorio compuesto por naciones y por Estados. Esta dicotomía es la base anatómica de toda política comunitaria. Naciones y Estados son diversas maneras de entender las relaciones de comunidad: en la nación existe una «unidad ideal fundada en la raza» (1959, p. 308), un núcleo étnico que aúna fidelidades y que postula su conversión en entidad política organizada; por contra, en el Estado la organización política es previa y los vínculos que aglutinan a los individuos son de índole cívica y moral. Encontramos aquí el primer hito teórico fundacional del antinacionalismo. Si bien Acton fue el primero en amojonar el predio es probable que se deba a Hegel la previa labor de zapa.

Para Hegel toda cultura reside en un grupo humano que es su sujeto y portador. Sin embargo, cada cultura, referida a un determinado pueblo, realiza sólo unas determinadas posibilidades del espíritu objetivo. De la misma manera que el espíritu subjetivo se muestra fragmentado en los individuos, el espíritu objetivo aparece fragmentado en las diversas culturas que representan otros tantos Volksgeister diferenciados según su contenido 2(Prieto 1983, p. 129). Así, advierte López Calera, «La tricotomía hegeliana derecho-moralidad-eticidad muestra cómo el espíritu objetivo debe ponerse hacia fuera, hacia dentro y realizarse como objeto según lo subjetivo de los pueblos» (1967, p. 23). Los pueblos en los que la humanidad se divide desarrollan una característica forma de ser, un espíritu que los identifica y que fusiona todo aquello que en ellos se da sin pertenecer a la categoría de lo estrictamente natural, integrando de esta manera «los objetos culturales que la sociedad se da a sí misma y en medio de las cuales vive3» (Merleau-Ponty 1966, p. 232). Si ese espíritu del pueblo puede sugerir algo natural, señala Alonso Olea, «lo hace símplemente en el sentido de aclarar que es algo más allá de las convenciones de conducta explicitadas» (1981, p. 14). Pues bien, ese conglomerado de peculiaridades que constituyen el espíritu del pueblo alcanza su plenitud cuando ese pueblo concreto cobra tal densidad cultural autoconscien-te que se sabe nación diferenciada. Las naciones como tales serán, siguiendo la tradición herderiana, divisiones naturales de la humanidad, fiel reflejo de la excelencia de la diversidad, que es característica fundamental del universo y, manifiestamente, designio divino. No obstante,Page 868 mientras esa nación primaria -a estos efectos identificada con el concepto de pueblo- constituida por la agrupación de individuos unidos por los lazos objetivos que les confiere la común cultura no consiga elevarse al nivel de entidad política soberana -es decir, convertirse en Estado- su Volksgeist está coartado, mediatizado, inseguro. La nación tiende espontáneamente a constituirse en Estado, pues sólo en él se hace efectiva la voluntad de la nación (Prieto 1983, p. 132). La necesaria dinámica que empuja indefectiblemente a la nación a convertirse en Estado marcará no sólo el aseguramiento del genuino carácter del pueblo plasmado en su Volksgeist, por cuanto el Estado es el ente que dará forma al espíritu nacional, sino que se convertirá en el fin idóneo de todo pueblo al alcanzar mediante la conquista de la forma estatal la organización y el poder necesarios para actuar en el plano de la historia del mundo. Así, Hegel niega que podamos hablar de vida histórica fuera o aparte del Estado: «las naciones pueden haber vivido una larga vida antes de llegar a este destino, y durante ese período pueden haber alcanzado una cultura notable en algunas direcciones [...]. Pero el marco de estos acontecimientos, tan vasto en apariencia, queda fuera de los límites de la historia [...]. Pero es el Estado el primero en ofrecer una materia que no sólo es apropiada a la prosa de la historia, sino que incluye la producción de dicha historia en el progreso mismo de su propio ser» (Hegel 1970, p. 10). Como acierta a decir Cassirer, «si la realidad hay que definirla en términos de historia, más bien que en términos de naturaleza, y si el Estado es el requisito previo de la historia, de ello se infiere que debemos considerar al Estado como la realidad suprema y más perfecta4» (1974, p. 311).

En la filosofía de la historia de Hegel existe pues una crucial distinción entre pueblo y nación; o más concretamente, entre pueblo nacional y nación: «un pueblo sin formación política (una nación como tal) no tiene propiamente historia; sin historia existían los pueblos antes de la formación del Estado y otros también existen ahora como naciones salvajes» (Hegel 1982, p. 549). La mediación entre el pueblo y la nación, que no siempre se da, aun cuando la racionalidad histórica impele a ello, viene determinada por la consecución de la conciencia encarnada del espíritu nacional a través del Estado. Para Hegel la esencia de todo espíritu está en la libertad y la voluntad. De igual modo, los pueblos que alcanzan la etapa política -que logran constituirse en Estados- son pueblos que logran la libertad y el poder necesarios para hacer historia: «En la historia universal únicamente puede hablarse de pueblos que hayan constituido un Estado» (Hegel 1972, p. 115).

Esta cosmo-distinción entre naciones y Estados -pueblos y naciones en la terminología hegeliana- que, decíamos, constituye la premisa fun-Page 869damental de la argumentación antinacionalista, resulta ideológica, errónea e incoherente.

Es ideológica porque la distribución se establece con base en una insólita relación...

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