La herencia del desastre de Enron

AutorDimitris Kyriakou
CargoIPTS

Un excelente profesor de contabilidad al que conozco, añade a sus correos electrónicos la siguiente frase sarcástica: "los contables pueden ser aburridos; la contabilidad, no". Puede ser un chiste, pero no hace justicia ni a los contables ni a la contabilidad, especialmente en la actualidad, después del desastre de Enron. Tanto la contabilidad como quienes la practican se están mostrando como instrumentos poderosos para clarificar el funcionamiento interno de las economías occidentales, por no decir como fuentes de inspiración de libros y películas que pronto se volcarán sobre los recientes escándalos que han tenido como centro las prácticas contables.

Este tipo de escándalos, que se han extendido como una epidemia entre las empresas norteamericanas en las últimas semanas y meses, nos sirven para recordar qué es lo que hace que nuestras economías (e indirectamente el mundo) funcionen: las cifras y las formas de presentarlas (incluyendo cuándo y a quién se presentan). Es tanto lo que depende de informes, proyecciones y evaluaciones (y aún más en los mercados financieros que, casi por definición, se mueven por expectativas de acontecimientos y no por los acontecimientos mismos), que la tentación de presentar esta información de modo que sirva a los propósitos propios es demasiado fuerte para vencerla. Más aún, cuando los responsables de las cuentas, auditorías o recomendaciones bursátiles (o, de modo más general, los que desempeñan un papel "externo objetivo") pueden también beneficiarse mucho si su veredicto se inclina en una cierta dirección, entonces se pueden ver estos escándalos como un accidente inevitable.

En el editorial del número 62 (escrito en enero y publicado en marzo de 2002), titulado "Análisis del desastre de Enron", decíamos con toda razón, como se ha demostrado, que "Los incentivos para tapar el asunto, por parte de los intermediarios... entre quienes están dentro de la empresa y quienes están fuera, pueden ser enormes". Sugeríamos, además, que "se necesitaría una coherencia regulatoria...especialmente cuando existen grandes asimetrías en información...Podrían ser convenientes ciertos cambios en las reglas de contabilidad...En caso contrario, se podría perjudicar gravemente la confianza de los inversores y, lo que es peor, puede haber más desastres del tipo Enron."

Los incentivos para falsear o embellecer el cuadro se han mostrado, de hecho, enormes, para quienes se supone que deben proporcionar información exacta a los inversores externos. La tentación de amañar las cifras es demasiado fuerte cuando pueden construirse o evaporarse grandes fortunas sobre la base de un informe.

Una información exacta y a tiempo sobre los indicadores de rendimiento es lo que hace que la gente desee participar en los mercados, especialmente en los que se basan en expectativas de rendimientos futuros; las asimetrías en el acceso a tal información es lo que hace y deshace fortunas. En otras palabras, una cara de la moneda implica a los llamados "intermediarios de confianza", que encuentran irresistible la tentación de olvidarse de su objetividad y proporcionar al público información inexacta, de manera que aumenten (o al menos no se vean comprometidos) sus beneficios. La otra cara de la moneda implica compartir la versión exacta de la información de forma selectiva y rápida, por parte de unos pocos afortunados dentro de la empresa o estrechamente relacionados con ella.

Cuanto más alta sea la confianza depositada en el sistema, más fuerte será el choque cuando estallen los escándalos. Tal confianza era muy alta en EE.UU. (tanto que, cuando hace veinte años yo sugería a mis colegas americanos que las cifras podían estar amañadas, la única excusa que pudieron encontrar para mis sospechas es que yo era europeo...). Esos altos niveles de confianza explican que se confíe en la autoregulación (por ejemplo, en la industria de auditoría/contabilidad).

El problema es, desde luego, que los mecanismos de autoregulación funcionan si el castigo impuesto por el mercado es rápido y suficientemente grande como para contrarrestar la tentación de los altos beneficios que se obtienen violando el código de conducta auto-impuesto. Desgraciadamente, los consumidores no pueden, en general, imponer tal castigo: no pueden actuar fácilmente con una sola voz, no tienen la información hasta muy tarde, si es que la tienen y, por tanto, muchos casos se escapan sin castigo. Además, cuando estalla el escándalo y los consumidores huyen, sufren todas las empresas del sector y la economía en su conjunto resulta castigada por el mal comportamiento de empresas fácilmente identificables. La autoregulación no es una panacea: a veces es demasiado costosa para recuperarse de episodios aislados de violación de las reglas auto-definidas, y los costes recaen sobre toda la sociedad. Hay, pues, sólidas razones a favor de una vigilancia más estricta de estas actividades.

Una de las razones de que haya sido tan difícil llevar a la práctica esta vigilancia regulatoria en ciertos casos (además del talante anti-gubernamental que viene dominando el discurso político en ciertos países, desde hace tiempo) hay que encontrarla a nivel político. Aquéllos cuyas inmensas fortunas se benefician de una vigilancia poco estricta, presionan fuertemente y con éxito para limitar o reorientar la legislación que trata de hacer frente al problema.

Como indicábamos en el editorial del número 62, "habría que considerar el papel de los grupos de presión que financian las campañas electorales y las consecuencias de las prácticas que permiten las idas y venidas desde puestos importantes de la función pública a trabajos lucrativos en el sector privado". En las últimas semanas, Harvey Pitt, presidente de la Securities Exchange Commission de EE.UU., ha sido muy criticado por mostrarse demasiado favorable a las mismas empresas que su organismo estaba vigilando o investigando. Su carrera ilustra bien esa práctica de idas y venidas: comenzó como abogado joven en la SEC, se fue después a la práctica privada, convirtiéndose en uno de los abogados defensores de las empresas de auditoría más conocidos, y ahora está en la cúspide del organismo encargado de vigilarlas.

El problema sistémico más profundo que señalan estos escándalos y la resistencia a hacer frente a sus raíces apunta a la prevalencia de un sistema que se ha llamado "capitalismo de compadres" que permite a quienes están dentro de él cosechar enormes beneficios sin ser molestados por la pretendida ética del sistema. En otras palabras, se les muestra un atajo, en lugar del largo, tortuoso, agobiante e incierto camino que hay que recorrer para labrarse el propio destino.

En todo esto hay algunas implicaciones para Europa, y no sólo porque los sistemas o estructuras económicos sean similares a ambos lados del Atlántico. Para empezar, las empresas norteamericanas envueltas en estos escándalos tienen también, a menudo, operaciones en Europa. Segundo, la experiencia acumulada al desvelarse estos escándalos puede informar las reglas de contabilidad comunes, redactadas por el International Accounting Standards Board (IASB), con sede en Londres, que la UE va a adoptar en 2005. Finalmente, como consecuencia positiva, puede producirse un consenso renovado para realizar esfuerzos de regulación conjuntos entre la UE y EE.UU., a medida que la autoregulación se haga cada vez menos popular en EE.UU. y la vigilancia por parte del gobierno sea cada vez menos un anatema. Un primer indicio interesante de posible colaboración parece apuntarse en una entrevista concedida por el presidente del Comité de Finanzas del Senado de EE.UU., el 14 de julio de 2002, al hablar de las mejoras contables. En ella no se mencionan las normas utilizadas en EE.UU., redactadas por el Financial Accounting Standards Board, sino que se sugiere una tendencia a trabajar y adoptar las reglas del IASB, que son las que la UE planea adoptar en 2005.

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