De Helvetia a Hispania: retorno a la codificación de la mano de Pío Caroni

AutorFaustino Martínez Martínez
Páginas885-906

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Ver Nota1

  1. Constitución y código, como resultados respectivamente de dos movimientos –el constitucionalismo y la codificación–, son los productos normativos por antonomasia de la Modernidad jurídica, los que provocan una fractura de época (más próxima al Sattelzeit de r. Koselleck que al «tiempo axial» de
    K. Jaspers, aunque compartiendo aspectos de este segundo concepto en cuanto a elevación, relevancia y trascendencia de sus efectos), los que rompen con el pasado, formando el presente y sentando las bases para el futuro, y así inauguran la época en la que todavía estamos viviendo. son los dispositivos que fijan los pilares y las estancias principales de la edad contemporánea y actual, imposibles de concebirse, representarse o imaginarse sin esos dos instrumentos, jurídicamente hablando, y lo son además no desde ángulos opuestos o enfrentados, sino compartiendo unos presupuestos de partida, un tronco común, un diagnóstico claro sobre los males del orden jurídico del antiguo régimen con sus consecuentes remedios drásticos, un sustrato ideológico idéntico, una misma inquietud social que se transforma en impulso decidido de clase (detrás de todo esto, se halla la burguesía prerrevolucionaria, revolucionaria y postrevolucionaria), y unos resultados diversos, pero concordantes, materializados en unos documentos escritos que hoy en día nos parecen (nos siguen pareciendo) indispensables para organizar la convivencia social a todos los niveles imaginables y deseables. ambos, constitución y código, son hijos de una larga tradición de pensamiento, que arranca del iusnaturalismo, pasa por el iusracionalismo y llega a su madurez con la ilustración, en ese intento, como diría i. Kant, de sacar al hombre de su minoría de edad,

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    de emanciparlo de todo a partir del uso de la razón como instrumento autónomo que disipa cualquier duda en el horizonte de nuestro conocimiento (respecto al ser, al mundo, a dios). ambos dos son hijos de la crítica constante para con las insuficiencias, discrecionalidades (cuando no arbitrariedades), inseguridades, incertidumbres, durezas y crueldades de todo un sistema jurídico, aquél del antiguo régimen, dominado por el derecho común romano-canónico, regido de forma tiránica por la obra de los juristas y de la jurisprudencia forense, apenas controlado o encauzado por reyes legisladores más que en momentos muy puntuales, y con un espectacular abanico de fuentes que hacía de todo punto posible perderse –y nunca encontrarse– entre leyes, cédulas, pragmáticas, provisiones, decretos, órdenes, fueros, ordenanzas, sentencias de altos y bajos tribunales, estilos jurisprudenciales, costumbres, pareceres, dictámenes, consejos de los prudentes, textos romanos y textos canónicos con sus respectivas glosas y comentarios que los ampliaban hasta límites no previstos, entre otros muchos factores, todos ellos coexistentes con lógica sensación de ahogo y de abigarramiento.
    sucedía así porque el principal objetivo de ese orden de raíces teológicas, fusión de numerosos elementos prescriptivos de corte tradicional, no era la fidelidad a una jerarquía normativa dada o a una prelación de fuentes más o menos nítida, conocida y asequible, sino que se trataba de buscar y de realizar en cada caso concreto la Aequitas, esto es, la Justicia para el supuesto particular que se situaba delante del operador jurídico del que se tratase. no había una identificación del derecho con un elenco determinado de fuentes o con una de esas fuentes en particular (el derecho no era la ley, ni siquiera era la norma escrita; ésta era un ínfima parte del océano jurídico compuesto de infinitos mares comunicados entre sí), sino que el Ius como ordenación era el instrumento o mecanismo para hacer la Justicia, para construirla en cada supuesto particularizado, y se componía de numerosas piezas que trataban de encajarse por medio de criterios interpretativos variados, siempre construidos desde la probabilidad, desde la duda metódica, y nunca con perfiles matemáticos definitivos y absolutos, criterios orientados a la consecución de ese fin último que daba sentido a todo el orden final resultante. la Justicia general solamente podía surgir si se sumaban las Justicias particulares de cada uno de los supuestos específicos, lo justo concreto exponencialmente multiplicado. su inspiración era la teología, una ciencia de complexión sólida, no obstante las dudas y nebulosas que rodeaban a su objeto primero (el mismo dios): la eventualidad, la posibilidad y la alternancia presidían cualquier decisión que se tomase.
    pluralidad de los lugares donde se hallaba el derecho (muchas fuentes y de procedencia muy variada), carencia de centralidad en cuanto a la gestación de aquél (muchos creadores y gestores del orden jurídico), probabilidad en cuanto al tratamiento y al valor de las soluciones que se presentaban (nunca verdades de fe, axiomas, sino hipótesis o presunciones susceptibles de prueba o demostración en contrario), diversidad de actores intervinientes con reparto poco claro de las tareas, en atención a hacer avanzar, crecer o dinamizar el mundo jurídico, a modo de ejemplo, eran algunos de los rasgos que presidían la vida occidental

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    del derecho en el tiempo epigonal del Ius Commune, prolongado hasta bien entrado el siglo xviii. súmese a todo esto el predominio de criterios voluntaristas en el ejercicio y desarrollo del poder, apenas mitigados por ciertos frenos procedentes de dimensiones o campos metajurídicos, aunque con variaciones regnícolas (las leyes Fundamentales podrían ser el ejemplo más destacado de estos controles construidos a partir de reflexiones éticas o religiosas que acababan por fundirse con las propiamente jurídicas), las cuales nos situaban en el escenario de un absolutismo con mayores o menores intensidades y matices, pero, en todo caso, con un monarca que se erigía en la pieza clave para la construcción de un discurso estatal; los privilegios como forma usual de manifestación del derecho y la consecuente negación de cualquier forma de generalidad, abstracción y, sobre todo, de igualdad material o formal, privilegios que se encuentran tanto en el campo personal como en el territorial, tanto en el derecho sustantivo como en el campo jurisdiccional; o la anulación del individuo sumergido –e incluso ahogado– entre corporaciones y estamentos de todo signo que impedían aflorar categorías que no iban más allá de las de súbdito o vasallo, con la consecuente supeditación a los corpora de cualquier atisbo de libertad, de facultad, de derecho o de dignidad, los cuales sólo se articulaban a partir de esa pertenencia dictatorial e irremisible a un cierto grupo, social y jurídicamente definido, sin la cual no se era nada desde la perspectiva del derecho. contra todos estos frentes que suponían la negación de un poder racionalizado y controlado, la exclusión por imposibilidad metafísica de individuos autónomos y de sujetos dotados de libertades, de personas en resumidas cuentas, va a reaccionar el pensamiento europeo de una manera contundente, agrupado en torno a esa burguesía que quería tomar de forma definitiva las riendas del poder económico (del que ya disfrutaba en ciertos países y con ciertas garantías) para asaltar el poder político y hacerse así con un estado de nueva factura que trataría de bosquejar y de crear a su imagen y semejanza, o, mejor dicho, a imagen y semejanza de sus apetitos y antojos, de sus deseos y caprichos, de sus ansias y anhelos, de sus gustos y necesidades, de sus demandas y exigencias, en definitiva, de sus intereses creados y consolidados, como una compacta superestructura de poder que les fuese útil y les sirviese a sus propósitos, deslindando el frente estatal del frente social, que hasta entonces se hallaban plenamente imbricados. la burguesía persigue dominar e instrumentalizar el estado para que ese estado no los domine a ellos, sino que, al contrario, los respete y los deje jugar libremente con sus bienes, derechos e intereses, y así proceder a alejarlo de la sociedad, aquélla que va a ser su escenario natural de acción, donde ellos y sólo ellos, los burgueses, son protagonistas exclusivos y excluyentes, y donde el poder cumple una solitaria y exquisita función tuitiva, de protección (y, con ella, de represión) de todo ese conglomerado de situaciones jurídicas y económicas por ellos creadas y dirigidas a la obtención del mayor provecho personal (sin descuidar ciertos componentes solidarios y altruistas que también podían surgir). Menos estado y más sociedad, menos público y más privado, menos corporaciones y más individuos, menos restricciones, más protección y más libertad, sobre todo en cuestiones económicas,

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    parece ser la sempiterna reivindicación de una burguesía ávida de poder y de riqueza, y también viceversa. porque entendía que lo primero era condición indispensable para lograr lo segundo, y lo segundo alimentaba a lo primero, le daba sentido.
    se trataba, pues, de derrumbar un mundo que se iba, que no podía sostenerse más allá de la ficción y de la simulación, tan queridas a los tiempos barrocos, ante el empuje irresistible de una nueva clase social que deseaba poner fin al teatro de vanidades del antiguo régimen, para erigir uno nuevo, fiel a sus postulados y designios (los intereses creados a los que se aludía supra), que se plegase de una manera más sencilla a sus deseos crematísticos y que les diese el timón de mando de toda una nueva sociedad en formación. esa burguesía, que era ya protagonista de la vida europea (pensemos en inglaterra, en los países Bajos, en las ciudades alemanas o italianas, por poner varios ejemplos), de donde surgen comerciantes, mercaderes, navegantes, descubridores, artesanos y científicos, todos ellos amantes del cálculo medido, racional, del riesgo contenido y limitado, del asociacionismo mercantil según varias fórmulas, de la posibilidad de compartir éxitos y fracasos, de las aventuras y de las inversiones a partes...

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