El hambre y la gastronomía. De la guerra civil a la cartilla de racionamiento

AutorIsmael Díaz Yubero
Páginas9-22

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Aunque a todas las épocas se les puede encontrar algo positivo, resulta difícil hacerlo durante el triste período de nuestra guerra civil y la década siguiente. Y si, además, intentamos buscar las ventajas en el ámbito de la gastronomía -en unos momentos en los que el hambre estaba muy extendida-, la labor se complica bastante.

Tampoco fue muy positiva la situación prebélica, porque los problemas políticos, las revueltas sociales y la crisis agraria producida por la caída de los precios, no permitieron que el consumo de alimentos fuese el adecuado. Había mucha hambre en España. La escasa disponibilidad de alimentos estaba mal repartida y la utilización y reutilización de los recursos y sus subproductos -prácticas muy frecuentes- eran excesivamente peligrosas, desde el punto de vista higiénico y desde el nutricional

El panorama empeoró aún más con la Guerra Civil, la situación fue caótica y dio lugar a una mayor desigualdad en la disponibilidad de alimentos que, aunque en ningún caso fue de abundancia, sí existieron contrastes importantes y absolutamente injustos.

La limitación del comercio, en una España fundamentalmente agraria, hizo necesario prescindir de muchos alimentos no producidos en el entorno -debido a la dificultad de hacerlos llegar a donde se necesitaban- y reiterar el consumo de productos abundantes localmente, que eran poco valorados en sus lugares de origen a pesar de ser muy deseados en otros sitios.

Hasta 1939 no se produjeron las primeras valoraciones de ingesta alimentaria y como ésta era muy diversa en las distintas regiones e incluso localidades, los resultados hay que circunscribirlos sólo a la población para la que se hicieron, ya que intentar extrapolarlos, como a veces se intentó, nos haría caer en graves errores.

Por otra parte, no se disponía de especialistas para atender a la solución del problema en todo el territorio nacional, ni de técnicas analíticas para cuantificar los alimentos, ni era fácil valorar el contenido en calorías y nutrientes de los alimentos ingeridos «per cápita» y día. La posibilidad de investigar el estado nutricional por mediciones clínicas, bioquímicas o antropométricas era una auténtica utopía, si tenemos en cuenta la variabilidad de las dietas, aun cuando en determinadas situaciones fuesen relativamente simples. Además, establecer, más allá de la sospecha, la incidencia de la ingesta y su mecanismo de acción en la patología específica, sigue siendo todavía un problema sin resolver.

En el resto del mundo tampoco se habían producido estudios nutricionales suficientes que pudiesen ser aplicados con carácter general, y sólo se habían planteado, superficialmente, los problemas de los desajustes alimentarios y la incidencia de la alimentación en los estados sanitarios.

Por todo ello, el Profesor Grande Covián se encontró con una difícil papeleta cuando el Dr. Negrín -que además de ser catedrático de la Facultad de Medicina era Ministro de Hacienda- precisamente el 18 de julio de 1936, influyó para que le denegasen el pasaporte que necesitaba para trasladarse a Heidelberg, con un contrato a punto de empezar, para trabajar con el Profesor Meyerhoff, y le encomendó la reorganización del Laboratorio del Hospital Provincial de Madrid. Unos meses más tarde, le encargó el estudio de las carencias nutricionales que podían darse en la población, debidas a la falta de alimentos.

Como consecuencia de ello se creó en Instituto Nacional de Higiene Alimentaria, en la calle Príncipe de Vergara, en el mismo edificio donde hoy está ubicado el Instituto Nacional del Consumo y en cuya puerta hay una placa conmemorativa de la labor del Profesor, quien comenzó allí los trabajos tendentes a solucionar el problema. Con el tiempo, sus hallazgos sobre malnutrición empezaron a publicarse y a admirarse en el extranjero y a ellos se refirieron especialistas de muchos países cuando, años más tarde, estudiaron problemas de hambre en poblaciones autóctonas o en campos de concentración, tal como sucedió con el «síndrome de los pies que-Page 10mantes», detectado a prisioneros europeos en Japón y que ya había sido enunciado por Grande, unos años antes, en la población madrileña.

Las deficiencias nutricionales estaban a la orden del día. Raquitismo, osteomalacia, alteraciones neurológicas, edema del hambre, casi todas las avitaminosis y, sobre todo, la temida pelagra eran susceptibles de diagnosticarse, con una frecuencia realmente alta.

En 1996, un grupo de investigadores -entre los que se encuentran la Dra. Graciani y el Profesor Rodríguez Artalejo- publicaron un interesante estudio sobre el «Consumo de alimentos en España en el período 1940-1988». Es cierto que, como los autores manifiestan, las cifras sólo pueden tomarse como indicativas, pero, para hacernos una idea, consideraban que el consumo de calorías «per cápita» y día, se movía ligeramente por encima de las 1.500 calorías entre los años 1940 y 1950 -con excepción de la ingesta de 1945 que ni siquiera alcanzó esa cifra- y sólo en 1951 se superaron las 2.000 calorías.

El consumo de proteínas en esos años era de unos 50 gramos por habitante y día y, casi en su totalidad, de origen vegetal. Hoy, la ingesta supera los 100 gramos ampliamente y además la proporcionalidad de proteínas vegetales y animales es favorable a estas últimas, que tienen un valor biológico más alto.

En aquellos años se consumían unos 50 gramos de grasas por habitante y día, lo que supone, aproximadamente, la tercera parte de nuestra ingesta actual. Los hidratos de carbono constituían la base de la alimentación, pero, a pesar de todo, eran entre un 30 y un 40% menos de los 330 gramos que hoy consumimos y que están por debajo de lo que una dieta equilibrada exige.

No es posible cuantificar la ingesta de vitaminas y de minerales -salvo que nos expongamos a cometer errores muy graves- entre otras cosas, porque la calidad y frescura era muy variable, y el concepto de lo que es la parte comestible de todos los alimentos, especialmente de las frutas y hortalizas, era muy diferente del que hoy tenemos.

Esta situación, según los autores indicados, era para toda España, pero durante el período bélico, el Profesor Grande Covián evalúo que en el Madrid sitiado, la ingesta calórica por habitante y día era de 770 calorías en diciembre de 1938 y de 852 en febrero del año siguiente. Estas cifras están calculadas sobre las raciones repartidas por las Instituciones, pero aunque se contabilicen los alimentos procedentes del denominado mercado negro, todo hace pensar que difícilmente se superarían las 1.200 calorías por habitante y día, cifra muy inferior a la que hoy se consume en los países más castigados por el hambre, según los datos de la FAO, en los que la mortalidad alcanza niveles altos.

En el Madrid de la posguerra, otra vez el Profesor Grande elaboró, en colaboración con los Profesores Rof y Vivanco, un estudio nutricional de niños en distintos barrios, descubriendo que mientras los niños del barrio de Salamanca presentaban parámetros de crecimiento y desarrollo (expresados en ecuaciones de regresión) similares a los de los niños norteamericanos o escandinavos, en los suburbios de la capital -donde los niños eran de la misma raza, estaban sujetos al mismo clima y vivían sólo a unos cientos de metros de distancia- presentaban parámetros tan diferentes que, por ejemplo, los niños de Vallecas necesitaban cumplir 14 años para tener un desarrollo similar al que tenían los niños de 10 años en el barrio de Salamanca.

Durante estos años no se hicieron encuestas sobre la mortalidad infantil en España, ni estudios epidemiológicos que la relacionasen con el hambre, pero es evidente que las tasas eran muy altas y que, salvo en familias muy acomodadas, era frecuente que sobreviviesen sólo porcentajes inferiores al 80% de los niños y que en muchas familias el porcentaje de mortalidad fuera superior al 50%.

Vivanco que, junto con Jiménez Díaz y Grande, fue del grupo de expertos que dedicaron más tiempo y esfuerzos a este tema, indica que la mortalidad en Ámsterdam, durante los seis primeros meses de 1939 (situación alimentaria normal) murieron 3.655 personas, en 1944 (año en el que el abastecimiento de alimentos se resintió, pero sin llegar a condiciones dramáticas), murieron en el mismo período 4.393 personas y en 1945 (época del hambre) fallecieron 9.735 personas. Solamente hay que hacer notar que, nunca, la situación alimentaria de la ciudad holandesa fue tan precaria como la que se dio en Madrid en los peores momentos.

Los efectos de la II Guerra Mundial también se hicieron notar en la nutrición de los españoles. Nuestra neutralidad, no fue suficiente para poder tener acceso a los alimentos necesarios, para solucionarPage 11 o al menos paliar la difícil situación por la que atravesábamos.

En 1960, García Barbancho, profesor de Estadística de la Escuela de Bromatología de Madrid, hizo un intento de reconstrucción de la historia nutricional española, comenzando en 1926 y abarcando las facetas dietética y económica. El estudio de las ingestas, aunque interesante, es poco significativo sobre el consumo de alimentos, debido a las lógicas dificultades de análisis de sucesos, ya suficientemente antiguos como para poder sacar conclusiones válidas y científicamente fundamentadas.

Posteriormente, en los años sesenta, en sucesivos números de la Revista Anales de la Escuela de Bromatología se analizó la situación nutricional de la población española y, según se deduce de sus datos, aunque entonces no se supiera, fue precisamente en esa década, apenas diez años después de terminar con las Cartillas de Racionamiento, cuando se consumió en España la dieta más equilibrada, la que más se ajusta al ideal de la Dieta Mediterránea, en lo que se refiere a la distribución de la ingesta calórica entre los distintos principios inmediatos.

En Madrid, los síntomas de escasez se agravaron en septiembre...

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