Sobre el gobierno de la máquina: dioses, reyes y sabios

AutorJesús Alonso Burgos
CargoAbogado y escritor.
Páginas1-6

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Introducción

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la máquina. Su enigmática figura aparece de repente en los hospitales y los laboratorios, en los parlamentos y las prisiones, en las aulas de filosofía y en las reuniones familiares. Sucede, sin embargo, que (fanáticos al margen) nadie está seguro de lo que ese fantasma oculta tras su espantoso manto, de cuál pueda ser su anima (o tal vez su animus). ¿Es la biología el único dios (o phantasma) de la máquina ¿Lo es la sociedad o la historia ¿Acaso una mezcla de todo ello, un híbrido o una quimera Y cuál es el nombre que debemos dar a la ciencia que trata del gobierno de ese fantasma: ¿biogenética, biopolítica, ciencias cognitivas, genética del comportamiento ¿O tal vez política sin más Este es, a mi juicio, el problema previo al que debe responder la pregunta sobre la neuroética. O lo que es lo mismo, ¿cuáles son los fundamentos de la condición moral Porque si la vis motrix que mueve la máquina es sólo la biología (y nótese que digo sólo), si el bien y el mal sólo son determinaciones inscritas en el cerebro humano, si sobre tal presupuesto no cabe proyectar una sospecha, es evidente que la respuesta sólo puede ser (o casi) científica, sea cual sea su resultado y su coste social. Lo que ocurre es que no está claro; o por lo menos, que algunos no nos acabamos de creer toda esa nueva metafísica de la ciencia.?

El debate, empero, no es nuevo. Ese debate se inicia con el inventor de la máquina pensante o máquina terrestre espiritual, que no es otro que Descartes. Como es sabido, en su célebre Tratado del hombre, Descartes asegura que todo es materia, y por ende, todo está sujeto a los principios de la física y la mecánica: los músculos, huesos y articulaciones de los animales y los hombres son como los cables, poleas y ruedas de las máquinas y los autómatas; la respiración, circulación y movilidad de los seres vivos son asimismo como los movimientos de los automatismos. La única (pero esencial) diferencia radica en que los hombres, pero no los animales ni los autómatas, tienen alma, artilugio éste que en modo alguno puede quedar afectado por la materia, ya que (según Galileo) la cantidad total de movimiento en el universo es constante:

"Advierto -dice en Meditaciones metafísicas- que hay grandísima diferencia entre el espíritu y el cuerpo; el cuerpo, por su naturaleza, es siempre divisible; mientras que el espíritu es enteramente indivisible. En efecto, cuando considero el espíritu, esto es, a mí mismo, en cuanto que soy sólo una cosa que piensa, no puedo distinguir partes en mí, sino que conozco y concibo muy claramente que soy una cosa absolutamente una y entera; y aunque todo el espíritu parece unido a todo el cuerpo, sin embargo, cuando un pie o un brazo o cualquier otra parte son separados del resto del cuerpo, conozco muy bien que nada ha sido sustraído a mi espíritu; tampoco puede decirse propiamente que las facultades de querer, sentir, concebir, etc., son

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partes del espíritu, pues uno y el mismo espíritu es el que por entero quiere, siente y concibe, etc." 1

Aparentemente, el alma cartesiana no se diferenciaba gran cosa del alma aristotélica (aunque Descartes tuvo buen cuidado de no publicar su tratado en vida, no fuese a caer en manos de la Inquisición y le pasase lo mismo que a su admirado Galileo); pero sólo aparentemente, porque por esa fisura que Descartes abre entre la res extensa y la res cogitans se colarán después los ateístas ilustrados y, tras ellos, las "tecnologías del cuerpo" que muy pronto habrán de sustituir a la práctica médica y al viejo alienismo de los hospicios y las casas de locos.

La dualidad espíritu-materia enseguida se mostró insuficiente; el mismo Descartes no las tenía todas consigo: "¿Qué es lo que veo desde mi ventana : -escribe en Meditaciones metafísicas- sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar máquinas artificiales movidas por resortes". Claro que en el acto se apercibe del exceso y añade: "Pero juzgo que son hombres y así, comprendo, por el sólo poder de juzgar, que reside en mi espíritu, lo que creía ver con mis ojos"2. Pero sea como fuese, el cuerpo humano quedaba para siempre equiparado a una máquina, y como tal, sometido a las leyes de la mecánica. Solo que las técnicas precisas para el cuidado y gobierno de esa máquina (medicina, psiquiatría, psicología, pedagogía, política, derecho, etc.) no tardarán en desvelarse como "técnicas de poder".?

La remisión del alma a Dios era, evidentemente, un vano intento de Descartes de encajar sus teorías en el dogma; a lo que en realidad remitía su máquina espiritual era a la teología, es decir, al discurso sobre Dios. Quien mejor desenmascaró esa trampa metafísica (el "enano" oculto que animaba la máquina, como dijo Walter Benjamin en su Tesis de la filosofía de la historia) fue Ludwig Feuer-bach, el cual sostenía que todos los predicados que definen a Dios (razón, belleza, justicia, bondad, etc.) no eran en realidad sino predicados del hombre, de lo espiritual y estético del hombre, de los que él se había alienado inconscientemente en favor de Dios, vale decir, de una idea del absoluto. No era Dios el que había creado al hombre a su imagen y semejanza, sino el hombre quien había ideado un dios a su imagen, otorgándole además sus mejores atributos, a los que por esa misma atribución llamó divinos.

La tarea de la filosofía debía ser rescatar para el hombre esos atributos espirituales, haciendo del hombre el único absoluto, una suerte de hombre-dios: homo homini deus est.

La filosofía de Feuerbach (una brillante síntesis de Hegel y Kant, es decir, del maestro que él rechazó y del que nunca tuvo) marcó el camino por el que discurrirán todos los materialistas modernos (desde los marxistas hasta los llamados materialistas vulgares), la mayor parte de los existencialistas y las que, grosso modo, podemos denominar filosofías historicistas y racionalistas. Resumiremos este punto de vista en la célebre frase de Ortega: "El hombre no tiene naturaleza, tiene historia" (Historia como sistema).

La postura exactamente contraria, es decir, la idea de que el hombre es fundamental, casi exclusivamente, naturaleza, es también hija de la máquina cartesiana, pero de una máquina tal y como fue ensoñada por La Mettrie en El hombre máquina, esto es, de una máquina puramente biológica. El indiscutible profeta de este discurso (pues de profecía puede hablarse) fue Nietzsche3, el cual, como es sabido, realizó un proceso de biologización de la moral sobre la base de que todas las virtudes morales responden en realidad a estados fisiológicos: "Mi principal afirmación: -dice en La voluntad de poderío- no existen fenómenos morales, sino meras interpretaciones morales de esos fenómenos"4. La compasión y el amor no eran sino desarrollos del instinto sexual, como la justicia lo es del instinto de venganza.

Ahora bien, a diferencia de los ateístas ilustrados y románticos, para Nietzsche no se trata simplemente de que Dios haya muerto, y que por tanto el hombre esté solo; no, el hombre solitario de Nietzsche, como el...

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