Fundamentos y consecuencias eclesiológicas de la primera codificación canónica

AutorNicolás Álvarez de las Asturias
Páginas29-44

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Nicolás Álvarez de las Asturias

Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid) nalvarez@sandamaso.es

SUMARIO: Introducción. 1.- Fundamentos. 2.- Consecuencias. 3.- Conclusiones. Bibliografía.

Introducción*

Presente, pasado y futuro constituyen las tres dimensiones de la temporalidad. Por eso, para que el historiador pueda realizar su trabajo de un modo significativo, necesita que haya pasado tiempo suficiente. En efecto, cualquier momento histórico solo puede ser conocido en toda su profundidad si se le pone en relación con su pasado y con el devenir posterior (con lo que en su momento fue futuro, y futuro alumbrado de un modo determinado por la influencia del acontecimiento histórico en cuestión).

El paso del tiempo, pero también la celebración del concilio Vaticano II y la posterior promulgación del código de derecho canónico de 1983, han hecho posible que este proceso de conocimiento en profundidad ya se haya realizado sobre el código pío-benedictino, cuyo centenario se conmemora en esta jornada. La pérdida de su carácter de derecho vigente y la conciencia de estar en un momento eclesial profundamente diverso al que lo originó y al

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que él contribuyó a consolidar –si bien efímeramente–, ha hecho posible estudiarlo como un «objeto histórico» más. Sujeto, por tanto, a las operaciones propias que el quehacer histórico realiza sobre cualquier acontecimiento del pasado, máxime cuando el acontecimiento es, antes que nada, una fuente.

Es de justicia, pues, comenzar recordando con gratitud el trabajo de tantos historiadores del derecho canónico, que han hecho posible llegar al centenario “bien preparados”. Entre ellos, merecen destacarse Giorgio Feliciani, iniciador hace más de treinta años de un amplio proyecto de investigación que está en el origen de numerosos estudios parciales1; Carlo Fantappiè, autor de una monumental monografía que se ha convertido en el punto de partida imprescindible de todos los estudiosos de la primera codificación canónica2; y, es una alegría poder decirlo aquí, el profesor Enrique de León –a quien acabamos de escuchar–, que publicó, junto a Llobell y Navarrete, abundante información sobre el itinerario recorrido en la elaboración del de processibus3.

Sobre la base firme de estos y otros estudios, puede el historiador entregarse a otra de las labores propias de su quehacer: la interpretación. Es para ello que necesita conocer su pasado y su “futuro”, coordenadas básicas para comprender el alcance real de cada acontecimiento.

No le bastan, sin embargo, al historiador las coordenadas temporales; otros elementos resultan necesarios. En el caso de un código canónico, al menos dos: su relación con la ciencia jurídica y, concretamente con la técnica codicial; y su relación con la sociedad a la que busca regular, que –en el caso de la Iglesia– se explica a ella misma en una rama específica del conocimiento teológico: la eclesiología. De ahí que la afirmación conciliar de que el derecho canónico debe explicarse a la luz del misterio de la Iglesia, constituya también una preciosa indicación de método para el historiador del derecho canónico4.

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En mi intervención –dejando de la lado la consideración directa de lo referido a la técnica codicial5– buscaré referir cómo la eclesiología del momento influyó en la génesis y configuración del código pío-benedictino (pasado) y cómo éste influyó en la eclesiología posterior a su promulgación (futuro). De este modo, podremos hacer explícitas al menos algunas consecuencias que el acontecimiento histórico que conmemoramos tuvo para la Iglesia, cuya vida buscaba regular.

Fundamentos

Cuando Carlo Fantappiè considera el código pío-benedictino el resultado de la «modernidad jurídica», está circunscribiendo su contexto explicativo a los siglos XVI-XX, aquéllos que –según la división del tiempo establecida por Le Bras–, corresponderían al ius novissimum6. Una época iniciada por el concilio de Trento y concluida –ésta al menos es mi tesis, puesto que la obra de Le Bras se publicó con anterioridad–, con la celebración del concilio Vaticano II7.

Ahora bien, ¿qué datos permiten justificar el inicio de una “edad” del derecho canónico en tiempos del concilio de Trento8¿Qué cambios profundos se dieron y qué o quiénes los motivaron?

Para responder a estas preguntas, otra indicación metodológica de Le Bras puede resultarnos de utilidad. Según el autor francés, el caminar histórico de la Iglesia, se explica a través de lo que podrían considerarse sus tres relaciones fundamentales: su relación con Dios, que explica su teología y su liturgia; su configuración interna en orden al mejor cumplimiento de su misión, que explica su derecho; y su relación con el mundo, que explica, entre otras cosas, su concepción del poder político9. Como fácilmente se entiende, la conexión entre estas tres relaciones es tal, que debe considerar-

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se una distinción conceptual de naturaleza pedagógica; útil tan solo en la medida en que permite aclararse inicialmente en procesos históricos mucho más complejos.

Volviendo a nuestra cuestión, parece claro que el gran acontecimiento que sacude los cimientos del orden medieval y alumbra una nueva época es la reforma protestante10–cuyo quinto centenario también estamos conmemorando este año–. A la novedad radical de muchos de sus planteamientos teológicos responde el concilio de Trento. El resultado, desde un punto de vista casi estrictamente sociológico, pero no solo: la confesionalización de Europa y, en parte, de las distintas comunidades cristianas; también de la Iglesia católica11.

El desafío protestante se planteó en buena parte en términos de libertad y de ausencia de mediaciones, más allá de la única de nuestro señor Jesucristo. «Libre examen» de la Biblia, negación de los sacramentos –al menos como signos eficaces de la gracia– y de la sacramentalidad del sacerdocio minis-terial, revolucionan completamente la organización eclesiástica y el modo de situarse la Iglesia en el mundo y ante el poder político. Las tres grandes relaciones que articulan la comprensión del caminar histórico de la Iglesia quedan profundamente transformadas. La respuesta, era obvio, no podía ser volver atrás, insistir en una reproposición del orden medieval ya periclitado. Era necesario “renovarse”, al menos en cierto modo12.

La respuesta católica en el concilio de Trento –pero sobre todo en su aplicación inmediatamente posterior13– discurre por caminos de acentuación de la autoridad frente al libre examen y la negación de la potestad eclesiástica; de emulación de la sociedad civil, frente a la negación de su derecho canónico; y, de pastoral comprendida en términos de cura animarum, y obra por

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Fundamentos y consecuencias eclesiológicas de la primera codificación canónica 33 tanto de los ministros ordenados, llamados a la predicación autorizada y a la celebración de los sacramentos. Esta triple respuesta puede decirse que caracteriza la reflexión eclesiológica de los siglos sucesivos.

Por una parte, serán siglos en los que se desarrollará el principio de autoridad, hasta culminar en la definición de la infalibilidad pontificia y en la solemne afirmación del primado de jurisdicción en el concilio Vaticano I. La acentuación de dicho principio explica, además, la creciente utilización del magisterio ordinario por parte de los papas, sobre todo a partir del siglo XIX, para orientar, habitualmente y en aspectos muy variados, la vida de los fieles14.

Por otra, la eclesiología se configura casi como una disciplina “comparada”. La conocida comparación con la “república de Venecia” de san Roberto Belarmino, ejemplifica uno de los grandes objetivos de la eclesiología de sociedad perfecta15. Pero también de esa nueva rama del derecho canónico que surgirá en el siglo XVIII: el ius pubblicum ecclesiasticum16.

Por último, es de justicia reconocerlo, la Iglesia que surge del concilio de Trento es, sí, una Iglesia más centralizada, pero es también, quizás consecuentemente, una Iglesia pastoralmente mejor organizada, más eficaz; con unos objetivos pastorales precisos, unos agentes de pastoral bien individuados y unos medios claros. Cuestión diversa es si dicha oferta pastoral logró detener la hemorragia iniciada por Lutero y mutada en los siglos sucesivos en otros movimientos culturales, que no solo dificultaban la acción pastoral de la Iglesia, sino que ponían en cuestión la legitimidad de su misma existencia.

Hemorragia iniciada y mutada, digo, porque ésta es una de las características más sorprendentes de estos siglos: la conciencia de la Iglesia de estar siempre ante un mismo enemigo, aunque revistiera disfraces diversos. Conciencia que explica la uniformidad de “discurso” ante los diferentes em-bates que debió sufrir durante estos siglos. Un texto de León XIII, me parece que sintetiza maravillosamente esta que –podríamos llamar– comprensión unitaria de la modernidad:

…Las teorías sobre la autoridad política inventadas por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de te-

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mer que, andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar de ésta toda su dignidad y todo su vigor…. Las consecuencias de la llamada Reforma comprueban este hecho… De aquella herejía nacieron en el siglo pasado una filosofía falsa, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y una descontrolada licencia, que muchos consideran como la única libertad. De aquí se ha llegado a esos errores recientes que se llaman comunismo, socialismo y nihilismo, peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil

17.

En este contexto eclesiológico, que evoluciona sin grandes cambios durante estos siglos, y que tiene un punto importante de cristalización en el concilio Vaticano I, se encuadra la elaboración de un código de derecho canónico. Se trataba, en efecto, de la adopción de una técnica que...

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