La funciones no jurídicas de la constitución: la función descriptiva y su relación con otras disciplinas
Autor | José Joaquín Fernández Alles |
Páginas | 57-77 |
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Cuando en 1721 Montesquieu publica las Cartas Persas, como antes lo hiciera Jean de La Bruyère con Caracteres o después Cadalso en España con sus Cartas Marruecas publicadas en 1789, se parte, como premisa, de la necesidad de describir la forma de ser de un país como método para organizar a continuación el mejor régimen de poderes y, además, afrontar este cometido con la presunta objetividad que corresponde a alguien que viene de fuera. En las primeras cartas persas, Usbek y Rica, huyendo de sus enemigos, viajan desde Persia y se refugian en Francia, donde describen su constitución real. Del mismo modo, en las citadas cartas del gaditano Cadalso, la correspondencia epistolar entre Gazel, Ben-Beley y Nuño permite describir la constitución real de España.
La “constitución” de un país siempre ha querido ser imagen de su realidad política, cultural, social y económica, con sus estructuras políticas y su forma de ser. No en vano, el Diccionario de la Real Academia define la Constitución como “conjunto de los caracteres específicos de algo” (segunda acepción), además de como “ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las leyes, que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política”, incluso
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como “forma o sistema de gobierno de una unidad política” (sexta acepción). ¿Qué Constitución de un país sería aquella en la que sus ciudadanos o los viajeros que vienen de fuera no ven reconocida, o al menos reflejada, su realidad social, cultural o política? Una de las funciones de una Constitución promulgada con pretensión normativa es precisamente ser imagen lo más fiel posible de la constitución real de una comunidad política de Derecho. Se trata de la función descriptiva de la Constitución, que es considerada una función no jurídica aunque esté muy vinculada a su función cultural y a la función integradora de la Constitución, ambas caracterizadas normativamente por su evidente naturaleza jurídico-constitucional.
La función descriptiva de la Constitución, aun no siendo jurídica ni la más importante de todas las funciones, cumple un fin primordial a medio y largo plazo: ayuda a prever los desfases entre la normatividad y la realidad. Una de las consecuencias del normativismo constitucional mal entendido ha sido minusvalorar en el estudio del Derecho Constitucional todo lo que no sea jurídico, olvidando que para el concepto de Constitución la realidad constitucional no es importante per se sino porque esa realidad debe estar siempre presente para cumplir una doble tarea implícita en varias funciones de la Constitución: adaptar la Constitución a la realidad y a la vez ajustar la realidad a “las relaciones necesarias que se derivan de las naturaleza de las cosas”53y a los derechos humanos, a partir del principio fundamental de libertad. En esa adaptación y en ese ajuste, ante todo, la reforma constitucional opera como un procedimiento destinado al cumplimiento de la función descriptiva de la Constitución. De esta manera, la actualización del texto constitucional permite conocer el régimen constitucional de un país sin necesidad de ahondar en el aprendizaje de su jurisprudencia, sus convenciones y sus prácticas constitucionales. El conocimiento de la Constitución por los ciudadanos fortalece, además, el principio de publicidad,
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la seguridad jurídica y, en el última instancia, su normatividad. No debe olvidarse que la Constitución, la Constitución es norma jurídica positiva y, fruto de este principio fundamental de normatividad, el más meritorio logro de los últimos cuarenta años en España ha sido que los ciudadanos y los poderes públicos, en cumplimiento del art. 9.1 CE, asuman que la Constitución es norma jurídica, esto es, derecho aplicable e invocable ante los tribunales y demás poderes públicos. Según el F.J. 6.1 de la STC 16/1982, de 28 de abril:
“Hay una afirmación en las alegaciones presentadas […] que, aunque no afecta directamente al fondo del recurso, este Tribunal no puede pasar por alto. Se dice allí […], que «los preceptos de la Constitución no son alegables ante los Tribunales porque la propia Constitución así lo ordena». Obviamente tal afirmación carece de todo fundamento y por ello su autor no cita en su apoyo ningún precepto constitucional que diga lo que él atribuye genérica y erróneamente a la Constitución. Conviene no olvidar nunca que la Constitución, lejos de ser un mero catálogo de principios de no inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica, la norma suprema de nuestro ordenamiento, y en cuanto tal tanto los ciudadanos como todos los poderes públicos, y por consiguiente también los Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, están sujetos a ella (arts. 9.1 y 117.1 de la C. E.). Por ello es indudable que sus preceptos son alegables ante los Tribunales (dejando al margen la oportunidad o pertinencia de cada alegación de cada precepto en cada caso), quienes, como todos los poderes públicos, están además vinculados al cumplimiento y respeto de los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo Segundo del Título I de la Constitución (art.
53.1 de la C. E.)”54.
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Sin embargo, esta imprescindible lucha por la normatividad constitucional, que liderara doctrinalmente García de Enterría en España55, entre otros maestros del Derecho Público, ha provocado también que las funciones de la Constitución que presentan menor relevancia jurídica se relegaran a un segundo plano. Se consideró prioritario lograr, a través de la práctica legislativa, ejecutiva y judicial, la difícil transformación histó-rica que, en Estados con constituciones tradicionalmente programáticas o, más recientemente, nominales o semánticas, ha supuesto que la Constitución fuera por fin normativa y, sobre todo, que lo sea en el futuro. Aunque valorando que autores como Lucas Verdú asumieran con rigor la lucha contra el positivismo jurídico a partir de la experiencia de la Constitución de Weimar, el objetivo fundamental de la mayoría de las escuelas jurídicas y la jurisprudencia constitucional ha sido concretar la normatividad constitucional en el día a día. Con tal finalidad, en el ámbito académico, a mitad de la década de los noventa del siglo pasado, la denominación “Derecho Constitucional” sustituyó a la de “Derecho Político” y, con un objeto desprovisto de contenidos no jurídicos, empezó a marcar distancias respecto a la Ciencia Política y, más específicamente, de la Teoría del Estado56.
Antes de consolidarse la actual configuración científica del Derecho Constitucional como disciplina esencialmente jurídica y su consiguiente separación de otras disciplinas no jurídicas, habían surgido innumerables debates teóricos sobre los aspectos filosóficos, históricos y empíricos vinculados al objeto del Derecho Constitucional, ampliamente tratados desde posiciones doctrinales de tanta personalidad académica como como
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Lasalle, Mortati, Hauriou, Smend, Alexy, Bobbio o Zagrebelsky. Se trata de un conjunto de cuestiones que sólo ha encontrado una respuesta parcial y no definitiva con la positivización de los valores o de las realidades fácticas en el marco del consenso que anima el paradigma del Estado Constitucional de Derecho. Así, por ejemplo, en este espacio de necesario entendimiento doctrinal, mientras que Smend establece la vinculación entre los valores públicos de un régimen democrático y la legitimidad o la validez del orden jurídico, aunque se trate de categorías distintas, por su parte, Alexy se refiere a la doble naturaleza del Derecho (ideal y real).
Con la perspectiva que proporciona el transcurso del tiempo, se percibe que en estos debates doctrinales, algunos de cuyos episodios más enconados quizás tengan mucho de artificial, subsista una recurrente confusión en torno a cuatro categorías jurídicas relacionadas que son claves en la teoría del Derecho y del Estado: legitimidad constitucional, fundamentación constitucional, validez constitucional y capacidad de la Constitución para legitimar y dotar validez al sistema jurídico en su conjunto.
En primer lugar, la legitimidad constitucional hace referencia a la aptitud del poder originario y soberano para aprobar o reformar una Constitución a través de un proceso constituyente que cuenta con la participación de las mayorías elegidas conforme al principio representativo, con respeto de las minorías, compromiso con los contenidos ideológicos del constitucionalismo, previa aceptación del procedimiento “constituyente” a seguir, lealtad a los consensos alcanzados e incluso con, al menos, un mínimo reconocimiento internacional del espacio político de convivencia que implica el Estado.
En segundo lugar, la fundamentación constitucional alude a los principios y valores que justifican la creación del orden político y la aprobación de las normas que regulan el acuerdo de convivencia y la estructura de poder resultante, así como también se refiere al sistema axiológico asumido
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por la Constitución como norma primaria del Estado. Como tal fundamentación, se integra por contenidos o fundamentos originariamente iusnaturalistas (como los derechos humanos, que actúan como fundamento y como límite, el principio de subsidiariedad) o de carácter político, técnico o convencional (como son las división horizontal de poderes, el principio de descentralización…).
En tercer lugar, la validez constitucional es consecuencia de la legitimidad anteriormente descrita, esto es, del respeto del procedimiento constituyente alcanzado, de la observancia de los fundamentos materiales del constitucionalismo clásico (los derechos humanos, el contenido esencial de los derechos, la soberanía popular, el principio de separación o división de poderes) y de los principios que estructuran el ordenamiento jurídico: el principio de jerarquía normativa, el principio de competencia...
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