Mi formación histórico-jurídica en Italia y Alemania

AutorJuan Beneyto
Páginas673-688

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    Fue Catedrático de Historia del Derecho. Remitió este artículo para su publicación a una revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Málaga poco antes de fallecer. Esa publicación periódica se interrumpió por razones que no son al caso. Beneyto desde 1985 hasta su óbito participó en diversas actividades organizadas en Málaga. Estas notas son un interesante capítulo de su experiencia vital, no sólo como historiador del Derecho y de su formación en Italia y en Alemania, aparte de sus contactos con Pier Silverio Leicht, catedrático de Storia del diritto italiano en Bolonia y luego en Roma, que entonces mantenía numerosas relaciones intelectuales precisamente con historiadores del Derecho marginados por la línea oficialista de nuestra disciplina, tal y como la misma venía marcada por Sánchez Albornoz y Galo Sánchez. La abundante correspondencia que Leicht intercambió en los años treinta con Juan Beneyto y Ferran Valls i Taberner es buena prueba de ello y algún día deberían de publicarse esas misivas entre iushisto-riadores españoles e italianos de los años veinte, treinta y cuarenta que tan celosamente se conservan en archivos privados (María E. Gómez Rojo).

Tras una breve estancia en Francia, apenas cumplidos los veinte años y sin pasar por el servicio militar, del que supo excluirme mi padre gracias a sus buenas relaciones, pude salir de nuevo de España y ahora no por unos días sino para seguir dos cursos académicos. Concurrí y obtuve una de las pocas y disputadas becas del R. Colegio de San Clemente de los Españoles en la famosísima Universidad bononiense. La convocatoria dejaba ver que lo que privaba era el expediente, completado por una información confidencial encauzada por medio de un antiguo becario. En efecto, me vi llamado por persona a la que no conocía, pero de la que supe que había sido anterior Colegial. Y al final del verano, ya en Valencia, llegó el nombramiento. Se alegraron conmigo mis familiares, mis amigos y mis maestros, Lozoya y Carlos Riba, primeros informados y enseguida entusiastas: Riba me dijo que era una cosa providencial, que marcaba el camino de mi vocación, la cátedra. Cogió elPage 674 Escalafón y me reafirmó en el empeño: seis años más tarde habría una plaza en Historia del Derecho. Lozoya sugirió que lo de Italia, con el arte y la cultura más sedimentada, iba a influir en mí. Ninguno se equivocó. Mi padre sintió mi propia satisfacción de haber triunfado..., sin conocer a nadie en la Junta que adjudicaba las becas. Y me dijo que había que ir a dar las gracias al presidente, Duque del Infantado.

Corrí, pues, a Madrid. Me hospedé en el Hotel de Roma, sin duda para ir acercándome a mi nueva residencia, y me presenté en el Palacio de Xifré, núm. 27 del Paseo del Prado. El Duque agradeció mi deferencia, me entregó la credencial, digna de meditada lectura porque la primera plana entera y algunas líneas del reverso eran sencillamente relación de los títulos de la Casa de que era entonces jefe don Joaquín-Ignacio de Arteaga-Lazcano y Echagüe, Silva y Méndez de Vigo, XVII en la serie de los duques, XII Marqués de Ariza, XIV de Estepa, XVIII de Santillana. ..¡ya qué seguir! Seis veces Grande de España... y Almirante de Aragón. Con gran humor ayudó a endosarme el abrigo cuando, tras una cordial conversación, me aprestaba a dejarle. Yo quise arreglármelas sólo y él insistió explicando que únicamente quienes han sido mayordomos rehusan ese gesto. Me dio la impresión de una gran personalidad en el trato y se alegró de mi prontitud en acudir a verle pues días después ya no estaría en Madrid, pues a su salud le convenía el clima invernal sevillano.

Visité también a mis tíos y primos. Pedro, el mayor, vivía en la calle de Goya; Pepita, casada con Pepe Jorro ya Conde de Altea, en Villanueva 15, esquina a Lagasca (desde uno de cuyos balcones podíamos ver a Perlita Greco, entonces celebrada artista, que frecuentaba los baños turcos instalados en la casa de enfrente); a Pepe, con vivienda en Serrano 3, no le pude ver -acababa de partir para su destino diplomático en Venezuela-. Pepe Jorro me sugirió que me llevase a Italia cartas de presentación y él mismo me envió a don Rafael Altamira, amigo suyo y enseguida mío, al que visité en su entresuelo de Lagasca 101, quien me entregó una improvisada y cordial misiva para el Rector de Roma, Giorgio del Vecchio.

Y ya en plan de visitas fui a ver a don Claudio Sánchez-Albornoz, a quien había tratado en el Centro de Estudios Históricos y de quien deseaba orientación, ya decidido a opositar a cátedras. Charlamos largamente en su biblioteca-estudio del chalet de la Cuesta del Zarzal 4. Me propuso como tema de tesis los Contratos agrarios medievales. Y me dio una carta para el catedrático de Milán Arrigo Solmi.

Otra visita, en fin, menos orientada a la ciencia pero muy ligada al conocimiento de los hombres fue la que hice a don Ángel Ossorio. Lo conocía desde su conferencia de Valencia y su comilona de arroz en el Saler. Fue él el primero en hablar: había leido un artículo mío enviado para la Revista General de Legislación, que él dirigía, y pretendía que lo convirtiese en conferencia. Me excusé por mi inexperiencia como orador y por la inmediata ausencia de España, tras la beca de Bolonia. Recuerdo que fue en su despacho, en Ayala 44, y que mientras esperé en la antesala coincidí con otro joven que iba a hablar a don Ángel de su tesis, sobre la limitación temporal de la herencia... ComentóPage 675 que también escribía cuentos y que estaba a punto de salir a la calle un libro de ellos. Se titulaba Seis cuentos y uno más; lo recibí poco después en Valencia y lo comenté en mis colaboraciones de Las Provincias. Yo tenía olvidada la conversación con Ossorio, y el autor del libro de cuentos -Luis María Vila-llonga- me ha recordado recientemente, desde Biarritz donde reside tras la guerra civil, que le comentamos sus artículos en El Debate uniéndole al grupo que apoyaba tal diario y don Ángel puso sus reservas diciendo que allí él era una isla «rodeado de agua por todas partes» (Luis María Vilallonga, además de su tesis y sus cuentos, es el autor del libro lanzado en 1948 desvelador de un pacto Franco-Stalin, verdadera bomba en tales circunstancias). Ossorio hizo además, para mí, algunos comentarios sobre la política italiana, pues él con su Partido Social Popular estaba introduciendo aquí la que luego se llamó Democracia cristiana.

También quise cambiar impresiones con don José Ortega. Le llamé a Serrano 47 y me citó en la Casa del Libro, en la Gran Vía que entonces se dedicaba a Pí y Margall. Esperaba a Zubiri y charlamos sobre la Rivista inter-nazionale di filosofía del diritto y de Del Vecchio, para quien le conté llevaba una carta de Altamira. Por medio de Martínez Artero, colegial del año anterior, al que fui presentado por el abogado Cassinello amigo de mi tío Pepe, conocí también a Gómez Piñán, catedrático de Murcia que trataba de conseguir puesto en Madrid. Le visitamos en su casa, hacia mitad de la calle de Alcalá y me impresionó lo muy perfumado que iba, recordándome que poco antes también había recibido esa impresión de otro hombre próximo a la clerecía, Xavier Zubiri.

De regreso a Valencia, mis padres encantados. Lo había hecho muy bien. Mi madre puso reparos a mi relación con Altamira, a quien consideraba de izquierda. Le expliqué que precisamente en el medio de su salón, sobre una viga orlada a modo de hornacina tenía una imagen de la Virgen del Pilar... Ésto hubo de tranquilizarla y ni siquiera le pareció mal, años más tarde, que prologara mi primer libro de historia jurídica.

La relación con Ramón Martínez Artero, colegial del año anterior, como he dicho, que tenía que volver entonces, me fue muy interesante, pues a su través supe de la organización del viaje a Italia para incorporarme al Colegio. Los colegiales que iban como segundo curso habían encargado a uno de ellos -Pablo de Larrazábal y de Arancibia- de reservarles plaza en uno de los «Con-tes», famosos transatlánticos italianos en aquella época: lo hizo en el Conté Rosso que a su regreso de la ruta de América del Sur tocaba en Barcelona. Allí nos citamos.

Tras una noche en el Hotel Colón, donde Arancibia nos esperaba, como marino vasco, luciendo la gorra del Náutico del Abra, fuimos juntos al puerto y al atardecer partimos. Tras una breve parada en Villafranca, frente a Niza, donde bajaron algunos pasajeros -entre ellos uno, médico argentino, becado para el Istituto Rizzoli de Bolonia que como tal se nos presentó al sabernos con igual final de trayecto- llegamos a Genova en veinticuatro horas. Fue una hermosa jornada, contemplando el mar durante el día y charlando en la noche,Page 676 y viendo una película tras la cena, creo recordar que Bombas en Montecarlo o El Congreso se divierte.

Del puerto fuimos a la estación y a las pocas horas de viaje en tren llegamos a Bolonia, y entramos por la gran puerta de la hermosa edificación albor-nociana. Nos esperaba el mayordomo, Marco, y enseguida nos recibió el Rector, don Manuel Carrasco, maestro en la etiqueta y el buen orden. Se nos asignó habitación, es decir habitaciones, pues disponiamos de un gabinete-estudio y de un salón-dormitorio. Tras dejar arrumbados los trebejos de viaje y en disposición de ordenar el contenido de las maletas, Marco se despidió tras inquirir a qué hora queríamos que nos despertase y a qué temperatura nos preparaba el baño... Poco después nos avisaba para cenar y subiamos al gran comedor donde ya estaban algunos otros compañeros y a donde no tardó en llegar el Rector.

Una nueva vida empezaba para mí y para mis nuevos camaradas, en conjunto ocho españoles entregados al estudio de la materia propia de la Facultad escogida, cuatro nombrados cada año, pues pasábamos dos allí. El más antiguo tomaba un cierto poder de convocatoria sobre los otros: le llamábamos Decano y ocupaba lugar de preferencia en la mesa. El último en llegar era el «Bimbo», es decir el «bambino» o pequeño y para él...

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