Extranjería y territorialidad: crítica de una sinrazón de Estado

AutorFernando Oliván
Cargo del AutorProfesor de Derecho Constitucional. Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
Páginas557-576

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¿Es posible territorializar las competencias migratorias La nueva dimensión del fenómeno migratorio, sobre todo por las nuevas realidades que aporta, junto a la gran oportunidad que se abre con la crisis del modelo estatutario, hacen posible, hoy más que nunca, esta pregunta.

La presente comunicación no pretende agotar el tema, ni mucho menos, ni siquiera se propone en el marco técnico-jurídico del análisis del los artículos 148 y 149 de la actual Constitución. Todo esto tendrá que llegar y quizá sea ya necesario el concurso de los expertos, sin embargo, el marco conceptual que aquí nos proponemos es previo: es justamente el de la posibilidad lógico-jurídica de una solución territorial en el tema migratorio. Y aquí la palabra solución necesariamente la tengo que cargar con los tintes clásicos de la vieja etimología civilista.

Cuando el profesor Tajadura me pidió que una reflexión sobre estos extremos -coincidentes, además con el encargo que me hizo el también amigo, profesor Manuel BALADO para el Institut International des Sciences Politiques- he de confesar que era un tema que había quedado al margen de mis anteriores trabajos sobre extranjería, pese a mi propuesta en el año 2002 de promover una reunión de trabajo de responsables territoriales de políticas migratorias. Mi cordial relación con Salvador OBIOLS, Omer OKÉ, Tomás VERA, Pedro MOYA, etc., en algunos casos de auténtica amistad, me habían llevado a discutir aspectos concretos de la responsabilidad auto-nómica en materia de extranjería, sin embargo nunca había incorporado este punto como matriz para aportar nuevos caminos en el análisis de teoría de las instituciones.

Es más, las propuestas que había escuchado, incluso en boca de estos mismos responsables, siempre me parecieron «alicortas», meramente administrativistas, sin el coraje de profundizar en las auténticas raíces del tema. Las propuestas maximalistas terminaban desbordando la cuestión en crítica absoluta al estado, mientras que, desde las administraciones

* Fernando Oliván es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Abogado, responsable del Aula de Migración del Colegio de Abogados de Madrid, Profesor del Centro de Derecho Internacional Humanitario de Cruz Roja. Miembro de la Subcomisión de Extranjería del Consejo General de la Abogacía.

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territoriales, se mantenía una continuidad en determinados parámetros que parecían reconocer en todo caso que, como sucede con esas tres o cuatro otras competencias radicalmente estatales, tales como defensa, política exterior o la antigua competencia monetaria, el tema de extranjería quedaba definitivamente reservado al estado o, a lo sumo, a esa Europa que viene.

«Colaboración», esa era la palabra repetida como máxima exigencia. Lo que se busca es, me insistían, una colaboración entre administraciones. Asistir en la gestión, movilizar conjuntamente recursos para facilitar los procesos más o menos administrativos en la tramitación de los derechos de los extranjeros. Ir más allá parecía no interesar a nadie, abdicando desde un inicio toda voluntad de comprensión radical del tema.

La pregunta que formulo desde esta comunicación que tan gentilmente me invitan a pronunciar viene a desbordar este marco conceptual para cuestionar si esto es necesariamente así. Todavía ni siquiera me pregunto si es deseable o, incluso, conveniente, sino solamente si es posible. En definitiva: las relaciones de extranjería, ¿Son necesariamente competencia estatal ¿Hay alguna lógica que así lo determine

Mi acercamiento a una respuesta se ha desarrollado en dos sentidos, como veremos en los parámetros de esta exposición. He partido desde la realidad de hoy. El derecho de extranjería es hoy por hoy una corriente necesariamente tributaria de la fuente estatal. Derecho del Estado en sentido estricto. Ni siquiera he percibido la duda en la totalidad de las administraciones que tímidamente han ido creando Secretarías Generales, Direcciones Generales u otros entes administrativos con voluntad de incorporar su actividad a esa competencia. Sin embargo, profundizando en el análisis histórico, los perfiles de las instituciones de extranjería se diluyen hasta hacerlos compatibles con marcos normativos muy diferentes. Por eso la mirada que propongo mira hacia el pasado -abriendo una reflexión sobre esas otras preocupaciones- pero, sobre todo, mira hacia el futuro, entendiendo que posiblemente debiéramos ir abandonando un marco conceptual que, eso queremos demostrar, no se incorporó más que como mero error de la historia, lógica del equívoco en el que, sin saber por qué, nos hemos ido instalando.

Las conclusiones de todo esto pretenden ser, también, necesariamente radicales. Hoy por hoy, frente a la visión anquilosada que mantiene ese discurso estatista, promovido, incluso, por las administraciones autónomas, la realidad nos dice que resulta ya un sistema definitivamente superado. Ha demostrado con creces su fracaso histórico en las necesarias reformas que ha sufrido desde su misma enunciación en la década de los ochenta. La precisión de un modelo europeo más o menos armonizado, pero sobre todo, la presión de un nuevo paradigma jurídico reclama definitivamente la construcción de un nuevo orden jurídico en esta materia. Nuestra apuesta es que este nuevo orden deberá ser ya definitivamente territorial si quiere sobrevivir a los próximos años y más aún si quiere

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contribuir a la necesaria construcción de una convivencia cualificada en nuestro continente.

La historia del orden de extranjería reclama, decimos, una doble atención. De entrada en la percepción de un eje sobre el cual se ha deslizado la acción estatal a lo largo de sus dos siglos de eficacia, pero, y sobre esta dimensión axial, una percepción de densidades. Partamos de éstas últimas.

En un anterior trabajo, «El extranjero y su sombra» (Madrid 1998), proponía el juego dialéctico entre extranjería y nacionalidad. Frente a la idea común e inmediata de que el extranjero es, como lo definen la mayoría de los autores, aquel que carece de la nacionalidad del país de referencia, mi perplejidad surgía cuando, en el recorrido dialéctico del discurso a lo largo de esa misma historia, se percibía justamente lo contrario: es en la realidad de los rasgos del extraño donde las sociedades han ido construyendo la identidad del grupo propio. La nación no sería, por lo tanto, y tal y como titulé aquel trabajo, más que la sombra del extranjero. Percibimos antes los rasgos de extrañeza que los de identidad. En cambio, la cercanía con los míos, el trato diario, su identificación inmediata, me hace verlos, no como iguales, sino como distintos.

Con un simple vistazo distingo al portero de mi casa del tendero de la esquina y a éste de todos y cada uno de los colegas de mi universidad. De lejos distingo al rector del decano. Les veo diferentes porque les conozco, el trato diario con ellos me ha hecho aprender estas diferencias. Desde la inmediatez soy incapaz de percibir nada en común entre todos ellos. Es al otro al que termino confundiendo de entre los suyos. Negros, chinos, nórdicos, al verlos tan distintos a mí y confundirlos entre sí, me permiten incorporar una idea abstracta de su pertenencia a la negritud, al oriente o a las estepas nórdicas de Europa. Es frente a esta percepción como reconstruyo esa idea de pertenencia entre los «míos». La presencia de esos otros a los que no distingo de entre sí me permite recrear la ilusión de que los cercanos a mí son iguales a mí mismo. Nos recordaba el gran clasicista VERNANT que los griegos incorporaron a su lengua antes el vocablo «bárbaro» que el de «heleno», muestra, explicaba, de que les fue más fácil distinguir quienes eran los otros que el encontrar una sustancia común entre los suyos.

El nacionalismo supo hacer de este juego de perspectivas que sólo funciona en el marco presencial de la tribu, un instrumento radicalmente nuevo. La naturaleza surgida del estado terminó construyendo la realidad ficticia de la nación. La polémica entre BONAPARTE y TRONCHET no sólo recrea la dialéctica entre el ius soli y el ius sanguinis en el derecho de nacionalidad, sino también y sobre todo, el profundo cambio de paradigma en las relaciones de extranjería: frente a un mundo, el del «Ancien régime» en el cual la extranjería no tenía otra función e interés para el derecho que el marco del derecho privado en la definición de la ley personal para los procesos sucesorios, nace un derecho nuevo, moderno, codificado y estatal, ya plenamente nacionalista, donde el protagonismo político corresponde al ciudadano. En oposición a la óptica de

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Burke, el nuevo hombre que nace se define ya necesariamente como soberano, he ahí la imperiosa necesidad de definir el censo de esos nuevos titulares de la soberanía y con ello la primera calificación publicista del tema de la nacionalidad y su, innecesaria como veremos, vinculación al concepto de nación. El Estado nacionalista ensueña la construcción de un Estado natural donde territorio y población terminan confundiéndose. Fusión perfecta, como ya apuntara R. BARTHES, y que hará del derecho de la nación el propio derecho natural del país.

Las fronteras naturales recrean el espacio de esa naturaleza donde la población -los nacidos, naturales o nacionales, términos que terminan siendo intercambiables- se identifican con las raíces del solar en que habitan. Ya Pericles termina no encontrando mejor elogio para los caídos en las guerras con Esparta que llamarles «autóctonos», es decir, nacidos en la misma tierra (o aún mejor, de la misma tierra, como les sucede a los guerreros de Cadmo, origen de la genealogía de Tebas. El seno de la tierra deviene no sólo madre nutricia sino auténtica madre biológica de todos los suyos).

La Revolución Francesa rompe así con la relación privatista que había sustentado las relaciones de extranjería, ese droit d´aubaine que hacía de esas relaciones un auténtico sistema...

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