Externalización y empleo público en régimen laboral

AutorLuis Ortega Álvarez
Páginas153-272

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I La progresiva privatización de quehaceres públicos

Los contornos del sector público, sobre todo cuando los órganos gubernativos intervienen en el mundo de lo económico gestionando servicios para la comunidad y realizando actividades semejantes a las desempeñadas por los particulares, no están ni mucho menos definidos. Antes al contrario, partiendo de que la Administración se encuentra inmersa en un proceso de transformación, uno de cuyos efectos es la «desburocratización» de muchos de sus queha-ceres, la consecuencia a seguir es una cascada de supuestos de privatización total o parcial de sus cometidos1.

Las exigencias de mayor competitividad derivadas del actual modelo mun-dial o globalizado inducen así, por una parte, a reducir el peso de lo público en el conjunto de la economía y, por otra, a aumentar significativamente la eficacia y eficiencia de la Administración, de la cual se reclaman estándares de funcionamiento similares a los de la empresa ordinaria2. «Un dogma ha sido expulsado por otro. Ayer el control público de los servicios esenciales se consideraba como una condición sine qua non de la contratación del interés general. Hoy es en nombre de este la razón por la que se quiere dar el control de aquellos al sector privado»3.

Se trata de una de las muestras de la denominada «huida del Derecho Administrativo»4, conseguida a través de la sustitución de las estructuras tradicionales de gestión directa por otras indirectas a través de las cuales los entes públicos transmiten a entidades de Derecho privado tareas o actividades con el fin de conseguir la oportuna «optimización del bienestar social»5. «Modernizar», e ahí la clave; este es el contexto adecuado para hacer florecer la privatización de actividades administrativas6.

A partir del norte trazado por la eficacia, no se trata de cuestionar la posible existencia de una reserva al sector público de recursos esenciales (el hecho de que el Estado deba recurrir a la propia sociedad para garantizar funciones propias del mismo convierte la cuestión en un «encuentro de paradojas»)7, ni menos aún de un servicio público (profundamente vinculado a la «reserva de Administración» y a la iniciativa gubernativa en la actividad económica)8, sino de adentrarse en los márgenes adjudicados a la gestión para descubrir cómo se podrá hacer «indirectamente mediante contrato, siempre y cuando el cometido tenga un contenido económico susceptible de explotación por empresarios particulares»9. El límite quedará fijado en una frontera inamovible (aun cuando en algunos supuestos su oscuridad, buscada a propósito, obligará también aquí a

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levantar el velo

10): «en ningún caso podrán prestarse mediante gestión indi-recta los servicios que impliquen ejercicio de autoridad inherente a los poderes públicos», situados por los estudios más acabados de la doctrina en las actividades de policía; legislar, juzgar y ejecutar lo juzgado; Seguridad Social; medios de comunicación y centros educativos (en estos dos últimos casos, por cierto, los arts. 20.3 y 27 de la Constitución española —CE— impedirán su privatización absoluta)11.

De este modo, cuanto queda extramuros de la reserva de autoridad no deja de ser servicio público, en tanto responda a un interés merecedor de igual calificativo (si aquel desaparece entrará a formar parte de las mencionadas «actividades en nada diferentes a las realizadas por los particulares», y cualquier cupo previo podrá ser abandonado a la dirección bajo forma privada)12, pero sí admitirá técnicas de llevanza indirecta mediante contrato o de gestión pública sometida al mercado y sus leyes, en virtud de las cuales la Administración proporciona prestaciones a los administrados a través de empresas especializadas13.

Tal fenómeno, creciente en los últimos tiempos, no puede ser planteado como una mera alternativa del ordenamiento público frente al Derecho civil-mercantil-laboral, habida cuenta de que sería encerrar la polémica en un prurito academicista difícil de resistir. Consiste más bien en medir la verdadera dimensión de reacción a la que conduce el movimiento pendular desde un sector del sistema jurídico hacia otro, para tratar de averiguar el eje justo de la rotación sin caer en los extremos de una extensión incontrolada del primero capaz de ahogar la iniciativa privada, o de una restricción de aquel a partir del cual impedir a la Administración desempeñar eficazmente la labor social a la que está llamada14.

En este contexto, la externalización comprende las más diversas técnicas operativas que permitan a la Administración contratar con otras personas ajenas a ella y a sus estructuras organizativas servicios propios, y muy especialmente los de carácter instrumental y secundario pero necesarios o convenientes para el cumplimiento de sus funciones o actividades principales. Puede aplicarse incluso a los supuestos en los que esta encomienda contractualmente a una empresa no ya tales servicios complementarios, sino —siempre bajo su supervisión— la gestión en bloque de determinados esenciales al conjunto de los administrados15. En esta tensión patente tercia de manera decisiva y decisoria un quehacer necesitado de urgente recuperación frente al desconcierto y desmoronamiento en que la Administración se va sumiendo, fragmentaria y asistemáticamente, al compás de contrarias reacciones y adaptaciones frente a los problemas; con expansión, en todo caso, del paradigma privado (de naturaleza económica) hasta el reducto nuclear del Estado-poder; no en vano los entes públicos necesitan «justificarse permanentemente en la adecuada utilización de los medios puestos a su disposición y la obtención de

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resultados reales, es decir, precisan la legitimación proveniente de la eficiencia en la resolución de los problemas sociales»16, siempre y cuando se reserve a la titularidad pública la capacidad de control global de todo tipo de actuaciones que afecten al reconocimiento o limitación de derechos de los ciudadanos.

En definitiva, la externalización de servicios públicos consiste en la transferencia de una actividad pública a una organización especializada mediante un proceso competitivo formalizado en un acuerdo. Su éxito se hace descansar en dos argumentos. El primero consiste en la mayor eficiencia en la prestación de servicios de interés general que aporta el recurso a la empresa privada. El segundo alude no ya al menor coste económico que representa frente al mantenimiento de personal y medios propios, sino a la mayor capacitación e idoneidad de los medios que proceden de las organizaciones privadas, en un mundo como el actual, en el que el conocimiento a menudo ya no se encuentra dentro, sino fuera de la Administración Pública. Surge, así, una alternativa a los clásicos modos de acción de una Administración burocrática, incapaz de cumplir eficazmente los fines que la justifican, máxime cuando, junto a la aplicación de otras técnicas propias del management, contribuye a solucionar los problemas de acomodo a la nueva sociedad, bien distinta de aquella en la que se conformaron y consolidaron los entes públicos17.

Bajo tales premisas, la aparición en el horizonte de la idea de sostenibilidad económica hace que la Administración encauce sus actuaciones dentro de una política de marcada contención del déficit pero sin descuidar los estándares de eficacia, marco en el cual el contrato administrativo con empresas privadas, que aportan sus medios humanos y materiales a la prestación del servicio público asumido, pasa a ser un instrumento indispensable18. También lo es, y no en menor medida, la necesidad de incrementar el número de empleados públicos sometidos al régimen laboral en detrimento de los funcionarios; no en vano este sector del ordenamiento aporta una gran variedad de técnicas, caracterizadas por su flexibilidad y ductilidad en la gestión de la mano de obra, capaces de contribuir a acentuar la perseguida «crisis del rígido modelo burocrático»19.

Buena muestra de ello puede encontrarse en determinadas Administraciones Públicas, singularmente las autonómicas y, sobre todo, las locales. Sin olvidar tampoco, de un lado, las manifestaciones de laboralización en determinados ámbitos relativos a la función pública profesional con una legislación específica, como sucede en el sanitario —personal médico en formación—, en el universitario —personal docente e investigador laboral—, y, de otro, la existencia de numerosos organismos autónomos, entidades públicas empresariales, agencias o fundaciones públicas, nutridas por personal contratado según el Derecho del trabajo20. Todo ello ha motivado que la contratación laboral en las Administraciones Públicas sea tan frecuente que, en determinados contextos, este tipo de personal —tanto indefinido como a término— supere con creces en número al funcionarial.

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II Los principios rectores de los procesos de selección de empleados públicos

No cabe duda de que una Administración capaz de servir con objetividad los intereses generales precisa de unos servidores que sean seleccionados conforme a unos criterios no subjetivos o arbitrarios21; no en vano la eficacia y calidad de los servicios públicos prestados a los ciudadanos dependen de que se produzca la elección del personal más preparado22. Así, para acceder a la condición de funcionario, a través de una relación de servicios profesionales y retribuidos regulada por el Derecho administrativo, es imperativo superar un proceso selectivo efectuado a partir de criterios objetivos; no en vano todos los ciudadanos son iguales ante la ley y ante su aplicación, de manera que los poderes públicos no pueden expresar...

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