La experiencia francesa de reducción de la duración del trabajo

AutorAntoine Jeammaud
CargoProfesor emérito de la Universidad Llyon
Páginas9-24

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La reducción de la duración del tiempo de trabajo, esto es de la parte del tiempo de vida dedicada al trabajo dependiente –«por cuenta ajena» según la adecuada fórmula difundida en la doctrina española, y subordinado– y retribuido fue y sigue siendo una reivindicación básica de los trabajadores y, en todo caso, del movimiento sindical. Una reivindicación que surgió con especial vigor en los países indus-trializados en la era de la «revolución industrial». Una reivindicación cuya relativa satisfacción, más o menos influenciada por relaciones de fuerzas y luchas obreras, a través de la limitación normativa de aquella duración, bien por ley bien por convenio colectivo, se ha convertido en un objeto emblemático del sector de nuestros ordenamientos jurídicos que pasó a llamarse «derecho del trabajo». O, mejor, de un derecho del trabajo de tipo asimétrico y tuitivo, «protector» pues, como se suele caracterizarlo.

A ese respecto, no cabe duda que la experiencia francesa parece de especial relieve e interés. En efecto y significativamente, la primera ley considerada como «ley social», esto es «intervencionista con vistas a limitar la asimetría de fuerzas y recur-sos entre los empleadores y sus trabajadores», fue la del 21 de marzo de 1841 sobre el trabajo de los niños, que limitó la duración diaria del trabajo de los menores mas jóvenes. Después de esa primera, una sucesión de otras leyes, en las últimas décadas del siglo XIX y primeras de siglo XX, vino a enriquecer y fortalecer esa limitación por vía legal, hasta un texto muy importante, inmediatamente posterior al fin de la Primera Guerra mundial: la ley de 1919 sobre la jornada de 8 horas, la cual, por su combinación con la imposición del descanso semanal («el domingo en principio») desde una ley de 1906 (contemporánea de la separación del Estado y de «las iglesias» y la consagración legal de la laicidad del primero), alcanzaba una limitación a 48 horas de la duración semanal del trabajo.

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Sin embargo, el sistema francés iba a conseguir su perfil específico con las reformas legales llevadas a cabo en 1936 por el Gobierno y la mayoría parlamentaria del «Frente popular» como consecuencia de la victoria de las fuerzas de izquierda en los comicios de la primavera de aquel año. Esas reformas, «pactadas», antes de su adopción parlamentaria, entre la patronal, los sindicatos de trabajadores y el Gobierno, pero de hecho aceptadas por el patronato bajo la presión social (movimiento de huelgas con ocupación de los lugares de trabajo), fueron: 1/ la introducción de una limitación a 40 horas de la duración semanal del trabajo; 2/ la invención de las vacaciones anuales pagadas, que iban ambas a convertirse en instituciones emblemáticas del derecho laboral francés.

Esa condición de institución característica la asumió especialmente la duración legal del trabajo, a pesar de su posterior «suavización» (desde 1946, con la admisión de la posible instauración de horas suplementarias). Cabe decir que se convirtió en el eje de la ordenación jurídica del tiempo de trabajo. Una institución cuya reforma, primero en su variable cuantitativa («las 40 horas») a partir de finales de los años 70, se convirtió en un campo de nuevas y fuertemente discutidas reformas, encaminadas a reducir el impacto del crecimiento del desempleo pero también a favorecer la adaptación de una reglamentación tutelar del trabajador a los cambios tecnológicos, organizativos y culturales. Tal fue, en efecto, la razón altamente afirmada y la justificación solemnemente plasmada en los programas políticos, de las sucesivas reducciones del tiempo de trabajo realizadas por mayorías parlamentarias y gobiernos de izquierda durante su presencia en el poder de Estado tras los escrutinios presidencial y legislativo del 1981 (reforma de 1982) y, luego por las elecciones legislativas del 1997 (reformas de 1998 y 2000), y cada vez con el apoyo del movimiento sindical, aunque matizado o diferenciado (según las confederaciones y como un reflejo del pluralismo de aquel movimiento). Reformas esas que fueron en su tiempo combatidas por los partidos de derecha, cuya vuelta al poder en 2002 no podía sino abrir una cierta contrarreforma, con mayor nitidez tras la elección de Nicolás Sarkozy a la Presidencia de la República, en 2007. Una contrarreforma cuyo alcance hoy en día más acertado parece ser la complejidad extrema –la pérdida de «legibilidad»– de la propia normativa jurídica referida al tiempo de trabajo.

Vale decir que todas las reformas que acabamos de evocar fueron emblemáticas de la política social de cada una de las grandes corrientes del campo político francés y supusieron puntos agudos del debate, o sea del enfrentamiento político–ideológico entre izquierda y derecha en materia social. Pero, cabe observar también que esas reformas vinieron a la par de una extensión sin antecedentes del papel reconocido a la negociación colectiva, inclusive de lo que se suele llamar la «negociación legislativa».

Agreguemos que, en esa materia, no resultó muy importante la presión de la normativa internacional, al menos en relación con lo que supuso, aunque en puntos relativamente secundarios, la de los instrumentos normativos de la Comunidad europea, Unión Europea en adelante. Estamos pensando, en primer lugar, en la influencia de la Directiva «sobre determinados aspectos de la ordenación del tiem-

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po de trabajo»1. Además, merece la pena advertir que el acervo del derecho de la Unión sigue constituyendo un conjunto nada desdeñable de límites a la soberanía legislativa de los Estados miembros o a la llamada «autonomía colectiva» de las organizaciones empresariales y sindicales2, y que las tendencias «flexibilizadoras» del derecho laboral, que son tanto las de la mayoría de los actuales gobiernos nacionales como de la propia Comisión europea (encabezada por el muy «liberal»
M. Durão Barroso), podrían enfrentarse a la norma del artículo 31.2 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión: «Todo trabajador tiene derecho a la limitación de la duración máxima del trabajo y a períodos de descanso diarios y semanales, así como a un período de vacaciones anuales retribuidas». Sucede que dicha Carta, «proclamada» en diciembre de 2000 y adaptada en 2007, tiene en adelante «el mismo valor jurídico que los Tratados» (artículo 6 del Tratado de la Unión Europea, modificado por el Tratado de Lisboa) y rige la acción normativa tanto de los propios órganos de la Unión (pues la adopción, revisión o abrogación de Directivas) que aquella de los Estados.

Dicho esto, evocar con algo de precisión la experiencia francesa supone describir, sin entrar en demasiados detalles, una evolución normativa, empezando con la presentación sumaria del régimen legal de ordenación del tiempo de trabajo a principios de los años 80 (1), cuando se abrió lo que iba a aparecer, a la postre, como un proceso de reducción legal de la duración de aquel tiempo (2), antes de caracterizar las reacciones legislativas («contrarreformas») habidas en el último período, es decir tras la vuelta de las fuerzas políticas de derecha al poder (3). Lo que llevará a tratar de identificar los resultados y consecuencias de esa evolución normativa tal y como se pueden resaltar hoy en día (4).

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1. El sistema legal de ordenación del tiempo de trabajo a principios de los 80

Aquel sistema lo integraban tres cuerpos de normas que eran las significaciones de un elenco de disposiciones legales y reglamentarias incluidas en el Código del trabajo entonces vigente3, sin presencia ninguna de norma de rango constitucional. Importa subrayar que aquel «modelo legal–reglamentario» del tiempo de trabajo no otorgaba o dejaba gran espacio a la negociación colectiva (de rama o de empresa) más allá de lo que ofrecía la norma–principio simple, entonces soberana4, de validez de cualquier disposición convencional más favorable para los trabajadores (por ejemplo, aquella que hubiera fijado una duración semanal «normal» inferior a la duración legal o un incremento de la retribución de las horas suplementarias por encima de aquella fijada por el Código).

1.1. El primer cuerpo de normas preveía y organizaba, pues, esa duración legal del trabajo, fijándola en 40 horas por semana. No significaba la garantía 40 de horas de trabajo semanales, sino de la correspondiente retribución salarial. En primer lugar, se admitía la posibilidad de un trabajo a tiempo parcial, aunque, hasta el año 1979, no haya existido una previsión legal expresa y un peculiar encuadramiento normativo de tal forma de trabajo. En segundo lugar, el Código contaba con un régimen del paro parcial (o temporal) para los trabajadores a tiempo completo, con compensación parcial de las pérdidas salariales (a cargo, a la vez, del empleador y del presupuesto del Estado).

Aquellas «40 horas» tampoco constituían un máximo de tiempo de trabajo, ya que la ley ofrecía al empleador la facultad de imponer horas suplementarias a sus trabajadores, mediante autorización previa de la Inspección de trabajo y con límites absolutos, pero con incremento del salario para cada hora «extra» (25% para las ocho primeras, y 50% para las siguientes). Nótese que la contrapartida de aquellas horas era exclusivamente financiera.

Esa institución de la duración legal era una medida y una limitación del tiempo de trabajo de cada semana, y no un promedio semanal para un lapso de tiempo superior a una semana (mes, trimestre, año). De ahí que cada hora trabajada más allá de 40 horas en una determinada semana tenía necesariamente la consideración de hora suplementaria y debía retribuirse como tal. Detalle este que, al excluir la facultad, para los empleadores, de compensar los horarios de una semana a otra, inducía una...

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