La doctrina de las expectativas razonables en el derecho español y continental

AutorJosé Antonio Ballesteros Garrido
Cargo del AutorDoctor en Derecho
  1. PLANTEAMIENTO

    A la vista de lo dicho hasta ahora, podemos avanzar ya que el régimen vigente de control de las condiciones generales no es muy congruente con el principio de autonomía de la voluntad ni, en general, con el sistema del Derecho contractual de una economía libre de mercado. Al intentar evitar los abusos de la parte predominante en el tráfico, concediendo la necesaria protección al contratante débil, no utiliza instrumentos propios del Derecho contractual, respetuosos con la libertad y la voluntad de las partes, sino otros correspondientes más bien a un Derecho intervencionista, en ciertos aspectos incluso publificado, que busca establecer la justicia contractual con baremos objetivos, abstractos, tasados por la ley, en lugar de intentar promover al contratante débil a una situación de igualdad fáctica en el plano contractual por medio de una revisión de la forma en que se vienen aplicando los instrumentos iusprivatistas ya existentes, como el principio de buena fe, el respeto a la apariencia creada, la revisión del valor de la firma de un documento, etc., para ajustados a las circunstancias de la moderna contratación en masa. Esta falta de sintonía con la teoría general del Derecho contractual ha merecido a la legislación protectora de los consumidores (en la que se enmarcó inicialmente el control de las condiciones generales, concretamente en el art. 10 LDCU, en su redacción original) acervas críticas por parte de algunos autores, que se alzan contra los defensores de esta pretendida nueva rama del Derecho(1), a la que reprochan que no se ajusta al sistema constitucional de economía de mercado(2), crítica que aún se agudiza más cuando se refiere a la fractura que origina en el Derecho contractual al crear regímenes diferenciados para los contratos con consumidores y entre no consumidores(3), en lugar de promover los principios propios del Derecho contractual por igual y conforme a la naturaleza del caso en todo supuesto(4), cosa que no ocurre en la misma medida con el sistema de regulación específica de las condiciones generales de los contratos, como la AGBG, del que se ha dicho que se ha diluido en el Derecho general, tras haberlo contagiado o «contaminado» de sus principios y valores(5) o que ha llegado a constituir la parte general del derecho de la contratación en masa(6), aunque a continuación veremos hasta qué punto esto es cierto.

    En cuanto a la reciente promulgación de la LCGC, trata de completar el control de las condiciones generales aproximándose al modelo alemán aunque con una técnica muy deficiente al mantener, y aún ampliar, la regulación contenida en la LDCU al respecto, con lo que complica, duplicándolo(7) su régimen jurídico, lo que dificultará la indicada integración en el Derecho contractual general que logró la AGBG. Lo lógico y correcto habría sido que la LCGC derogase el art. 10 LDCU, estableciendo un régimen de control de las condiciones generales único, aunque aplicable con distinto rigor según el adherente fuese un consumidor o un profesional, como ocurre en la AGBG, en el Decreto-ley portugués sobre la materia, etc.(8) Otra cuestión es que el llamado Derecho del Consumo haya influido sustancialmente en la teoría general del Derecho haciendo que se adapte mejor a la situación social del tráfico jurídico moderno al poner de relieve las manifiestas desigualdades estructurales que existen en su seno(9), aunque el hecho de que la contratación por adhesión venga regulada por una ley especial en lugar de introducirse en el Código Civil los añadidos pertinentes parece limitar esa transcendencia, restringiendo los principios que rigen la nueva normativa a un sector determinado de la contratación, bien delimitado(10).

    Pues bien, a lo largo de este capítulo se examinará cómo puede confrontarse la problemática de las condiciones generales de la contratación utilizando medios propios del Derecho contractual, revisados para adaptarlos a las circunstancias de la contratación por adhesión, así como la forma en que la doctrina de las expectativas razonables puede encajar en ellos y en el sistema adoptado por los países de nuestro entorno, proponiendo las correcciones que entendamos que son precisas, siempre manteniéndonos fuera del contexto del llamado Derecho del Consumo, aunque sin rechazar las aportaciones válidas de los autores partidarios de tal corriente doctrinal.

  2. ANÁLISIS ECONÓMICO DE LA DOCTRINA DE LAS EXPECTATIVAS RAZONABLES

    La doctrina de las expectativas razonables no sólo está fundamentada en argumentos de pura dogmática jurídica, sino que también puede encontrar apoyo en el «análisis económico del Derecho». Se parte del principio fundamental en economía de que todo individuo persigue su propio interés dentro del modelo institucional existente, lo que debe llevar a los recursos, como una «mano invisible», a su uso más propio, es decir, a donde alcance un valor o utilidad más elevado, siempre que no existan fallos en el mercado (y si existen, el Derecho debe corregirlos)(11); de ello se sigue que los intercambios voluntarios deben ser permitidos, puesto que posibilitan una maximización de valores, lo que a su vez conduce a una obligada defensa de la libertad contractual(12); en este marco, la misión fundamental del Derecho contractual será la de minimizar los conflictos en el proceso de intercambio imponiendo sanciones por el incumplimiento contractual, creando incentivos para una conducta eficiente en los intercambios y reduciendo costes a través del establecimiento de un conjunto de normas prefijadas que sirva a las partes como punto de partida de la negociación y les provea de información sobre la forma de solución de posibles conflictos futuros (13). Pues bien, desde este punto de vista, la utilización de condiciones generales tiene dos explicaciones (14): una «inocente», basada en el ahorro de costes a que da lugar(15); otra «siniestra», fundamentada en que, como se contrata en términos de tomarlo o dejarlo, el adherente se ve obligado a aceptar las condiciones impuestas por el oferente; la recién aludida búsqueda del propio interés lleva a que el operador que contrata en masa emplee expertos que elaboren un clausulado que refleje exclusivamente sus intereses (16). Posner (17) rechaza esta segunda explicación con el argumento de que los competidores introducirían mejores condiciones para ganar una mayor cuota de mercado, con lo que se llegaría a un formulario que maximizaría los beneficios para los adherentes, salvo en caso de monopolio; puede darse el problema de que las condiciones onerosas se recojan en letra pequeña para que no sean conocidas, pero se trata de una cuestión de «fraud», no de desigualdad entre las partes, por lo que se podrán excluir las cláusulas cuyo conocimiento entrañe un coste demasiado elevado debido a su redacción o formato; en los mismos términos se presenta el problema de que determinadas cláusulas sean onerosas y no se vean compensadas por una disminución del precio, o el consumidor no esté capacitado para realizar la comparación calidad-precio.

    A esta postura cabe objetar que se corresponde con una visión tradicional de la contratación y el mercado: se considera que los individuos contratan porque quieren, porque les interesa, y si los términos de un competidor no les parecen satisfactorios acudirán a otro, analizarán las diferencias y así sucesivamente hasta elegir al más adecuado; pero, como señala Paz-Ares (18), Posner olvida que la obtención, procesamiento y evaluación de la información precisa para realizar tal tipo de elección también tiene unos costes que hay que valorar, como hacía el propio Posner en relación con la contratación individualizada: el adquirente sólo llevará a cabo tal investigación en la medida en que los beneficios marginales esperados por la obtención de información adicional iguale a los costes marginales de la obtención de tal información (19).

    Así, mientras el empresario, como queda dicho, puede permitirse contratar expertos que redacten las condiciones generales a utilizar, puesto que va a distribuir su coste entre un gran número de contratos, el adquirente no puede realizar un gasto correlativo para reunir la información de los distintos condicionados generales existentes en el mercado y encargar a un abogado que analice cuál le conviene elegir; de hecho, el coste sería proporcionalmente tan grande, en relación con la entidad de la mayoría de las transacciones de consumo, que lo más racional será que el adherente contrate en los términos de la primera oferta sin averiguar el contenido de ninguna otra(20). Como, además, el mercado moderno es enormemente complejo, con oferta de innumerables bienes y servicios que en muchos casos ya no es posible dilucidar si son o no necesarios, ni cuál es el más adaptado a las necesidades o caprichos de cada individuo, unido a las sofisticadas técnicas de comercialización y a la falta de transparencia de las condiciones generales que impiden que el adquirente pueda valorarlas y discriminar la diferencia entre unas y otras (y, en otro caso, la empresa podrá variarlas para los adquirentes que excepcionalmente estén capacitados para ello, siempre que le sea suficientemente rentable(21)), el resultado es que no existe competencia en cuanto a su contenido sino sólo en cuanto al precio, lo que conduce a que la propia competencia dé lugar a condiciones cada vez peores: las empresas de cada sector competirán entre ellas bajando los precios, lo que les obliga a imponer condiciones contractuales cada vez peores para mantener sus beneficios, aprovechándose de que sus clientes no llegan a estudiarlas(22).

    Al oferente no le afecta el riesgo de pérdida de reputación que se podría derivar del uso de condiciones generales onerosas o de sus incumplimientos contractuales debido a la atomización del mercado; el adquirente que se ve perjudicado no tiene incentivos para informar al resto del público sobre su mala experiencia, difundiendo así el desprestigio del contratante...

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