Evolución y reconocimiento del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad

AutorMarta María Aguilar Cárceles
Páginas27-77

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I Cuestiones preliminares: el trastorno mental

Uno de los principales interrogantes a lo largo de la Historia es el concerniente a la búsqueda de un concepto que, con suficiente precisión, pudiera llegar a recabar cada uno de los aspectos delimitadores de la Patología Mental. Se trata de una tarea no siempre sencilla, sino más bien compleja y dinámica adscrita a las diferentes connotaciones de las que ha sido producto a lo largo de los años.

Partiendo de la necesidad de concretar tal acepción como punto clave en el inicio de la presente investigación, los continuos vaivenes de las diversas Ciencias no han hecho sino dificultar tal cometido y, cuanto más, las correspondientes consecuencias desprendidas del mismo. Así pues, la definición de Trastorno Mental no pasa inadvertida a Disciplinas ajenas a la Psicología o Medicina sino todo lo contrario, pues será a partir de las conceptualizaciones realizadas por éstas cuando otras ramas del conocimiento podrán llegar a intervenir.

En esta línea, y adelantándome a lo que será objeto de tratamiento independiente en Capítulos posteriores, las discrepancias entre las distintas Disciplinas tienen su origen en la propia divergencia terminológica, aspecto esencial cuando lo que se trata de juzgar es el estado mental de un individuo particular en el momento preciso en que la acción típica se llevó a cabo. Es por tanto necesario acudir a los conocimientos y fundamentos científicos de otras ramas del saber para proyectarlos sobre aquellos ámbitos que así lo requieran, como serían los concernientes al estudio de las implicaciones jurídicas en sujetos que manifestasen algún tipo de alteración mental o, en su caso, una Psicopatología determinada1.

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De acuerdo con lo anterior, la noción de Trastorno Mental, según Wakefield, debiera de responder a dos aspectos fundamentales. De un lado, la disfunción en los mecanismos mentales universales seleccionados evolutivamente y, por otro, a la producción de daños sustanciales que produce en el sujeto2. Es decir, mediante los citados aspectos entendiendo que se haría alusión a la adaptación general del individuo a la vida en sociedad, apreciando en el primero de los casos un aspecto más externo y demostrable –alteración respecto a la mayoría poblacional– y, mediante el segundo, la concreción de la sintomatología a nivel individual. De esto último derivaría la trascendencia del diagnóstico y tratamiento individualizado; esto es, no solo en base a la sintomatología que caracteriza al Cuadro clínico en cuestión, sino de aquélla que presenta el sujeto y que lo hace diferente de otros pacientes con igual diagnóstico.

Conforme a lo anterior, enfatiza el autor que una correcta definición de Trastorno Mental alude a la trascendencia de analizar las disfunciones que, siendo perjudiciales y patológicas, inhabilitan al sujeto y le impiden actuar conforme a un funcionamiento normal como consecuencia de un fallo en los mecanismos internos para los cuales hubieran sido diseñados. Añade a su vez que la falta de capacidad pudiera ser consecuencia de condicionantes externos, no configurando en sí mismo un Trastorno (por ejemplo, no saber escribir por falta de material)3.

Pese a lo anterior, habría que matizar que no es posible establecer objetivamente una separación entre la “normalidad” o “anormalidad” si no se tienen en consideración diversas variables, tales como la idoneidad de una conducta dentro de un rango de edad determinado, o la frecuencia, intensidad y duración, de manera que dentro de un contexto en particular sea entonces posible calificar a la misma en base a su consonancia o no con lo considerado “normal” o “no patológico”. De esta forma, la conducta podría llegar a convertirse en un problema clínicamente significativo4y, por ende, en patológico, según los criterios diagnósticos de la enfermedad en cues-tión.

Respecto a esto último, el concepto de enfermedad se definiría de un modo más amplio, abarcando cualquier tipo de alteración del curso normal del organismo que afectase al funcionamiento óptimo del sujeto, sea en el plano biológico como psicológico, lo que, indiscutiblemente, tendrá importantes repercusiones a nivel social. En esta línea, cabría matizar que aquellas que atañen directamente a la esfera psíquica bajo la acepción de “Trastorno Mental o Psicopatología”, no debieran considerarse incluidas bajo un término preciso ni al margen de la enfermedad –comprendida en términos

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más genéricos–, sino todo lo contrario. Es más, mediante el dicho vocablo tanto la Asociación de Psiquiatría Americana (APA) como la Organización Mundial de la Salud (OMS) definen un conjunto de signos y síntomas que se configuran de modo tal que den lugar a una inadecuada adaptación del sujeto a su medio ambiente, siendo en todo caso el concepto de enfermedad mucho más amplio que el de patología mental. Conforme a ello, las complicaciones biopsicosociales resultantes de la patología dependerán de la gravedad y cronicidad de la misma sintomatología que la caracterice. Pese a ello, determinadas sensaciones de “dolor” o “padecimiento” no siempre serían acordes con la experiencia de enfermedad más que a nivel subjetivo de apreciación por el individuo (“psicopatológico”), lo que no querría decir que no se manifestase inadaptación; es decir, en algunas situaciones los cuadros clínicos se definirían como egosintónicos para la persona que los presenta5.

Por consiguiente, la forma de actuar del sujeto quedaría definida en base a las características del Trastorno Mental el cual, de un modo u otro, llegará a configurar la propia personalidad. En este sentido, señala Rutter, serían cuatro los aspectos que debieran de considerarse cuando se alude al desarrollo de la personalidad de un sujeto: 1) permanencia o consistencia en los aspectos temperamentales más allá de la infancia –tal y como sucedería con otros atributos psicológicos–, medidos en torno a los tres años de edad podrían predecir funciones psicopatológicas en grado significativo; 2) las características temperamentales no pueden entenderse como la representación genética de la personalidad, pues si bien predispondrían también habría que considerar los aspectos ambientales; 3) inexistencia de independencia “narture vs. nurture6, de manera que los condicionantes genéticos operarían como respuesta a los diversos factores de riesgo a los que los individuos quedasen expuestos, existiendo además una mayor susceptibilidad a determinados ambientes; y 4) desde la infancia hacia la adultez la personalidad no solo abarcaría la propensión comportamental influida biológicamente, como los niveles de activación o reactividad, sino también los pensamientos y sentimientos, lo que implicaría la construcción e interiorización de un modelo de experiencia vital y las expectativas en las relaciones e interacciones con terceros7. Esto es, no solo es importante la detección de una enfermedad (comprendida en términos genéricos) o de una psicopatología (entendida como la noción que, junto con la de Tras-

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torno, es empleada para denominar a los diversos grupos sintomáticos que recogen los Manuales Diagnósticos), sino que a su vez se hace necesario estudiar en qué medida los últimos llegarán a configurar el estilo de vida habitual del sujeto, se presentan como egosintónicos o egodistónicos, así como el modo en que resultarán en unas u otras consecuencias según el propio conocimiento de las acciones que se realizan, y voluntad o autodeterminación para llevarlas a cabo.

Hecho este pequeño inciso, y haciendo ahora un análisis más exhaustivo del concepto en base a su tratamiento desde el ámbito internacional, la propia Asociación de Psiquiatría Americana ya alude en el mismo título de su Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) a los “Trastornos Mentales” (TM), se evidencia aquí un importante y alabado reduccionismo al descartar, entiendo, lo que vendría a responder a la tradicional dicotomía cuerpo-mente, ya aludido por Rutter. En sentido similar, Pare-llada Redondo refiere que “Trastorno Mental” no sería un término del todo satisfactorio, precisamente por aludir a esa distinción con lo físico e incidir los propios Manuales en manifestaciones externas, como sería el caso de la hiperactividad8. En definitiva se observa que, si bien el Título principal alude a la patología mental, no deja al margen sintomatología de tipo externalizante, por lo que entiendo que estrictamente no se contempla la dicotomía indicada más que para enfatizar la conexión entre la alteración mental y la manifestación física-conductual de un sujeto diagnosticado con un Cuadro clínico determinado.

En consecuencia, se torna difícil encontrar una definición precisa de lo que pudiera entenderse por Trastorno Mental, sobre todo debido a la falta de consistencia operacional en poder hallar un concepto que cubra toda y cada una de las situaciones que pudieran incluirse dentro de la mencionada acepción.

Si bien es cierto que los trastornos mentales han sido descritos mediante su aproximación a diferentes conceptos médicos, como discapacidad, desviación, o disfuncionalidad, éstos podrían entenderse como indicadores pero no como equivalentes9. A pesar...

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