Evolución de la normativa penal sobre los juegos

AutorMiguel Pino Abad
Páginas31-221

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1. Derecho romano

a) Las primeras normas

Para alcanzar un mejor conocimiento del asunto que abordamos, conviene analizar las normas que en cada periodo histórico se ocuparon del mismo y plantearnos el grado de eficacia que presumiblemente alcanzaron. Hemos de comenzar indicando que el Derecho Romano distinguía dos clases de juego, que sometía a distintos regímenes en cuanto a sus consecuencias patrimoniales: por un lado, estaban aquellos que contribuían al desarrollo de las condiciones físicas de los jugadores o a su entrenamiento en el manejo de las armas. Y, por otro, todos los demás que no perseguían esas finalidades. Los primeros gozaban de plena tutela, mientras los segundos eran considerados merecedores de reproche1.

Centrándonos en éstos, es preciso indicar que el juego de azar estuvo en Roma prohibido desde época antigua, salvo durante las fiestas Saturnales que se celebraban en el mes de diciembre2. Se creyó que los juegos, cuyo resultado dependía del simple azar, eran indignos de personas honradas3. Las primeras leyes represoras de que tenemos

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constancia fueron las llamadas leges aleariae, que prohibían realizar apuestas en los juegos cuyo resultado dependía exclusivamente de los meros caprichos de la suerte, sin atender a otras circunstancias4.

En este sentido, Marciano se refería a tres leyes (lex Titia, lex Publicia y lex Cornelia), donde se establecía la licitud de las apuestas realizadas únicamente en competiciones deportivas que dependían del valor y habilidad de cada participante, al tiempo que declaraba la ilicitud de las formalizadas en otros juegos5. El castigo de quienes habían apostado dinero en los juegos de azar se acometía bien median-te la intervención de oficio de los ediles6, o bien existía la posibilidad de que cualquier ciudadano ejercitase la actio de aleatoribus, que era una acción introducida contra quien hubiese percibido dinero como consecuencia de haber ganado en un juego prohibido, el cual sería castigado con el pago del cuádruplo de la suma ilegalmente percibida, que se entregaba al acusador7.

Es importante anotar que el pretor también intervino en materia de juego mediante el edicto de aleatoribus. Ulpiano indica que el pretor negaba acción al dueño de la casa, donde se habían realizado juegos de azar, a causa de las lesiones, daños o hurtos que se hubiesen causado por los jugadores o por terceros en el momento en que estaban practicando esta actuación ilícita. Solución distinta era si se habían cometido rapiñas entre los propios jugadores, ya que se les concedía acción por los bienes que se habían arrebatado mediante fuerza, aunque tanto éstos como el dueño del inmueble fuesen considerados indignos8.

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Ante la actitud mostrada por el pretor, Ulpiano se interrogaba si la negativa a conceder acción afectaba sólo a la penal o también abarca- ba a otras como la de exhibición o vindicación. Frente a la interpreta- ción restrictiva que realizaron otros juristas, como Pomponio, quien afirmaba que la única acción denegada era la penal, el propio Ulpiano estimaba que afectaba por igual a cualquier acción9. En cambio, sí se castigaba a aquel que forzó a un tercero a jugar con el pago de una multa o su envío a trabajar en una cantera10. Es importante también señalar que los autores de todos los delitos cometidos contra los dueños de las casas quedaban impunes. Esto se justificaba por la desconsideración social que tenían estos últimos, que escondían las mesas de juego clandestinas y que desde entonces y durante siglos iban a ser considerados los verdaderos causantes de todos los males que entrañaban los juegos porque eran los principales interesados en que el vicio se encontrase lo más generalizado posible por los beneficios que obtenían al poner sus inmuebles a disposición de quienes malgastaban sus patrimonios con las actividades lúdicas11. Por su parte, Paulo recuerda que sólo podía apostarse dinero cuan- do se trataba de juegos en los que se acreditaba fortaleza y habilidad, como eran los de tirar lanzas, correr, saltar, luchar o pelear12. Asimismo, menciona el caso del esclavo o del hijo de familia que hubiese perdido en el juego. En tal caso, se concedía al dueño o al padre la acción de repetición para recuperar lo que aquéllos hubiesen perdido y pagado en el juego prohibido13.

De igual forma, se estableció que, en caso de que el esclavo hubiese ganado y cobrado una cantidad obtenida en un juego ilícito, procedería contra el dueño o el padre la actio de peculio14, que sólo alcanzaría al incremento que el peculio hubiera experimentado como consecuen-

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cia de lo obtenido en el juego. Asimismo, respecto de los hijos emancipados y de los libertos que jugasen o apostasen por sus padres o patronos se les concedía una acción para reclamar lo que jugaron al azar y perdieron frente a sus padres y patronos15.

b) Los cambios de Justiniano y León

Siglos después, el emperador Justiniano, con palabras similares a las reseñadas, prohibió que se arriesgase dinero en el juego, salvo que se tratase de ejercicio de destreza o fortaleza corporal. Desde entonces, comenzó a fijarse la adelantada distinción que se mantuvo intacta en los siglos sucesivos: la de los juegos ilícitos o prohibidos de los lícitos o permitidos. Lo que demuestra las dificultades con se topó el legislador a la hora de establecer una prohibición radical del juego porque no se sabía con certeza en qué supuestos la práctica de un determinado juego se hacía merecedora de castigo y cuándo no16.

Únicamente se autorizaron las apuestas en los juegos deportivos. Como novedad fundamental, en una Constitución imperial se especifica que no se podía jugar más que un solidum por partida17. Límite económico que no se contemplaba previamente, «aunque uno sea rico, de modo que si aconteciese que uno fuese vencido, no soporte grave pérdida».

Asimismo, en la norma de Justiniano se confirmó el derecho de los perdedores a reclamar las cantidades que habían pagado en un juego prohibido, con las siguientes singularidades: a) La acción de repetición no quedaba sujeta a prescripción de treinta años, como las demás acciones, sino que podría ejercerla el perdedor y sus herederos por espacio de cincuenta años; b) Si sucedía que ni el perdedor ni sus herederos reclamaban la cantidad pagada, subsidiariamente podían hacerlo los decuriones de su localidad para invertirla en obras públi-

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cas18; c) Igualmente se dispone que los obispos, auxiliados por los gobernadores provinciales, debían vigilar y reprimir los juegos de azar19; d) Los transgresores eran castigados con una sanción penal que ascendía a diez libras de oro20.

La Constitución reducía el elenco de los juegos permitidos a estos cinco: «saltos mortales, saltos con garrocha, palo quintano sin hebilla, periquites y el hípico»21. Se ordenaba al prefecto de cada ciudad y a los presidentes de las provincias y obispos que impidiesen en sus demarcaciones la práctica de cualquier juego prohibido, amén de conceder acción en razón de los autorizados para pedir lo que por causa de ellos se ganó. Quienes vulnerasen esta norma debían pagar una multa que ascendía a diez libras22.

También se estableció una norma específica para castigar a quienes jugasen a los conocidos como caballos de madera. El que hubiese sido vencido en este juego podía reclamar la devolución de lo pagado. Si no lo hacía, el procurador imperial debía reivindicar el pago de esta cantidad que sería invertida en obras públicas. Además, se ordenaba que los jueces de las localidades castigasen a los autores de blasfemias y perjurios cometidos en el transcurso de los juegos. Como novedad, se estableció la confiscación de las casas donde se albergaba esta clase de juegos23.

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Además, Justiniano, preocupado por la expansión que los juegos de azar tenía entre los religiosos, ordenó que se castigase a los clérigos que participasen o que incluso fueran meros espectadores de los juegos de azar, imponiéndoles la suspensión de tres años en el ejercicio de su ministerio y su retiro en un monasterio24.

Con posterioridad, el emperador León VI ratificó la prohibición de que los eclesiásticos jugasen a los dados, ya que debían «contemplar con mente tranquila y con ánimo inalterable las cosas divinas». A quien «contaminase su sagrada condición» con este tipo de conductas, se castigaba con su relegación a un monasterio por un tiempo no superior a tres años. Si reincidía, se le retiraba su condición eclesiástica25.

Esa especial prohibición que pesaba sobre los clérigos de que no pudiesen jugar a los dados era la consecuencia de la misión sagrada que cumplían dentro del grupo social, como mediadores entre Dios y los hombres y, por tanto, debían permanecer alejados de todo aquello que les hiciese perder la tranquilidad que su labor requería26. Ese, evidentemente, era el planteamiento teórico. Como tendremos oportunidad de exponer más adelante, los clérigos cayeron en muchas ocasiones durante siglos en la tentación de participar activamente en las partidas de juego de azar, sin que falsasen supuestos en los que llegaron a apostar sus propios hábitos.

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2. Derecho visigodo: de la represión a la permisividad

El rigor de la legislación romana sobre el juego no encontró continuidad en los textos visigodos, lo que, sin duda, debió traducirse en una abierta permisividad hacia esta clase de comportamientos27. Las menciones que hemos encontrado se reducen a tan sólo dos. De una parte, en un canon del...

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