La evaluación y el control de los actos del Rey, como presupuesto para mejorar la racionalización democrática de la corona

AutorEnrique Belda Pérez-Pedrero
Páginas155-173

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1 La perspectiva de estudio del jefe del Estado monárquico influye sobre la evaluación de su papel constitucional

Las funciones y atribuciones constitucionales de la Jefatura del Estado español, a partir de la Constitución de 1978, están perfectamente regladas, y representan un ejemplo de la racionalización característica de las monarquías parlamentarias, plenamente sometidas al principio democrático,1y, por tanto, de la reducción a la mera faceta simbólica de los reyes actuales. Esta es la realidad sostenida por la doctrina, mayoritariamente, y con la que modestamente coincido cuando he tratado temas relativos a la corona desde el 2003.2Sin embargo, el ejercicio de esta magistratura por sus sucesivos ocupantes, en España o en cualquiera de los países que usan la forma monárquica para su Jefatura del Estado, demuestra que pudiera no ser suficiente partir solo de la evaluación de sus funciones estatales regladas para calificar de racional, adaptada3o legítima a esta institución formal. Dado el componente personal y simbólico de los jefes de Estado monárquicos, surge la necesidad de renovar de alguna manera la legitimidad constitucional de origen, cuando se trata de una figura que no va a confrontarse de manera periódica, en modo alguno, con el cuerpo electoral.

Así, lo que se propone en estas líneas, anticipando un estudio más amplio que ve la luz paralelamente a éste,4 es un análisis de todos los actos del rey, y no solo los recogidos en el título II de la Constitución Española (CE), que es evidente que cumplen los estándares de racionalización o sometimiento a la ley (Constitución). Lo que nos permite aceptar esta forma de Jefatura de Estado en nuestra democracia es el ejercicio reglado de sus atribuciones, pero la práctica demuestra que la forma de ese ejercicio, así como cualquier otro acto de la vida diaria de la primera magistratura de un país, también influye en las instituciones.5Se va a exponer, pues, en las siguientes líneas, cómo, tras una evaluación de los actos regios, de todos, incluidos los personales, la racionalización de la monarquía española pudiera perfeccionarse, y ello obliga a una reforma constitucional.

2 Los actos regios constitucionales se acompañan de otros actos regios de relevancia pública

Las normas constitucionales dan soporte a los actos del jefe del Estado en el ejercicio de sus atribuciones, pero dejan sin regular su actividad concreta de representación simbólica, tanto protocolaria como intermediadora; así como buena parte de sus actos como persona, que, dada la no responsabilidad del artículo 56.3 CE, han de terminar siendo trascendentes para el derecho público. Si se pretende teorizar sobre una mejora de la inserción democrática de la monarquía, hace falta detenerse en esta realidad: por una parte, que los reyes no pueden tener la capacidad de decidir sobre asuntos de Estado (plano político) y, por otra, que la protección

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de su figura no debe causar ningún perjuicio al resto de ciudadanos (plano personal).6Analicemos todos los posibles tipos de actos para comprobar que, probablemente, la racionalización de la monarquía de 1978 puede mejorarse.

2. 1 Actos reglados constitucionalmente

Los primeros y más importantes vienen atribuidos por las normas constitucionales y, en su caso, la legislación que los desarrolle. Las competencias regias se detallan por los artículos 62, 63 CE, y a ellas se unen una serie de actos descritos por la Constitución en otros preceptos, como la necesidad de jurar (art. 61.1 CE) o el nombramiento y relevo de los miembros de la Casa Real (art. 65.2). Fuera del título II se producen llamamientos a su participación formal como símbolo del Estado en nombramientos por los artículos 117, 122.3, 123.2, 124.4, 151.2, 152.1, 159.1 y 160 CE. Por último, se reiteran atribuciones del artículo 62 CE en los artículos 91, 92.2, 99, 100, 114 y 115 CE. La «irresponsabilidad» del rey en todas las situaciones jurídicoestatales descritas se justifica con el refrendo, que señala directa o indirectamente al causante del origen de la decisión. Un comportamiento regio desacertado en este campo generaría, en su caso, los problemas derivados de un incumplimiento constitucional, y habría de procederse al efecto.

Sin embargo, no todo el sistema aparece perfectamente cerrado, y queda en evidencia al no mostrar una consecuencia clara ante un incumplimiento de las funciones constitucionales. España padece un déficit de respuesta ante hipótesis de «rey incumplidor», debiendo de recurrir a soluciones políticas que fuercen la abdicación o la renuncia, o sugiriéndose incluso, creo que desacertadamente, soluciones de derecho civil como la incapacidad. No parece que exista reparo alguno en mantener formalmente la figura de un jefe de Estado inviolable, que no responde, gracias a que sus actos son cubiertos por el refrendo (art. 56.3 CE). Y, además, descendiendo a la práctica donde el «acompañante» es controlado, se salva la responsabilidad de sus actos como jefe de Estado, gracias a la revisión en niveles judiciales y constitucionales.7Ahora bien, el sistema democrático no puede encontrarse con un órgano del Estado que incumple sus funciones, y se ha de plantear, ya que todos están sujetos al orden establecido, el cese en su magistratura. Las causas por las que concluye un reinado dando lugar a la sucesión son el fallecimiento, la abdicación y la renuncia. La naturaleza de estas tres figuras, por su carácter personal,8es indisponible para los poderes del Estado,9y ni el Ejecutivo, ni el Legislativo, ni el Judicial, ni el máximo intérprete de la Constitución, pueden hacer nada al respecto. Lo mismo ocurre con la figura de la inhabilitación, claramente impregnada en nuestro ordenamiento de un tinte civil y derivada de las facultades físicas y psíquicas del monarca.10

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Estamos, por tanto, ante un terreno que demanda regulación, pues la propia esencia del imperio de la ley, que marca el Estado de derecho, impide tolerar resquicios de incumplimiento por parte de un órgano sometido al mismo. El cese en el cargo, ante un rey que incumpliese sus obligaciones constitucionales, es obligado, y sin embargo no está previsto en norma alguna. La Constitución y solo esta,11pues queda clara la garantía institucional-constitucional y la congelación de rango que se despliega sobre el estatuto personal del monarca en el acceso y final del ejercicio de su magistratura unipersonal, debiera recoger como causa de separación del monarca «el incumplimiento de sus obligaciones», estableciendo un proceso al efecto con las garantías oportunas. El comportamiento regio y sus poderes están claramente delimitados; y tras la práctica de varias décadas y las opiniones doctrinales al respecto, poco margen de duda podría surgir, ya que la naturaleza formal de sus atribuciones manifiesta con claridad si se está efectuando o no el comportamiento debido. El lugar adecuado parece el propio artículo 57.5, que podría sistematizar los motivos de cese (fallecimiento, abdicación, renuncia, inhabilitación y, en este caso, incumplimiento de sus funciones), remitiendo a la ley para algún procedimiento con las suficientes garantías de participación de las Cortes Generales (que son ya llamadas por el constituyente para las dudas de la sucesión en ese mismo precepto y para otros actos de control personal sobre el trono vacante y regentado —arts. 59 y 60 CE—) y del Poder Judicial, así como con el posible control subsidiario de todo ello por el Tribunal Constitucional. Esta es la primera propuesta que hemos de formular para entender que persiste un camino de racionalización de la corona: la Constitución debería incorporar un precepto declarando que el rey cesa en sus funciones por abdicación, renuncia, inhabilitación e incumplimiento de sus obligaciones constitucionales, exigiendo después una ley que estableciera las garantías para constatar que efectivamente el jefe del Estado incurre en un comportamiento contrario a sus cometidos constitucionales reglados.12

2. 2 Actos del rey como persona

Los actos personales no vienen reflejados en la Constitución con carácter general, salvo en los casos que afectan al Estado. La renuncia (art. 57.5 CE) y, si tratamos la corona en sentido amplio, la decisión de los sucesores de contraer matrimonio (art. 57. 4 CE) son actos de naturaleza personal a pesar de que se engloban en la primera categoría de actos de Estado reflejados por la Constitución. Aunque pueda renunciar en nombre de toda su descendencia si el Parlamento no lo acepta, se convertirá en una abdicación, pero es un hecho que puede decidir renunciar como acto personal y no sujeto a control. En ese caso, el Estado constitucional decide el futuro de la corona, pero no le puede condicionar esa decisión personalísima. Algo similar ocurre con el matrimonio de los sucesores: las Cortes Generales y el rey están capacitados para impedirlo, pero la persona afectada puede renunciar a la condición de heredero, para concretar su derecho del artículo 32.1 CE.

Salvados esos actos personales con mención constitucional, renuncia y matrimonio, hemos de centrarnos en el resto. Pues bien: en este ámbito es donde más dificultades existen para conciliar la ficción de que una persona (o varias, si pensamos en la Familia Real) representan un Estado y simbolizan una nación, porque durante su existencia vital y, aunque no lo pretendan, pueden estar sujetos a la comisión de actos dañosos, o su devenir está en condiciones de provocar efectos para terceras personas (un accidente de moto, una

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imprudencia deportiva, etc.). La dificultad es superada si se fuerza la figura de la responsabilidad patrimonial del Estado, por la excepcional y señalada posición que la Constitución otorga al rey:13se restituye a los perjudicados con arreglo a esas reglas de derecho administrativo. Pero esta salida, eminentemente práctica, carece de justificación para aplicarse como consecuencia ante actos de carácter doloso. ¿Qué hacer con el rey, o con un jefe de Estado, cualquiera que sea su naturaleza, que esté dotado de exención de responsabilidad?

2.2. 1 Comisión de delitos

Las consecuencias de la inviolabilidad y la irresponsabilidad más referidas por la doctrina son sus efectos ante un ilícito penal protagonizado por el rey. Ya hemos dado cuenta de los intentos de forzar otras figuras jurídicas en busca del cese, desde los primeros tiempos de desarrollo constitucional,14ya que se busca la compatibilidad de los efectos del artículo 56.3 CE con los principios, valores y derechos relativos a la igualdad, y el sometimiento a la ley de todos los poderes públicos y ciudadanos (art. 9.1 CE), y la fusión en una persona de su propia naturaleza con un oficio.15Lo que sucede es que partir siempre de la naturaleza ajena de los actos del rey no es posible cuando de este tipo de actos, personales y no estatales, se trata. Ni tampoco ayuda a ello la falta de respuesta ante cómo se puede potencialmente responder si, en cualquier caso, la inmunidad procesal lo impediría. Estimo, con toda modestia, que un Estado de derecho ha de responder a nivel interno, salvo que el delito sea susceptible de conocimiento a nivel internacional,16enjuiciando al afectado en igualdad de condiciones con el resto de la ciudadanía. Ese paso que se ha dado ya en el derecho internacional, a la vista del anacronismo17que supone una excepcionalidad de este calibre, debería transitarse en el derecho español. Se trata de una situación asimilable a la del rey incumplidor de los actos constitucionalmente debidos, por la insoslayable conexión de legalidad y comportamiento del jefe del Estado, con lo cual habría que aplicar una solución semejante a la de un monarca que desatiende sus obligaciones constitucionales (terminando este argumento con el mismo requerimiento de reforma constitucional al que apelaba en la primera categoría de actos, para no acudir al abuso de figuras como la inhabilitación o a cualquier uso de la presión política). Esta solución de extender como causa de cese al delito es claramente ingenua, pues al rey en principio no se le puede procesar; y si se reformara la Constitución para posibilitarlo, no contemplaría lo que ocurre entretanto se emite una sentencia que concluya con el principio de presunción de inocencia, siendo imposible mantener una Jefatura de Estado de naturaleza simbólica bajo tal amenaza. Parece más adecuado pensar que han de conjugarse las causas objetivas que pudieran concurrir (la imputación), con las subjetivas o políticas que apreciase el Parlamento. Para que ocurra lo primero, se necesita excepcionar de la no responsabilidad del rey (que es lógica solo cuando deriva de los actos susceptibles de refrendo), los actos personales que constituyan un delito; y, una vez que es posible por esa causa el procesamiento del jefe del Estado, que las leyes procesales le reserven un fuero adecuado para evitar los protagonismos, inquinas o simpatías, que se derivaran de la ideología o carácter de un único juez, al instruir o juzgar, competente en razón del lugar donde se cometan presuntamente los hechos. Y en cualquier caso, para evitar el menoscabo al Estado por la incertidumbre de la espera de sentencia condenatoria, también se debería dejar un margen de apreciación política al Parlamento para constatar la relevancia del delito, permitiendo algún tipo de sustitución o suspensión regia. Creo que

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todo lo anterior se debe articular para responder a la necesidad del Estado de derecho de perseguir y castigar a quien comete un delito, por respeto a los derechos de las víctimas, y que ningún criterio compatible con un Estado democrático permite excepcionar a persona alguna.

¿Cómo se traduce esta propuesta a nivel normativo? Pues como es natural, asociando sólo la no responsabilidad del rey a los actos de Estado, a través de una reforma del artículo 56.3 CE. Tras ello, estableciendo un fuero adecuado para la instrucción y enjuiciamiento en el que se efectuase una y otra actividad a cargo de órganos colegiados, y en la cual el Tribunal Supremo tuviera la última palabra. Y finalmente, confiriendo al Parlamento la posibilidad de cesar al monarca por la nueva causa a la que hacía referencia respecto de los actos de Estado, necesariamente al final del proceso que concluya con una sentencia condenatoria, o previamente si las circunstancias constatadas por la representación popular por una mayoría muy cualificada así lo determinaran; acudiendo a una sustitución por el sucesor, una vez se apelase al incumplimiento de la función simbólica del artículo 56.1 CE. Es posible que una intervención valorativa de las Cortes Generales, que apreciase la circunstancia de cese propuesta bajo la denominación de «rey incumplidor» antes de una sentencia condenatoria firme, pudiera dejar, a una mayoría parlamentaria (por muy cualificada que se estableciese), la sustitución del jefe del Estado y la apertura de la sucesión. Pero, dada la naturaleza de la pervivencia del monarca bajo el manto democrático en torno a los principios de simbolismo y utilidad, ese parece el menor de los males ante la hipótesis suscitada. La representación popular debiera tener la suficiente capacidad de respuesta ante esta situación, y no parece que frente a ello se pueda imponer un derecho irrazonable de permanencia de esta o de ninguna magistratura constitucional, si han terciado causas de procesamiento, apreciadas con garantías extraordinarias de aplicación y evaluación.

2.2. 2 Actos negligentes

¿Cómo conciliar la irresponsabilidad personal si existe mera negligencia en el origen del comportamiento dañoso? No creo que pueda admitirse teóricamente una diferencia de trato entre el rey y el resto de los ciudadanos, pero parece lógico que, vista la naturaleza de las consecuencias jurídicas aparejadas a la producción de actos culposos, no dolosos, la situación se pudiera reconducir por la restitución desde el instituto de la responsabilidad patrimonial del Estado, salvo que la magnitud de los hechos puesta en evidencia en un hipotético expediente sustanciado por ese cauce, revelara consecuencias que requirieran replantear el comportamiento del monarca como incumplidor, y operar al efecto. Esta vía habría de articularse al menos a nivel legislativo, ya que a los efectos derivados del artículo 139 y ss. de la Ley de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y de procedimiento administrativo común, 30/1992 de 26 de noviembre, el rey no es Administración Pública a esos efectos; y lo que serviría para una hipotética responsabilidad del refrendante no parece de aplicación si la propia naturaleza de los hechos no pone a un ministro ni a ningún otro órgano constitucional bajo esa posición (el repetido ejemplo de daños por un uso negligente de vehículos, de instrumentos de uso deportivo o de armas de caza). Tampoco parece ser posible la responsabilidad del artículo 144 de la misma norma (sobre responsabilidad de derecho privado) en actuaciones personales en este ámbito y sin refrendo. Como última puerta cerrada encontramos que el rey tampoco es una autoridad o personal al servicio de las administraciones públicas en el sentido del artículo 145 y ss. de esta Ley 30/1992, al actuar con dolo, culpa o negligencia grave (sí los refrendantes, pero en este tipo de actos no parece clara su presencia, ni siquiera tácita o presunta). Por eso parece adecuado que, descartada la concurrencia de actos dolosos, la racionalización o reglamentación de las consecuencias del comportamiento de la persona del rey en el ámbito privado, y su traducción, fueran objeto de una reforma legal que acompañase la ya propuesta desaparición de la irresponsabilidad. Las consecuencias en este campo se producen como restitución económica, por lo que parece prudente seguir pensando en una salida donde esté presente la figura de la responsabilidad patrimonial del Estado y, con ella, la participación del Consejo de Estado emitiendo dictamen, tras consulta a su Comisión Permanente, en los términos del artículo 22 trece de la Ley Orgánica del Consejo de Estado, 30/1980, de 22 de abril.

2.2. 3 Recepción de acciones civiles

Si unas líneas más arriba se ha propuesto la reforma del artículo 56.3 CE para eliminar la no responsabilidad regia para actos personales, poco más queda que explicar al respecto sin necesidad de repetir la inconveniente pervivencia de espacios ajenos a la igualdad y a la sujeción a la ley: con una adecuada reserva de fuero que

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imprima las suficientes garantías a la persona del jefe del Estado, con participación de órganos judiciales independientes, colegiados, y al máximo nivel, que eviten las posible frecuencia de demandas judiciales hacia personajes de relevancia pública (que hasta el momento por la aplicación del art. 56.3 CE sobre el anterior jefe del Estado, no sabemos si son o no fundadas)18; no parece que debiera resentirse la corona ni lo que representa, pues la permanencia misma de la irresponsabilidad genera un ataque al simbolismo regio aún mayor (dada la sospecha latente, que levanta el muro que cercena el conocimiento del asunto) que una correcta indagación de las circunstancias que motivan la acción frente al rey como persona. Tampoco parece que quepa barajar que la consecuencia de un proceso civil concluyera con el cese que se propone más arriba, pues sus actos personales de la esfera civil (más adelante veremos que no así aquellos de finalidad lucrativa) no interfieren con el ejercicio de sus atribuciones constitucionales como sí lo harían los hechos delictivos.

Sólo en hipótesis de laboratorio dirigidas frente a sus herederos, cabría deducir un eventual cese del trono tras una sentencia en este orden (la negación de la condición de herederos de sus consecuentes sucesores tras una determinación de paternidad, por ejemplo; o la alteración del orden sucesorio por adopciones y reconocimientos de paternidad). Aludiré a ello más adelante, aunque no puede ser este el espacio para dedicar la atención que merece este tema, precisamente cuando se trata de racionalizar aspectos inasumibles. No me resisto a señalar que este problema se habría podido evitar si nuestra Constitución, al modo de las de Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Japón, Mónaco o Liechtenstein, hubiera previsto un tratamiento distinto para los descendientes «legítimos» o «habidos en matrimonio». Si bien de inmediato he de decir, como firme partidario de la igualdad entre las personas, que es preferible asumir el riesgo que entraña la naturaleza personalísima de esta institución, y con ello la dependencia de la naturaleza humana, antes que elevar al rango constitucional una diferencia entre hijos derivada del estado civil de sus padres, pues no creo que sea de recibo que en democracia quepa nacer, en ningún caso, administrativamente postergado. Nuestro derecho constitucional histórico fue superado por la omisión de esta circunstancia personal, ya que la Constitución de 1812 exigía la filiación en el seno de constante matrimonio, y las constituciones de 1837, 1845 y 1876 exigían la condición de descendiente legítimo.19

2.2. 4 La desaparición de la no responsabilidad en el ámbito administrativo

Sentada la premisa barajada de una reforma constitucional que concluyera con la irresponsabilidad regia, parecería necesario también acometer una reforma de la legislación administrativa para estructurar las relaciones del jefe del Estado con todos los departamentos de la Administración en aquellos actos en los que no tuviera contrafirma por su naturaleza personal (en un expediente por infringir las normas de circulación, por ejemplo).

2.2. 5 Otros comportamientos personalísimos

Por último, los actos personalísimos que no constituyan delito, ni falta, ni consecuencias negativas para terceros, y aunque pudieran llegar a ser calificados por ciertos sectores de la opinión pública como inaceptables, deberían en principio pasar desapercibidos para el orden constitucional (un divorcio del rey, una relación afectiva, una afición minoritaria, el ámbito de su ocio, etc.). El límite está en el respeto al

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marco constitucional: la pauta debería girar en torno a esperar del rey y de la Familia Real la adecuación a los principios y valores del título preliminar y del título primero CE, más que un seguimiento de los cánones sociales imperantes, y mucho menos religiosos. No obstante, la omnipresencia de la simbolización, conciliando representación de Estado y condición personal, requieren reflexionar sobre la imagen pública de cualquier personaje sujeto a tan enervante vigilancia y crítica, lo que parece imponer a los titulares de la corona, antes D. Juan Carlos, y hoy D. Felipe, la evaluación de los mínimos socialmente aceptados en la interacción familiar y social. En cualquier caso, no creo que salvo el respeto a los derechos, principios y valores subyacentes en el orden constitucional, se pueda jurídicamente exigir, a las personas vinculadas con la corona, ningún comportamiento concreto derivado de usos y convenciones sociales o de gustos mayoritarios.

2.2. 6 Negocios lucrativos

Los actos de carácter personal, pero de contenido económico, realizados por un jefe de Estado cuya esencia es el simbolismo, superan el ámbito privado, que sería propio de los mismos de ser realizados por el resto de los ciudadanos. Hay determinados comportamientos que una persona jurídicamente irresponsable no puede tener. Desde luego, desde el respeto a los derechos, a un ciudadano no se le puede prohibir su participación en determinados negocios jurídico-mercantiles, pero si desea llevarlos a término quien es rey, debe previamente situarse en una posición de responsabilidad y renunciar a su estatuto inatacable. Me refiero, por si queda alguna duda, al emprendimiento de actividades lucrativas de cualquier naturaleza, o a la promoción de cualesquiera actividades de trascendencia social, que conlleven un lucro para sí o para terceras personas. Dejando al margen consideraciones éticas o morales en el ámbito de un jefe de Estado, incluso el carente de poder, sobre si debe o no realizar actividades con resultados económicos, el hecho es que desde un punto de vista estrictamente jurídico, si se quiere adjudicar la condición de irresponsable a una persona, alguna otra, física o jurídica, ha de asumir esa posición y, con ello, tener algo (más bien mucho) que decir sobre el contenido del acto. Lo que el refrendo resuelve en el campo jurídico-publico de los actos constitucionales reglados no lo puede solventar de la misma manera en este ámbito en el que nos detenemos. Por ello, en principio, la salida es, de nuevo, o bien encaminar una futura reforma constitucional a la supresión de la «no sujeción a responsabilidad» del artículo 57.3 CE para este tipo de comportamientos, previniendo que ocurran; o bien negar, a toda aquella persona a la que se reconozca esta característica de irresponsable, la oportunidad de actuar. Parece obvio que hemos de inclinarnos por lo segundo: impedir que quien ostenta una significación pública de esa envergadura, con una retribución, sumada al uso de recursos e inmuebles públicos, gestione o se beneficie de negocios privados. La mera desaparición de la irresponsabilidad no cercenaría la posibilidad de actividades empresariales y tan sólo protegería a terceros. Es más, en este caso, una cuestión de incompatibilidad funcional, que acompaña estrechamente al simbolismo de la magistratura, que de protección a terceros, como sucedía en ejemplos anteriores. ¿Es posible que de la lectura del régimen económico constitucional de la corona pudiera deducirse esta incompatibilidad? Pues probablemente una lectura bondadosa del artículo 65.1 CE así lo posibilitase, entendiendo que el «sostenimiento» que se procura por la cantidad consignada en los presupuestos del Estado es su retribución. Pero este precepto ni establece una incompatibilidad expresa con el ejercicio de actividades mercantiles, ni veta la participación en cualesquiera consejos de administración de empresas, y a mayor escasez de garantías, literalmente asigna la cuantía presupuestaria para el «sostenimiento de su Familia y Casa», debiendo de suponerse que también va destinada a él, como referencia de una y otras. En este orden de cosas, no cabe otro remedio que detectar también en este ámbito, con una finalidad indudablemente preventiva, una mención de esta incompatibilidad al único nivel normativo posible dado el estatuto de la corona: el constitucional. Y consecuentemente, proponer operar sobre el artículo 65 CE como referente de los aspectos económicos domésticos del rey, estableciendo una prohibición expresa para actuar en el ámbito mercantil, en busca de un lucro, remuneración o beneficio que genere un enriquecimiento. Dejo al margen de estas consideraciones, otros argumentos de refuerzo de esta incompatibilidad, dada la limitada extensión de este trabajo, derivados de su posición social y capacidad relacional que le permitirían, si así lo pretendiese, manejar información en condiciones de privilegio.

A la corona no se puede trasladar un régimen de incompatibilidades bajo los mismos principios que conocen jueces, magistrados, parlamentarios o funcionarios: la realidad es que esa cláusula de irresponsabilidad, sumada a los caracteres de actuación reglada desde el mismo título II CE, marca un estatuto sin parangón. Pero lo que sí que puede es concluir que las finalidades de una y otra restricción de actividades (la del rey y

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la de otras magistraturas constitucionales) serían las mismas: proteger la función o cargo público (su papel, su imagen, su objeto) y evitar la utilización del mismo para un lucro (propio o ajeno). Desde el primer objetivo, la protección de la función, es un hecho que la posición de rey gira en torno al simbolismo, por lo que es absolutamente necesaria una exigencia de dedicación y ajuste a sus cometidos tasados. Y desde el segundo, la utilización de la posición preeminente para favorecer su persona, a otras personas o a una causa, la cuestión habla por sí sola: la visión utilitarista de nuestras monarquías (permanecen en cuanto son más útiles al país, por su neutralidad, que la forma republicana) requiere de sus titulares una serie de gestiones al más alto nivel nacional e internacional, gracias a los contactos que la Jefatura de Estado posibilita. Cualquier jefe de Estado, monárquico o republicano, puede aprovechar esta situación en beneficio de su patrimonio o para apoyo de sus causas, tengan o no contenido económico, si bien aquellos que sean declarados como no responsables por su Constitución podrían caer en la tentación de lucrarse sin que el Estado de derecho pudiera remediarlo. Es preciso, por ello, establecer una prohibición como la sugerida.

2. 3 Actos públicos no específicos (protocolarios y relacionales)

La realidad nacional e internacional es rotunda al demostrar que agentes políticos y económicos buscan el trato con el jefe de Estado de un país, con independencia de cuál sea su naturaleza, si la de rey o la de presidente de república. Acabamos de referirnos al peligro que este tipo de contacto pueda generar, en orden a un lucro personal. Ahora bien, de lo que se trata es de seguir aprovechando en beneficio de sus Estados, la capacidad relacional de primer grado y de amplísimo alcance que las primeras magistraturas de cualquier nación suelen tener en el ámbito diplomático, social y financiero; por lo que sería una insensatez institucional prohibir aquellos de estos actos regios de trascendencia económica o social de interés general para prevenir un hipotético mal uso de sus gestiones en beneficio propio o de particulares. Si lo segundo debiera estar prohibido e incluso debiera ser objeto de regulación constitucional, lo primero (ese tipo de gestiones que van desde la mediación en adjudicaciones de obras a empresas españolas hasta conversaciones para interceder en la concesión de un premio cultural o científico internacional para un ciudadano) debiera potenciarse al máximo, pero, eso sí, incrementando el conocimiento, la información, el apoyo y la participación del Gobierno, que a través del refrendo tácito20acompañe en esas actividades al monarca (actividades que son encuadrables, además, en su ámbito competencial ejecutivo —art. 97 CE—, más que en una «competencia» que se quisiera extraer de cualquiera de las funciones del art. 56 CE). Una cosa es que se pudiera admitir, aunque parece muy dudoso, que el jefe de Estado monárquico actúe en interés de todos sin recurrir a una atribución constitucional completa, pero parece inasumible, desde el punto de vista de la atribución de responsabilidades, que realice estas gestiones, incluso si se le piden, si no es con el acompañamiento estricto del órgano constitucional competente.

Algún lector se preguntará cómo delimitar qué comportamientos de entre estos pudieran ser susceptibles de calificación como una concreción de las funciones constitucionales que le son propias y de las que goza por amparo del artículo 56 CE: simbolizar, arbitrar y moderar. La respuesta ya la di años atrás: la adjudicación de estas características no debe suponer la atribución de un contenido independiente al comportamiento regio, ni de un haz de facultades distintas a las que enuncia la Constitución en el título II, y muy específicamente en los artículos 62 y 63 CE. Esas atribuciones formales y tasadas de la corona son la manera de manifestar el simbolismo, el arbitrio y la moderación. Podrán existir diversas teorías de cómo calificar y encuadrar las tareas regias dentro de esas tres funciones, pero no, desde luego, de señalar contenidos autónomos ni cláusulas abiertas que permitan al jefe de Estado apelar a sus funciones genéricamente. Las competencias del título II explican las funciones y les dan sentido.21El problema de la confrontación entre la utilidad política del rey y la necesidad de sometimiento expreso de toda su actuación es de un amplísimo alcance y está en la esencia misma del papel de un jefe del Estado

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monárquico. Solo una lectura ajustada del texto constitucional permite que el rey, por ejemplo, siga siendo una pieza clave en las relaciones internacionales con monarquías menos racionalizadas cuyos titulares prefieren el contacto directo con él para cerrar numerosas citas políticas o económicas; o que nuestro país obtenga una atención preferente desde grupos de presión y financieros internacionales que por sus peculiaridades sientan una mayor comodidad tratando con un monarca, por razones culturales o sociales. Valgan también otros ejemplos de naturaleza puramente sociocultural, como interceder por la concesión de algún mérito internacional para un español o por los objetivos de una ONG de origen nacional. ¿Dónde enlazar tales actividades cuando se debe partir de una racionalización completa, o sujeción plena del rey a comportamientos reglados? Mi respuesta es que no parece poder enlazarse con claridad en ninguno de los artículos de la Constitución, por lo que generaría la necesidad de una reforma constitucional en la materia, constituyendo el ejemplo más claro de que aún le quedan, también fuera del ámbito personal de la irresponsabilidad, algunos pasos a la monarquía española para estar plenamente racionalizada. Como acabo de plantear, las gestiones de repercusión política, económica y social son competencia del Gobierno (97 CE), y a buen seguro que el mismo está enterado del proceder del rey y lo acompaña, refrendándolo de una u otra forma, aunque habitualmente de manera tácita,22 pero ni ese precepto ni ningún otro establecen la cobertura de la mediación que se solicite al monarca. Ni el artículo 62 CE, que manifiesta las competencias constitucionales del rey derivadas de las tres funciones tradicionales recogidas por el artículo 56.1 CE (símbolo, arbitrio y moderación), ni el artículo 63 CE, que da contenido a la asunción de la más alta representación en las relaciones internacionales, ni los concordantes de meras atribuciones representativas y formales a los que nos hemos referido ya,23permiten derivar una lectura comprensiva de mediaciones de carácter económico o de promociones de naturaleza filantrópica. Nos encontraríamos ante el uso abierto y reconocido de la autoridad regia sin un marco de regulación similar al del ejercicio de las competencias formales. Parece innecesario subrayar que, si el título II CE termina dando respuesta a comportamientos regios reglados, con una lectura conjunta del texto constitucional, se haya de pedir algo similar para estas intervenciones. Por ejemplo, el artículo 62.a CE se complementa con el artículo 1.3 CE y con el título III CE, mostrando un camino de ejercicio de su capacidad formal de sancionar o promulgar leyes. O el artículo 62.e CE, sobre nombramiento y separación de los miembros del Gobierno, aparece implementado por el artículo 1.3 y por el artículo 100 CE, informándonos de los responsables del contenido del acto regio. Así, los actos ya reglados del rey tienen una referencia tanto dentro como fuera del título II CE, mientras que este tipo de actuaciones que claramente la tienen fuera, en este caso en el artículo 97 CE y que corresponde al Gobierno, no encontrarían en la propia regulación de la corona, otra cosa que una llamada genérica a su refrendo, por el artículo 64 CE (como en páginas atrás nos referimos al refrendo material).24El llamamiento al refrendo puede ser válido para informarnos de cómo el sistema conjura el riesgo de irresponsabilidad, pero de ahí a que se entienda que, con aludir al hecho de que todos los actos han de refrendarse, quepan todos los actos —mucho más cuando se ha tenido ocasión de elaborar una relación «competencial» cerrada en los artículos 62, 63 y concordantes de la CE—, transcurre un camino de difícil tránsito. Ello llevaría al absurdo de permitir ya cualesquiera otros actos de naturaleza política, siempre que estuvieran refrendados.

Por tanto, ha de ser una norma lo que ampare la actuación regia, y desde luego con rango constitucional, ya que la decisión del constituyente fue la de concretar el espíritu de las funciones descritas por el artículo 56 CE, a través del desarrollo de un título dedicado a la corona, con vocación de presentarse como completo, y por añadidura sometido a una extraordinaria protección por las normas de reforma. Tampoco en este caso parece suficiente que el legislador utilice directamente una norma con rango infraconstitucional, partiendo de una lectura aislada del artículo 56.1 in fine CE, que señala que el rey «[…] ejerce las funciones que expresamente le atribuyen la Constitución y las leyes» para afrontar aspectos de su estatuto (las atribuciones) ya constitucionalizados.

Y sin tener que reiterar los argumentos, habría de añadirse, a toda esta consideración sobre las gestiones que se encargan al Rey, una llamada especial para la cobertura de la mera presencia en actos públicos, sean

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de relevancia institucional (apertura de un año judicial, por ejemplo) o sean de simple proyección pública (visita a un colegio). Si alguien pudiera sostener que los actos a los que nos venimos refiriendo en párrafos anteriores no se producen al no dejar excesivo rastro (el caso de la mediación en operaciones internacionales que beneficien a España), habría al menos que admitir que el día a día del funcionamiento institucional de la corona ofrece ejemplos de recepciones, presidencias, inauguraciones, etc. De todas esas intervenciones públicas tan solo podría defenderse una racionalización (mención normativa con amparo constitucional solvente) de su presencia nacional en actos castrenses (en función del mando —honorífico—25supremo de las Fuerzas Armadas) desde el artículo 62.h CE o de las Reales Academias (62.j CE), e internacional, en el ámbito de las relaciones estrictamente diplomáticas (art. 56.1 CE, y 63.1 CE). Pero ¿y los demás actos? Creo que el potencial simbólico representativo de la Jefatura del Estado se despliega con mucha más efectividad en sus presencias protocolarias que en su concurrencia en actos constitucionales de primer orden, donde su personalidad o autoridad no llegan a entrar en juego (valga el ejemplo, entre otros muchos, de la sanción de leyes). Una mención constitucional que reflejara la capacidad representativa del jefe del Estado con carácter más comprensivo de la realidad, tanto para la presencia interna como para la externa no circunscrita a la diplomacia, perfeccionaría el estatuto regio.

En este orden de cosas, añadir una letra k al artículo 62 CE, que especificase que corresponden al rey «Las actividades de representación, mediación y protocolo propias de la Jefatura del Estado», posibilita que se cubra por completo, como es natural con el juego del refrendo material, tanto la actuación como la responsabilidad del monarca.

3 Los actos del entorno institucional y familiar del Rey

La regulación constitucional de la corona española comprende también la mención de un entorno de relevancia práctica. Nos detendremos, para finalizar, en los actos de la Casa del Rey y de la Familia Real. Reconocer de una magistratura unipersonal, el rey sobre el que gira toda la regulación de la corona, la posibilidad de imputación de actos realizados por otras figuras de su entorno, es ya un contrasentido, y revela que la singularidad no es siempre tal, por más que sea la nota preponderante en el ejercicio de las competencias del artículo 62 CE. El rey, más bien la corona, actúa también a través de su Casa y de su Familia.

3. 1 La Casa del Rey

A los efectos que nos interesan para la finalidad de este estudio, es de destacar que nos encontramos con una estructura de corte administrativo mencionada al máximo nivel por la Constitución, para posibilitar labores de Estado (las competencias regias señaladas en el título II CE), así como actividades de autoorganización «doméstica» que, dada la naturaleza de toda Jefatura de Estado, sea cual sea su forma, necesita cubrir la realidad vital de quienes están situados al frente de un país, y no pueden continuar con naturalidad la vida privada que la mayor parte de ciudadanos desarrolla.26Son comunes y asentadas las opiniones sobre la necesidad de interpretar la prescripción constitucional del artículo 65.2 CE (que concede expresamente al rey, como no se hace en ningún otro artículo de la Constitución, la libertad de nombrar a los miembros civiles y militares de la Casa, pudiendo, que no debiendo, ser el único acto excluido de refrendo —art. 56.3 CE—) con un carácter práctico más restrictivo: que se acompañe tal decisión de refrendo del Ejecutivo. La

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práctica, además, así lo atestigua,27y algunos han identificado, en esta actividad de acompañamiento para la Casa, una mutación constitucional.28Esa restricción no es una gratuita consecuencia de la desaparición genérica de potestas en un monarca democrático: tan solo se trata de tener que determinar algún otro centro de imputación de decisiones, sean cuales fueren las consecuencias tanto de los nombramientos como de los actos de la Casa del Rey, que trasciendan al propio monarca, lo que ocurre, de nuevo, por su propio régimen de no responsabilidad. Si se añade que es evidente la inserción de la Casa del Rey en la estructura políticoadministrativa del Estado y el sometimiento al control del orden contencioso administrativo,29poco más cabe añadir sobre la necesidad del refrendo.

¿Qué actos son susceptibles de una mayor regulación desde el punto de vista que tratamos? La gran parte de las cuestiones de planificación doméstica, como viajes, calendario de audiencias, consumos, etc., son operadas por la Casa de Su Majestad concretando decisiones de carácter puramente personal, o encerrando a su vez la ejecución de actos claramente «personalísimos» en el sentido a los que me refería más arriba. Estas decisiones domésticas donde se prefiere, ante una adquisición, una marca frente a otra o se selecciona un destino de ocio, y que son gestionadas por la Casa Real, no parecen generar ningún problema de responsabilidad, pero es una tranquilidad para el estatuto regio que una administración de estas características se convierta en la referencia para contratar, cubriendo con la responsabilidad del Estado cualquier demérito en patrimonios o derechos ajenos. Ahora bien, no cabe duda de que cuestiones que exceden de este ámbito, como las grandes contrataciones o los nombramientos en la Casa, superan esta categoría y revisten una notoriedad pública de primer orden. La primera por control jurídico-contable, y la segunda por respeto al derecho de acceso en condiciones de igualdad a la función pública.30Esa «administración», va, además, a gestionar la concreción de las competencias constitucionales que, sin excepción, demandan de un refrendo, por lo cual, a la ya evidente naturaleza jurídico-pública de su actuación, ha de sumarse la finalidad práctica de encontrar, al frente de las decisiones, a personas aceptables, en términos de gestión, para el Gobierno;31 así como contenidos formales coherentes con las ajustadas competencias regias. En este ámbito, sin duda el refrendo, y con él la determinación de responsabilidad, parece clave para hablar de una estructura al servicio del rey, también «plenamente» racionalizada.

Cabe concluir, por ello, que esta estructura está por completo integrada en el esquema estatal a través de una regulación constitucional y normativa, respetuosa con las exigencias del sometimiento de toda institución al derecho y a su sistema de responsabilidades,32y, desde luego, también en busca de coordinación y efectividad.33

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Para ello, la lectura pertinente del artículo 65.2 CE, que establece la libertad del rey en los nombramientos de la Casa, constituyendo la garantía de un mínimo en la búsqueda de la confianza hacia quienes van a conciliar facetas de gestión tanto públicas como estrictamente privadas, también permite una intervención de refrendo con finalidades prácticas y de garantías a terceros. Así, no sería necesaria propuesta racionalizadora alguna sobre este artículo 65.2, siempre que se lea en consuno con el artículo 64 CE para aquellos actos que afecten al interés general y al ámbito de decisión de las Administraciones Públicas, quedando incólume el amplio margen de disposición del artículo 65, para aspectos organizativos de índole interna,34pero también la protección a terceros, gracias a la presencia del refrendo en los actos susceptibles de impacto externo.35

Que vayamos a excluir de una propuesta de reforma constitucional, al término de estas líneas, a la Casa del Rey por estar sometida a un marco regulador coherente no significa que, como se ha visto, sea un campo oportuno para mejorar las disposiciones que le atañen, avanzando más en esa línea de control y cobertura de responsabilidades que se ha sugerido: profundizar en la diferencia entre los aspectos internos y externos de la Casa, el control presupuestario de todo orden, la fiscalización contable, el margen de disponibilidad de la intervención económica o la responsabilidad efectiva ante los tribunales.36No ha de olvidarse nunca que la «libre disposición» derivada del artículo 65 CE, tanto para el manejo del presupuesto como para los nombramientos, se refiere a una autonomía personal o margen de decisión dentro de la ley, del procedimiento y del resto de preceptos del ordenamiento jurídico que afectan a la materia, no pudiendo leerse este artículo constitucional como una licencia para permanecer al margen de las reglas constitucionales y normativas de todo orden.

3. 2 La Familia Real

Una de las ventajas de la forma monárquica de la Jefatura del Estado es la ocasión de multiplicar la presencia protocolaria de la magistratura unipersonal utilizando a su familia. Los y las consortes actúan en muchas repúblicas de manera similar, pero la limitación temporal, y otros factores sociológicos suelen provocar diferencias de percepción. El problema es que estas personas van a terminar «simbolizando» exactamente lo mismo que la magistratura unipersonal con la que están emparentadas, y a la que potencialmente pueden suceder o complementar. Con claridad, aunque en algún caso parece necesario resaltar una parquedad evidente, como en el príncipe de Asturias, la Constitución nos transmite el papel de cada figura en el sistema (a: suceder, el príncipe; b: concurrir a la regencia, en su caso, el consorte; c: ejercer la Jefatura del Estado, el regente; d: ejercitar la tutela en los términos de la legislación civil, el tutor del rey menor). Sobre sus extremos de funcionamiento se podrá opinar, pero constitucionalmente es clara la indicación de su papel y naturaleza: el príncipe significa la continuidad o sucesión propia de la monarquía. Se podría decir que es una «posición constitucional» más que un órgano. Nada más (arts. 57.2 y 61.2 CE), y sin embargo es también un hecho documentado su actuación en nombre del rey cuando la Constitución no regula esa convivencia. Más inquietante es aún el significado constitucional de un/una consorte: su cita es una mera prevención ante la anormalidad que consistiera en que la pareja del jefe del Estado se inmiscuyera en las funciones de la corona (art. 58 CE), salvo que se convirtiera en regente o tutor (arts. 59 y 60 CE).

Pero como sucede en el caso de los actos del propio rey, la realidad muestra que príncipe y reina (e incluso el resto de miembros de la Familia Real) de manera habitual, frecuente, incluso diaria, son utilizados por

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el aparato del Estado para la realización de actividades de protocolo y representación formal. Pues bien, en este aspecto se encierra tanto una inmensa bondad de la forma elegida en 1978, con esa «utilidad» que permite la presencia al máximo nivel gracias al uso del círculo regio, como el mayor riesgo de quiebra del simbolismo, que ya de por sí es difícil de mantener en una sola persona, la del rey, que como humano es susceptible de errar, como para que deba observarse por todo su círculo (que, además, por la lógica de las relaciones humanas tenderá a ampliarse tras emparejamientos y nacimientos). Desde estas páginas no se puede, ni se quiere, argumentar con una eliminación de la actividad de todos aquellos que no estén habilitados para actuar en la Jefatura del Estado (es decir, solo el propio rey podría actuar representando, aunque con las limitaciones de acompañamiento y refrendo que se han mostrado), pues no solo es práctica aceptada en nuestro país: también en todas las monarquías y en la mayoría de repúblicas (al menos los esposos/as de los/las presidentes) se practica este tipo de uso social, sin relevancia en el ámbito jurídico pero sí en el político. La solución no puede pasar por impedir a consortes, príncipes o familia en primer grado que permanezcan ajenos al protocolo, o que se limiten a acompañar al rey sin una agenda autónoma. Pero el motivo de creer que se puede permitir este comportamiento sería porque no está constitucionalmente previsto lo contrario y, como se ha dicho respecto a los actos protocolarios y mediadores del propio rey, la realidad nos muestra una inobjetable existencia de los mismos. Ese no es el camino de la racionalidad a la que venimos dedicando este trabajo, pues es un hecho que el representar protocolariamente, y hablar en favor de tu Estado y sus nacionales, es clave para la primera magistratura de cualquier país. Aceptada la realidad de este tipo de intervenciones, nos encontramos que, a diferencia de lo que establece el título II CE para el rey (un régimen de atribuciones que explican sus funciones, así como la constante configuración estatutaria del monarca como magistratura unipersonal y centro de la corona), a príncipe y consorte no les reconoce función alguna salvo sucesión, y regencia y/o tutela, respectivamente. Sin embargo, vemos que en los últimos años, especialmente cuando la salud del anterior Rey se vio afectada por operaciones diversas, el Príncipe lo sustituyó en su agenda protocolaria y de contactos. La situación de vacío normativo es, prima facie, aún más llamativa para la reina, en función de la predisposición del artículo 58 CE, que expresamente prohíbe que efectúe funciones constitucionales.37Sin embargo, este breve y habitualmente ignorado artículo 58 CE, que además parece incitarnos a una lectura en la que se trata distinto a un consorte en razón de si es hombre o mujer, e incluso anticipa sospechas de comportamientos, o bien nepotistas o bien desleales, recobra, para este tema de la actuación regia no especificada constitucionalmente, un singular interés. Primero, nos está comunicando una interpretación de aquello a lo que la Constitución llama «funciones»: eso es lo que prohíbe a la reina, mientras que, si la trayectoria histórica y de derecho comparado nos dice de su habitual presencia en protocolos y mediaciones sociales, es claro que esos actos no nacen de ninguna de las funciones constitucionales. Quedaría, pues, meridianamente clara nuestra conclusión anterior sobre la necesidad de mencionar estos actos a nivel constitucional para el rey ya que no pueden ser considerados como manifestaciones de ninguna de las funciones o representaciones a las que alude el artículo 56 CE. Segundo, llegados a esa conclusión, y visto el empeño constitucional en excluir a los consortes, habría que aclarar al máximo nivel normativo —por ejemplo, modificando este artículo 58 CE— que los consortes pueden tener actuaciones protocolarias y mediadoras siempre que lo señale el rey, y con las condiciones de refrendo tácito a las que este se somete, pues sustituir o representar al monarca supone también un riesgo de producir actos generadores de responsabilidad. Tercero, el artículo
58 CE nos da también una respuesta para el príncipe de Asturias y el resto de la Familia. Según algún autor, es lógico que la prohibición se deba extender a los miembros incluidos en la Familia Real,38con lo que, de una manera u otra, tanto el príncipe de Asturias como los demás miembros (se entiende que en los términos de extensión que introdujera en su día el Real Decreto 2917/1981, de 27 de noviembre, sobre Registro Civil de la Familia Real)39están ejercitando acciones desprovistas de un soporte constitucional expreso, y se abre

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un camino para mejorar la racionalización de la corona en la fijación de un régimen de habilitación para que efectúen estas tradicionales tareas sin sospecha institucional alguna.

Los actos de los miembros de la Familia Real no están sujetos a la cláusula de inviolabilidad y no responsabilidad del artículo 56.3 CE. Poco cabe añadir al respecto. Pero cuando desempeñan estas funciones de representación, mediación y protocolo, el problema es que actúan con el apoyo de la Casa Real y el refrendo del Gobierno, pudiendo generar consecuencias a partir de un comportamiento no expresado constitucionalmente. Si la actuación fuera desatinada o contraria al ordenamiento jurídico, la corona se vería por completo envuelta en un problema similar al que hubiera podido producir un acto del monarca. Como decíamos al principio, el simbolismo lo es todo en esta forma de la Jefatura del Estado, y a eso se le añade, nada menos, una exigencia de continuidad en su legitimidad o reconocimiento público, basada en esa misma cualidad del simbolismo, y en la utilidad que provoca el uso actual de una institución histórica. Ni utilidad ni simbolismo son conceptos matemáticos, ni tampoco pueden ser detallados mediante una norma ni constitucional ni legal: se producen o no, y es claro que toda la utilidad depende de la permanencia del simbolismo. Si nuestro jefe de Estado se entregara en su «función», no especificada constitucionalmente, de mediación, al tráfico de influencias, debería procederse a apartarlo del trono con fórmulas como las expuestas en apartados precedentes. Si ocurre en su entorno, se podría procesar y, en su caso, condenar a los que delincan sin más razonamientos, pues sólo el rey carece de responsabilidad. Evidentemente, esta respuesta puede ser satisfactoria desde el punto de vista judicial, pero olvida que la producción de actos por los miembros de la Familia puede nacer del ejercicio de actuaciones protocolarias y de mediación social iguales o similares a las que efectúa el rey. Por ello, cabe insistir en la necesidad de regular constitucionalmente este beneficio que tiene la ciudadanía de poder contar con varias personas para la representación formal, promoción y defensa de los intereses de España; lo que garantizará la presencia ineludible de responsables ministeriales, con un refrendo material, tácito en la mayoría de las ocasiones, para que no solo se depuren, en su caso, las responsabilidades penales, sino también las político-institucionales derivadas de la ruptura del simbolismo constitucional, pieza clave de esta forma de Jefatura del Estado. Cualesquiera otras soluciones, como renunciar a posiciones hereditarias o a la condición registral civil de miembro de la Familia Real, se presentan como reactivas y a posteriori no evitarían la merma del simbolismo. Esta asimilación con la figura del rey, de quienes actúan en su nombre, ya había sido concluida por algún autor, que de nuevo, tomando como ejemplo estos actos no especificados en la Constitución,40pedía la extensión de la inviolabilidad en esas circunstancias para el príncipe y la reina.41Comparto, como se puede ver, la asimilación, pero previa mención constitucional y en un sentido distinto: cuando actúen por encargo del Gobierno y con su refrendo material en las labores protocolarias y representativas, no pueden tener responsabilidad alguna. Ahora bien, para eso basta con dotarlos de una capacidad para que sus actos adquieran automáticamente esa cobertura, no siendo necesario respecto de ellos una declaración de no responsabilidad genérica, que, por otra parte, ya hemos justificado más arriba, debe ser suprimida para el propio rey.

Así pues, la regulación constitucional de los diarios y relevantes actos del príncipe, la reina o el consorte de la reina, o demás miembros que sean llamados por el rey en auxilio de la Jefatura del Estado, parece de nuevo ser fruto de la necesidad de racionalizar comportamientos institucionales que demandan referencias normativas que, a su vez, permitan garantizar la presencia del refrendo ministerial. Entre otras fórmulas que se puedan proponer, habría que trasladar a estas figuras la necesidad de consignación constitucional expresa que hemos propuesto para el rey (en ese caso a través de un nuevo apartado del art. 62 CE). Para el príncipe, bien pudiera ser una adenda in fine en su artículo 57. 2 CE: «[…] y los demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España». Añadiendo seguidamente que «El príncipe auxilia al Rey en los actos de representación, mediación y protocolo propios de la Jefatura del Estado».42Y en el mismo sentido, para la reina o el consorte, prolongar el artículo 58 CE admitiendo que «pueda realizar los actos de representación, mediación y protocolo para los que sean requeridos, ellos o el resto de la Familia Real». Una constitucionalización de este tono, sirve para amparar comportamientos de imprescindible comisión por el

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entorno del jefe del Estado, sin descender o precisar aspectos de ejecución, de imposible prefijación, dada la naturaleza de este tipo de actuaciones (que demanda cierta flexibilidad).43La reforma urgente de la Ley Orgánica del Poder Judicial, operada por la Ley Orgánica 4/2014, de 11 de julio, complementaria de la Ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa, aforó a la Reina, a la Princesa de Asturias y a los anteriores reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía, por elementales razones de coherencia y proporción, dado que otros cargos y responsables institucionales de primer nivel lo están, en una iniciativa anterior a tener el Parlamento conocimiento de la abdicación.44

Producido el cambio en la primera magistratura de España, la iniciativa se canalizó con cierta rapidez a través de la Ley Orgánica a la que estamos haciendo referencia. Tan importante es la novedad del aforamiento ante el Tribunal Supremo de los ascendientes directos del monarca (nuevo art. 55 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial, 6/1985, de 1 de julio) como la declaración de permanencia de la inviolabilidad «Del Rey y la Reina», por acciones desarrolladas durante su mandato, a través del párrafo tercero del apartado IV del preámbulo de esta LO 4/2014, de 11 de julio: «Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentare la jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad. Por el contrario, los que realizare después de haber abdicado quedarán sometidos, en su caso, al control jurisdiccional, por lo que, al no estar contemplado en la normativa vigente el régimen que debe aplicársele en relación con las actuaciones procesales que le pudieran afectar por hechos posteriores a su abdicación, se precisa establecer su regulación en la Ley Orgánica del Poder Judicial». ¿Puede una ley orgánica a través de su preámbulo, recordar un artículo constitucional, como es el artículo 56.3 CE, que señala que la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad? Sí. ¿Puede dar por sentado que el artículo de la Constitución sólo puede interpretarse como una cobertura irreversible, que no tiene sentido que desaparezca al finalizar el período de ejercicio de la Jefatura del Estado? Sí. Pero ¿puede, nada más y nada menos, que establecer la inviolabilidad y la exención de la responsabilidad para la reina consorte, que nunca la tuvo ni sobre ello nada dice la Constitución? Sin comentarios, salvo recordar que tal extremo no se ha trasladado al articulado de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Estimo, en función de las razones que se han expuesto, que ningún miembro de la Familia Real debería actuar en nombre del Estado sin un soporte constitucional expreso. Una vez que exista, parece razonable un tratamiento procesal especial como el que se ha establecido. Pero haberlo hecho directamente por ley orgánica, sin previa habilitación constitucional (y dejando al margen la inefable extensión a la reina consorte en el preámbulo de LO 4/2014, bajo el también preocupante paraguas de una ley que aborda todo tipo de supuestos de hecho, a través de una norma de naturaleza complementaria), es un preocupante salto. Cuando se establece un enjuiciamiento ante una instancia distinta a la natural, se deduce o justifica desde el ejercicio de unas funciones preestablecidas, pues, de lo contrario, se genera un tratamiento de favor: se está aforando a quien no tiene una tarea pública encomendada (partiendo sólo de su situación familiar o personal, de una posición). Una medida como esta no parece situarse en el camino de la racionalización, al adoptarse al margen de una atribución expresa de cometidos.

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[1] Hay una contraposición bipolar entre monarquía y democracia, pero son principios no excluyentes, como en cambio sí lo son la soberanía del monarca y la soberanía popular en la formulación de Bodino y HoBBes, de una parte, y de Rousseau por otra. Heun, Werner, «El principio monárquico y el constitucionalismo alemán del siglo xix». Fundamentos: Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, núm. 2 (2000), p. 560.

[2] Belda PéRez-PedReRo, Enrique, El Poder del Rey. Alcance constitucional efectivo de las atribuciones de la Corona. Madrid: Senado, 2003. Este planteamiento posiblemente sea un ejemplo más del «afán simplificador» que años atrás algún prestigioso autor de la materia denunciaba en buena parte de la doctrina constitucional (Gonzalez-TRevijano sáncHez, Pedro José. El refrendo. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, p. 36.) donde se muestra al monarca como un jefe de Estado carente de individualidad y actividad. Creo que el rey en España goza de ambas cualidades, pero, como todas las instituciones constitucionales, su naturaleza y funciones se somete al derecho que condiciona, cuando no elimina, caracteres históricos gozados por esa magistratura en ordenamientos precedentes. Las monarquías de hoy, en la práctica, concluyen mostrando reyes que no lo son. Creo que tienen la «individualidad y actividad» cercanas a las presidencias de república de los modelos alemán o italiano. Comparto que «Se trata, ni más ni menos que de hacer lo que es habitual en un presidente de la República, honrar y procurar que todos los poderes y ciudadanos honren la democracia como expresión magna del autogobierno humano, sea también cometido de un monarca […]» (GaRcía lóPez, Eloy. «El Rey neutral: la plausibilidad de una lectura democrática del art. 56.1 de la Constitución». Teoría y Realidad Constitucional, núm. 34 (2014), p. 314).

[3] La corona sometida a normas, plenamente compatible con la soberanía popular, es la que no se coloca, en ningún momento y bajo ninguna excusa de pervivencias históricas, costumbres o tradiciones, en pugna o fricción con la voluntad del pueblo. En fin: «[...] la que expresa la última fase de la evolución intelectual y doctrinal de la forma de Estado Monarquía». Peces-BaRBa MaRTínez, Gregorio. «Las razones de la monarquía parlamentaria». En: casas BaHaMonde, María Emilia; RodRíGuez-PiñeRo BRavo-FeRReR, Miguel (dirs.). Comentarios a la Constitución española. XXX Aniversario. Madrid: Fundación Wolters-Kluwer España, p. 1223.

[4] Belda PéRez-PedReRo, Enrique. ¿Qué le falta a la Monarquía española para estar plenamente racionalizada?. Valladolid: Fundación Aranzadi Lex Nova, Thomson Reuters, 2015.

[5] GaRcía lóPez, Eloy. «El Rey neutral: la plausibilidad de una lectura democrática del art. 56.1 de la Constitución», ob. cit. Se paga el precio de adoptar una jefatura de Estado basada en la sucesión a cambio de conseguir una figura neutral que ejemplarice, esclarezca y promueva.

[6] Los jefes de Estado pueden gozar de protecciones y fueros especiales sea cual fuere la forma de su jefatura, monárquica o republicana. Estos mecanismos de protección, en el caso de las monarquías parlamentarias de nuestro entorno, permanecen en las constituciones por la inercia histórica, sin reparar textualmente en esta consecuencia. La protección personal al rey (arts. 88 de la Constitución de Bélgica o art. 13 de la Constitución de Dinamarca) o en atención a su función (art. 7 de la Constitución de Suecia), así como las formulaciones empleadas por el artículo 5 de la Constitución Noruega o 42.2 de los Países Bajos, han de ser entendidas de acuerdo con el sistema jurídico público en el que se integran, que garantiza la conciliación de las peculiaridades del estatuto del jefe del Estado con la protección de los derechos del resto de los ciudadanos.

[7] González PéRez, Jesús. «El control constitucional de los actos del Jefe de Estado». En: MaRTín-ReToRTillo BaqueR, Sebastián (coord.). Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al profesor García de Enterría. Madrid: Civitas, 1991.

[8] Como se ha comprobado en el proceso de abdicación desarrollado entre el 2 y el 19 de junio de 2014, la eficacia estatal del acto personal requiere el beneplácito de la representación ciudadana (LO 3/2014, de 18 de junio, por la que se hace efectiva la abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón). Un debate académico sobre la necesidad de mayor protagonismo formal de las Cortes Generales en este proceso se encuentra en caRRillo, Marc. «La sucesión a la Corona». Eunomía, Revista en Cultura de la Legalidad, núm. 7 (2014-2015), pp. 270-277. Y también los comentarios al respecto en el número siguiente de esa misma publicación, de agosto de 2015. El rey no puede en la práctica abdicar sin el concurso de otros poderes y del príncipe de Asturias.

[9] El fallecimiento, por motivos obvios. En cuanto a abdicaciones y renuncias, no parece lógico que el legislador, mediante ley orgánica desde el artículo 57.5 CE, resuelva la situación forzando instituciones de origen claramente voluntario, que son, además, figuras ligadas a la sucesión y no a una pretendida destitución. De tal manera que habría que tergiversar los hechos de tal modo que se hubiese de considerar la expulsión del trono de su titular infractor como un caso de «abdicación obligatoria». Desde hace años sostengo la posibilidad de extremar las presiones políticas (Belda PéRez-PedReRo, Enrique. El Poder del Rey, ob. cit., p. 229), pero cada vez me parece menos sostenible como solución explicada desde un estudio de derecho constitucional (que debería proponer una reforma o, al menos, tratar de interpretar las claves del título II CE alumbrando una salida; ahora me inclinaré por la reforma proponiendo una causa ad hoc). GaRcía ToRRes, Jesús. «Artículo 57». En: casas BaHaMonde, María Emilia; RodRíGuez-PiñeRo BRavo-FeRReR, Miguel (dirs.). Comentarios a la Constitución española. XXX Aniversario. Madrid: Fundación Wolters-Kluwer España, 2008, p. 1255: la regulación de la renuncia es un ejemplo de pertinencia de Ley Orgánica. Lo comparto, pero no creo que la ley orgánica pudiera nunca interpretar expansivamente estas figuras para fabricar un cese por incumplimiento.

[10] Es condición que la persona que ocupa la corona padezca enfermedad o defecto físico o psíquico que le impida gobernarse por sí misma. Habrá de entenderse que, en la esfera privada, ello solo lo pueden determinar los tribunales de justicia tras el correspondiente procedimiento de inhabilitación, y posteriormente las Cortes Generales, por mandato del artículo 59.2 CE, reconociendo la existencia de la imposibilidad, como una especie de constatación en la esfera política. Para huir de una inhabilitación de tipo político, en sede parlamentaria habría de conocerse la iniciativa acompañada de la acreditación de existencia del correspondiente expediente de incapacitación civil, o si lo insostenible de la situación lo requiriese, de informes médicos contrastados de los que se dedujese la imposibilidad regia. La inhabilitación constitucional no habría de diferir en su justificación de una incapacidad civil, si se quiere entender como una causa física, personal y natural, que no deje resquicio a una expulsión camuflada del trono. Sobre este particular, Pascual MedRano, Amelia. La regencia en derecho constitucional español. Madrid: CEPC, 1998, pp. 334 y ss. El aspecto que más ha destacado la doctrina al hablar de la inhabilitación del título II CE ha sido su hipotético uso ante un incumplimiento regio del texto constitucional. Coincido con GaRcía ToRRes, Jesús. «Artículo 57», ob. cit., p. 1256, sobre la causa física y/o psíquica de la inhabilitación, así como que para usarla, habría que ir al modelo de los artículos 5, 6, y 7 de la sección 1.ª capítulo II, título III, de la Constitución francesa de 1791: términos como abdicación legal son un eufemismo de destitución.

[11] La consecuencia de sus actos puede terminar afectando a la permanencia misma en la jefatura, y aquí la reserva constitucional es indiscutible. Sobre la procedencia de reforma constitucional y no de un estatuto legal del Rey: Belda PéRez-PedReRo, Enrique. Los derechos de las personas y las funciones del Estado como límite a la supresión de instituciones. Madrid: CEPC, 2014, pp. 85 y ss. En realidad, la única remisión a desarrollo legal se circunscribe a las dudas que hubiere en el régimen sucesorio. El constituyente ofrece ejemplos para comprender que limitó el desarrollo legislativo de la corona sólo a una faceta muy concreta, la sucesoria, y realizó una extensa regulación constitucional para evitar al legislador la incertidumbre que provoca disponer de una institución como la presente, solo comprensible desde su aceptación por el pacto constitucional fundacional.

[12] En próximas publicaciones volveremos sobre la propuesta, para una explicación en el espacio que merece.

[13] Que en el caso de España, por las características históricas de la instauración, incluso ha llegado a la cita nominativa en el artículo 57.1 CE, de quien ha de ser, dentro de la dinámica de las reglas monárquicas, solo un ocupante más en el devenir del trono.

[14] Especialmente la aplicación de la figura de la inhabilitación para casos extremos, a pesar de reconocerse que no podía basarse en causas políticas. de esTeBan alonso, Jorge; lóPez GueRRa, Luis. El régimen constitucional español. Barcelona: Labor, 1982-1983, p. 18. En torno a una «destitución»: FReixes sanjuán, María Teresa. «La Jefatura del Estado Monárquico». Revista de Estudios Políticos, núm. 73, 1991, p. 110.

[15] La irresponsabilidad es de la persona y no del oficio, puesto que, si el oficio fuera el irresponsable, se verían cuestionados los principios de responsabilidad de los poderes públicos (art. 9.3 CE) y la soberanía del pueblo. ToRRes del MoRal, Antonio. «La monarquía parlamentaria como forma política del Estado español». En: lucas veRdú, Pablo (dir.). La Corona y la Monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978. Madrid: Facultad de Derecho, 1983.

[16] El artículo 25 del Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional niega la inmunidad de los jefes de Estado. España se adhiere sin reforma constitucional pues el Consejo de Estado (Dictamen 1374/1999) señaló, a partir de la posición meramente formal del jefe del Estado, que se imputarían al órgano refrendante las posibles consecuencias de un comportamiento criminal de la magnitud establecida en el Estatuto. Además la no responsabilidad juega en el derecho interno, no en el derecho internacional. Más opiniones al respecto Rueda FeRnández, Casilda. «El proceso de ratificación del estatuto de la corte penal internacional en el ordenamiento jurídico español». Boletín Aranzadi Penal, BIB 2000/1879, 2001.

[17] Expone el tema, entre otros, seRRa cRisToBal, Rosario. «Las responsabilidades de un Jefe de Estado». Revista de Estudios Políticos, núm. 115 [enero-marzo 2002], pp. 155-181. Concluye (p. 181) que las irresponsabilidades ante el ilícito penal son anacrónicas.

[18] El Juzgado de Primera Instancia n.º 19 de Madrid, en el procedimiento 1450/2012, emite auto de fecha 9 de octubre de 2012, en el que sucintamente y apelando al artículo 56.3 CE, a la ausencia de procedimiento al efecto en la Ley Orgánica del Poder Judicial y al ATS de la Sala Primera, de 28 de febrero de 2006 (demanda «política» frente al Rey por entender que un discurso de Navidad conculcaba los derechos a la libertad ideológica de los televidentes reclamantes), inadmite a trámite una demanda reclamando filiación paterna. También la prensa daba cuenta (Diario El Mundo, 9 noviembre 2013: [consulta: 13 mayo 2014]), que el Juzgado de Primera Instancia número 34 de Madrid inadmitió la demanda de paternidad que el 15 de octubre de 2013 interpuso un supuesto hijo ilegítimo contra Su Majestad. Concluida la inviolabilidad de Don Juan Carlos, tras el 19 de junio de 2014, el Tribunal Supremo admitió a trámite, el día 14 de enero de 2015, una demanda de paternidad presentada por la ciudadana belga Ingrid Jeanne Satiau, rechazando la del ciudadano español (Albert Solá Jiménez) que el 15 de octubre de 2013 había interpuesto la demanda a la que nos hemos referido más arriba. La admisión de una de ellas se ha fundamentado en que la Sra. Satiau parecía haber ofrecido un principio de prueba de mayor solidez, conforme a las exigencias del artículo 767.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (Diario El Mundo, 15 enero 2015 : [consulta: 5 febrero 2015]). Finalmente, el propio Tribunal Supremo, mediante auto del Pleno de la Sala de lo Civil de 27 de marzo de 2015, estimó el recurso de reposición de la representación de D. Juan Carlos, resaltando que las contradicciones de la Sra. Satiau no permitían considerar en los hechos narrados por ella principio de prueba alguno, calificando de frívola y torticera su demanda. Una visión crítica resumida sobre la pervivencia de la no responsabilidad: MaRTín Pallín, José Antonio. «La inviolabilidad del rey». Actualidad Jurídica Aranzadi, núm. 854 (2012).

[19] Un resumen de este tipo de preceptos en derecho histórico y comparado: ToRRes del MoRal, Antonio. «En torno a la abdicación de la Corona». Revista española de Derecho Constitucional, núm. 102 (2014), p. 46.

[20] Sobre este tipo de refrendo Gonzalez-TRevijano sáncHez, Pedro José. El refrendo, ob. cit., p. 242: el refrendo tácito es el también denominado simbólico, material o implícito. Con acierto, este autor lo asocia con la mayoría de los actos que estamos denominando en estas líneas como no específicos, de representación, mediación y protocolo. Añade también como actos que lo reciben los mensajes regios. Más adelante (pp. 247-250) recuerda otra tradicional modalidad de refrendo, el presunto, que es aquel que se supone sobre un acto regio cuando a partir del mismo no se produce la dimisión del responsable ministerial. La propia configuración de la monarquía parlamentaria, y la concreción de los poderes regios, hacen pensar que este último tipo de refrendo no parece pertinente en la actualidad.

[21] Belda PéRez-PedReRo, Enrique. El Poder del Rey, ob. cit., pp. 85 y ss.

[22] Y con una manifestación, presencia, ausencia, acompañamiento, etc., que permita asociar por su continuidad en el espacio y en el tiempo, tal refrendo material con el acto regio que cubre. Gonzalez-TRevijano sáncHez, Pedro José. El refrendo, ob. cit., p. 247.

[23] Artículo 65.2, en el título II CE, más los llamamientos a su participación formal en nombramientos como símbolo del Estado en los artículos 117, 122.3, 123.2, 124.4, 151.2, 152.1, 159.1 y 160 CE; y, por último, los que reiteran atribuciones del artículo 62 CE: artículos 91, 92.2, 99, 100, 114 y 115 CE.

[24] Gonzalez-TRevijano sáncHez, Pedro José. El refrendo, ob. cit., p. 33: el formal es la firma.

[25] No vamos a reiterar la falta de contenido de esta función. Belda PéRez-PedReRo, Enrique. El Poder del Rey, ob. cit., pp. 154-161.

[26] Han estudiado en profundidad esta figura, entre otros: Bassols coMa, Martín. «Instituciones administrativas al servicio de la Corona: Dotación, Casa del Rey y Patrimonio Nacional». Revista de Administración Pública, núm. 2 (1983), pp. 100-102. cReMades GaRcía, Javier. La Casa de S.M. el Rey. Madrid: Civitas, 1998. díez-Picazo GiMénez, Luis María. «El régimen jurídico de la Casa del Rey (un comentario al artículo 65 de la Constitución)». Revista española de Derecho Constitucional, núm. 6 (1982). lóPez GueRRa, Luis. «Artículo 65: Dotación de la Corona». En: alzaGa villaaMil, Óscar (dir.). Comentarios a la Constitución española de 1978. Tomo V. Madrid: Edersa, 1997. oRTeGa caRBallo, Carlos. «La Casa del Rey». En: casas BaHaMonde, María Emilia; RodRíGuez-PiñeRo BRavo-FeRReR, Miguel (dirs.). Comentarios a la Constitución española. XXX Aniversario. Madrid: Fundación Wolters-Kluwer España, 2008. La normativa a considerar es diversa. Destacaría el Real Decreto 1677/1987 de 30 de diciembre, de reorganización de la Casa de S. M. el Rey, aunque el Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo, sobre reestructuración de la Casa de S.
M. el Rey es la base de la ordenación vigente. El Real Decreto 657/1990, de 25 de mayo, modifica puntualmente el Real Decreto anterior sobre reestructuración. En este sentido de modificación puntual del Real Decreto 434/1988, también los Reales Decretos 1033/2001, de 21 de septiembre, 1183/2006, de 13 de octubre y 999/2010, de 5 de agosto. El que marca el cambio del reinado tras la abdicación, en la organización de la Casa, es el Real Decreto 547/2014, de 27 de junio, aunque sigue operando sobre la modificación del Real Decreto 434/1988.

[27] ToRRes MuRo, Ignacio. «Refrendo y Monarquía». Revista española de Derecho Constitucional, núm. 87 (2009), p. 58, comparte que el refrendo en este caso es oportuno, prudente y deseable, en línea con ToRRes del MoRal, Antonio. La Monarquía parlamentaria española. Madrid: Tecnos, 1991; y cReMades GaRcía, Javier. La Casa de S. M. el Rey, ob. cit. p. 146. Y como en la formalización de otros llamamientos al rey, este resulta ser el último al firmar, cuando el refrendo ya ha sido prestado (Gonzalez-TRevijano sáncHez, Pedro José. El refrendo, ob. cit., p. 132). Esta alteración del orden es elocuente, e informa sobre las precauciones prácticas tendentes a no desautorizar al monarca ni a dejarlo desprotegido.

[28] FeRnández-MiRanda caMPoaMoR, Carmen. «La irresponsabilidad del Rey. El refrendo: evolución histórica y regulación actual». En: ToRRes del MoRal, Antonio (dir.). Monarquía y Constitución (I). Madrid: Colex, 2000, p. 448.

[29] caRReRas seRRa, Francesc de. «Tres notas sobre la monarquía parlamentaria». En: aRaGón Reyes, Manuel (coord.). La democracia constitucional: Estudios en homenaje al profesor Francisco Rubio Llorente. Vol. 2. Madrid: Congreso de los Diputados, 2003, p. 895.

[30] Al tratar de la provisión de puestos públicos atinentes a una institución del Estado, que pueden y deben disfrutar de toda la autonomía que las peculiaridades de la Jefatura del Estado les confiera, pero que no pierden la necesidad de un control sea genérico estructural y a priori, o sea operado jurisdiccionalmente con posterioridad.

[31] En la normativa a la que estamos haciendo referencia sobre la Casa, es una constante la preocupación por mejorar la efectividad de las relaciones con el Gobierno. Véase el ejemplo del preámbulo del Real Decreto 434/1988: «[...] las distintas dependencias de la Casa vienen manteniendo relaciones con las restantes de la Administración, presididas en todo momento por el mayor espíritu de colaboración y armonía. No obstante, para conseguir una mayor fluidez y más perfecta claridad en el grado en que dichas relaciones se mantienen, por el presente Real Decreto se regulan los niveles que han de reconocerse a los titulares de los órganos superiores de dirección de la Casa [...]».

[32] El Tribunal Constitucional tuvo ocasión de referirse a la Casa Real, a través de la STC 112/1984, de 28 de noviembre, que evalúa un acto de la jefatura de la Guardia Real. Del f. j. 2.º se deduce que: 1.º) La Casa del Rey es una organización estatal. 2.º) No está inserta en ninguna de las Administraciones Públicas. 3.º) Es independiente en su gestión. 4.º) Admite una regulación propia del estatuto del personal a su servicio. 5.º) Sus actos son públicos y están sometidos al control jurisdiccional a través de la vía contencioso-administrativa, y llegado al caso de una vulneración de derechos no resuelta en este estadio, serían conocidos por el Tribunal Constitucional.

[33] En este sentido es un elocuente ejemplo el artículo 13 del Real Decreto 434/1988, que consagra un principio de conexión ministerial cuando apela a razones de economía administrativa y no duplicidad de funciones, llamando a evitar la creación en la Casa del Rey de órganos con cometidos paralelos a los de la Administración del Estado; poniendo a disposición de la primera, los departamentos ministeriales para los asesoramientos pertinentes.

[34] El artículo 14 del repetido Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo, sobre reestructuración de la Casa de Su Majestad el Rey, repara en esta filosofía: «En lo sucesivo, cualquier modificación de la Casa de Su Majestad que no afecte a la Administración Publica, y a tenor de lo previsto en el artículo 65 de la Constitución, será resuelto libremente por S. M. el Rey ya de una manera directa, ya en nombre suyo por el Jefe de su Casa». Pero se hace sin perder nunca de referencia la preocupación por seguir los criterios de sometimiento al derecho, vigentes en toda actividad pública, siendo ello una finalidad constante. Así, por ejemplo, en la reforma de esta norma, producida a través del Real Decreto 999/2010, de 5 de agosto, se otorga un soporte normativo a las tareas de control económico de la intervención de la Casa Real, sobre el presupuesto de esta institución (nuevo art. 3.3 y 4, RD 434/1988).

[35] FeRnández-FonTecHa ToRRes, Manuel. «Artículo 64». En: casas BaHaMonde, María Emilia; RodRíGuez-PiñeRo BRavo-FeRReR, Miguel (dirs.). Comentarios a la Constitución española. XXX Aniversario. Madrid: Fundación Wolters-Kluwer España, 2008, p. 1297: es compatible que el contenido de la decisión sobre asuntos internos de la Casa sea decidido por el rey, con que reciba el refrendo de los mismos.

[36] Estos ejemplos se deducen, entre otros, del trabajo de oRTeGa caRBallo, Carlos. «La Casa del Rey», ob. cit., p. 1306.

[37] FeRnández-FonTecHa ToRRes, Manuel. «Artículo 58». En: casas BaHaMonde, María Emilia; RodRíGuez-PiñeRo BRavo-FeRReR, Miguel (dirs.) Comentarios a la Constitución española. XXX Aniversario. Madrid: Fundación Wolters-Kluwer España, 2008; en p. 1261 señala los precedentes en el constitucionalismo histórico y dice que constituyó una manifestación inicial y adelantada de la figura del conflicto de intereses. Recuerda también (p. 1263) que la Ley Orgánica de Régimen Electoral General 5/1985, de 19 de junio, añade una limitación del sufragio pasivo.

[38] FeRnández-FonTecHa ToRRes, Manuel. «Artículo 58», ob. cit., p. 1263.

[39] El artículo 1 del Real Decreto 2917/1981, de 27 de noviembre, incluye en la Familia al rey, su consorte, sus ascendientes de primer grado, sus descendientes y el príncipe heredero.

[40] ToRRes del MoRal, Antonio. El Príncipe de Asturias. Su estatuto jurídico, ob. cit., p. 217.

[41] ToRRes del MoRal, Antonio. El Príncipe de Asturias. Su estatuto jurídico, ob. cit., p. 221.

[42] Otras constituciones monárquicas en derecho histórico y comparado atribuyen expresamente funciones a los herederos. ToRRes del MoRal, Antonio. El Príncipe de Asturias. Su estatuto jurídico, ob. cit., pp. 179 y ss.

[43] aRaGón Reyes, Manuel. «Veinticinco años de monarquía parlamentaria», ob. cit., p. 24.

[44] Diario El País, 4 abril 2014 : «La Reina y los Príncipes de Asturias serán aforados y, en caso de ser procesados, sólo podrán ser juzgados por el Tribunal Supremo. La novedad ha sido incluida en la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que ha explicado este viernes el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón. […]. “No veíamos lógico que un ministro del gobierno estuviera aforado y que el príncipe heredero de la corona no lo estuviera”, ha señalado el ministro. “El aforamiento no es un privilegio porque no tienes posibilidad de recurso ante un tribunal superior”, ha insistido Gallardón. “No hay ningún país que afore a un ministro y no al príncipe heredero. No tiene sentido, aunque la Constitución no lo puso en ese momento, que el príncipe heredero o los consortes de quien ejerce esa posición no lo estén”, ha concluido». [consulta: 13 mayo 2014]. Puede que «no tenga sentido», como afirma el impulsor de la reforma, pero el estatuto del jefe del Estado, del príncipe y de la reina está reflejado en la Constitución, y sobre ella habría de operarse antes.

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